Hace años en
Cannes aún podían comprarse postales antiguas en una tienda pequeña, como quien
trozos del muro de Berlín. Escritas entre 1906 y 1932, describen un mundo que
ni en el peor de los sueños sus remitentes podían imaginar. No hay gran gloria en
ellas, solo fragmentos de un verano, deseos de paz, de salud, de un feliz
matrimonio o un pronto regreso. El mundo que habitaron murió mucho antes que ellos.
Y sin embargo hoy, cuando los años mueren sin que la metáfora signifique nada más
que eso, quien aún escriba postales hablará en ellas de cosas similares, como
si unos pocos años de paz y prosperidad funcionaran como un seguro de vida. Como
también la inmensa bibliografía sobre la segunda guerra mundial, la que
describe la primera nunca es más cruel que cuando relata cómo quienes acaso
llevaban las cartas o vendían los sellos se levantaron una mañana dispuestos a
delatar o directamente asesinar a quienes, desde la casa de enfrente, las
escribían o las recibían. Algo que aún no sabes que haces por última vez, algo
que ya no volverás a ver, algo que jamás será como antes. Incluso en tiempo de
guerra se ama, se escribe poesía, se compone música, se pintan cuadros, pese a
todo la compasión y la generosidad se abren paso. Con suerte las sociedades
salen de ellas más preparadas para no repetirlas. Inmersos en una trinchera
financiera de la que tantos salen para morir de añoranza como dentro de ella de
impotencia, y cuyos cadáveres son solo de otro tipo, quizá pintar, componer,
escribir, amar sea lo único que nos quede mientras rezamos porque lo que entre
en unos días sea solo un año.
28 diciembre 2013
27 diciembre 2013
sin portal al que llegarse
Hay una
pregunta que queda sin respuesta en El cojo de Irishman, de Martin McDonagh, en
el Español estos días: qué fue de los padres de Billy. Y es porque las
versiones sobre su desaparición –si se ahogaron para que el seguro de vida
salvara a su hijo o si lo que intentaron fue matarle- se bifurcan a la misma
velocidad a la que lo hace el destino de éste, atrapado también entre lo que
finge –tisis- y lo que, incluso dentro de esa mentira, es tan real que ni él lo
sabe hasta que es tarde. Basado en la peripecia que llevó a Robert Flaherty a
rodar Hombres de Arán en las costas de esa isla irlandesa en 1934, también
podría ser simultáneamente su secuela y la explicación mejor de johnypateenmike:
en Flaherty las tres veces que un niño intenta sumarse a una de las expediciones
pesqueras, su padre se lo impide. Que al menos hubiera una parte del pasado de
Billy que no sangrara.
22 diciembre 2013
Sin lugar donde quedarse
Hubo de ser
Nikita Mikhailov quien, en Ojos negros, diera a Marcello Mastroianni la
oportunidad en 1987 de experimentar plenamente –esto es, de vivir con
melancolía- de dónde venían y hacía dónde iban las ensoñaciones que recreara
para Fellini durante décadas. Qué más ensoñación que nombrar La dolce vita una
que mostraba a un escritor atravesando amores sin pasado ni futuro, ni método
claro para conservar, perder o entender ambas, y cuya urgencia casi ni presente
concedía. Es ese limbo el que viene de revisitar Sorrentino. Su irrealidad es
50 años mayor, y no solo porque su protagonista también lo sea. Sino porque si
en Fellini la alta burguesía jugaba a la transgresión como si niños, en
Sorrentino juega a lo contrario: a fingir la normalidad del hábito, por
extravagante que sea. En cierto sentido, esta es una película sobre niños
fingiendo ser adultos. Y aquella era lo contrario.
Si la
infancia como símbolo tenía un peso en Fellini que aquí no, es porque la mirada
fugazmente ensimismada de Mastroianni sobre la niña que atiende el restaurante
significaría hoy otra cosa. Y porque quién necesita niños reales, como los que
trágicamente marcan el destino de Steiner, acaso el personaje más lúcido de
aquella, cuando todo en la de Sorrentino respira infantilidad travestida de
ropajes serios. O más bien dignos. Al menos en público. Pero donde hay niños,
hay padres. Y ese es aún el eje dramático de ambos circos. Y si, acaso como
metáfora del único amor que Mastroianni creía ver sin que estuviera realmente
ahí –el que por su padre-, Fellini introdujo la fábula histriónica de dos niños
que dicen ver a la virgen como quien juega con ella al escondite, Sorrentino
implanta dos padres ofuscados por la incapacidad para madurar de sus propios vástagos,
donde solo parece ofender el sentido de pertenencia, como si con ello sus hijos
respectivos –el suicida, la striper- invadieran la única idea que realmente poseen.
Toni Servillo,
que nació el mismo año que Fellini rodaba La dolce vita, atraviesa la magnífica
La gran belleza de forma que la única paternidad que cabría pensar le afectara
es la suya propia. Su dolce vita, cien veces más dolce que la de su molde –como
aquel, escritor, romano, vividor, seductor, suspendido en el tiempo afectivo-,
solo deja de jugar al escondite con su pasado cuando un hombre de su misma edad
se le aproxima para decirle que es el esposo de la mujer que amara. Acaba de
morir, no han tenido hijos, él no podía. Yo sí podía –responde Servillo antes
de sumarse al llanto de su competidor, derrotados ambos.
Amarcordiana
en la mezcla de suspensión temporal y puntual exhuberancia expresiva, Sorrentino
honra también ese rasgo de Fellini –muchos de sus rostros parecen salidos, por
extraños, de un supermercado del gesto. Y acaso su escena más hermosa sea la
que más explícitamente toma prestada de aquella, en ese hombre que lleva
siempre encima un maletín con las llaves de los palacios más hermosos de la
ciudad, para recorrerlos de noche como quien viaja por su memoria en las horas
más inofensivas. Como puesta ahí, entre bustos imperiales, para mostrar que el
César de la vida social romana, que solo llora una segunda vez y es,
perfectamente impostado, para mejor interpretar el debido duelo en un funeral,
que rara vez deja de lucir su perfecta y lujosa libertad como si fuera un
trabajo cansado, que nada le aporta o incluso le hastía, solo es el Marcello
real, el de Mikhailov, en ese rellano en que el llanto por la mujer amada y no
tenida compite, por primera vez, en igualdad de condiciones con el de quien,
habiéndola tenido, la ha perdido como él. Rodeado de esa gran belleza que es la
ruina, Servillo, como Mastroianni incapaz de retener a su padre ni un segundo
que no incluya la frivolidad, nunca es más personaje felliniano que entonces:
si dejara de pasear entre estatuas y seres a un paso de serlo, se convertiría
en una.
21 diciembre 2013
el exilio doble
Como
un profeta de sí mismo, Charlton Heston fue dos veces el mismo personaje –su
Moisés de 1956 era, solo tres años más tarde, Juda Ben Hur. Como aquel,
hermanado de niño con quien después sería su rival: el hijo del faraón en Los
diez mandamientos, el tribuno Masala en Ben Hur. La segunda reencarnación llegaría
en 1968, como el astronauta George Taylor de El planeta de los simios y, solo
cinco años más tarde, el policía Robert Thorn en Cuando el destino nos alcance.
Como en la primera doble hélice, el mismo hombre solo y a la vez su opuesto: no
el primer y fundacional hombre sobre la tierra, sino su reverso: el último en
habitar o descubrir el mundo tal y como es. En dos de ellas –Los diez
mandamientos y Cuando el destino nos alcance- también estaba Edward G.
Robinson. En la primera, como un judío que asciende en la pirámide social
egipcia al delatar a otro judío. En la segunda, como un hombre que desciende –del
todo- de esa misma pirámide, harto de ella. Incluso esto estaba al servicio de
lo que Heston iba a descubrir en cada una de sus respectivas encarnaciones: que
estamos hechos de materiales sospechosos.
20 diciembre 2013
y todos para uno
19 diciembre 2013
apurar el cáliz
Con la
naturalidad con la que el austríaco Cristopher Waltz ha enraizado en el cine de
Tarantino, el alemán Michael Fassbender aparece estos días junto a Brad Pitt simultáneamente
en El consejero (Scott) y 12 años de esclavitud (Mc Queen). Aunque la simbiosis
más clara que viaja de esta última a la primera sea la que muestra su paisaje recreado
en el XIX, y en las carreteras de Georgia y Lousiana hoy día, sus árboles tomados
por el musgo español como si una telaraña verde quisiera enviarles al pasado. La
historia que cuenta El consejero transcurre en el México de nuestros días, pero
la mezcla mortal de azar e indiferencia, de horror y cotidianeidad que cuenta
la peripecia de un hombre libre convertido en esclavo hace 170 años es la misma
que el guión de Mc Carthy arroja sobre el abogado que ve su vida precipitarse
al infierno por una suma de casualidades sin vuelta atrás.
Henchidas
ambas de horror inimaginable, su capa mejor –la bondad del esclavista digno en
una, la que pudiera emanar del discurso profundamente sabio del criminal peor
en otra- solo sirven para conformar ambas virtudes –en realidad la misma: la
sospecha de la verdad que se niegan a sí mismos- como un lujo mutuo del que se
dispone pero que no se emplea. Si la esclavitud fue una forma de nazismo
arraigado en el corazón del llamado país de las libertades siglo y medio antes
de que hitler le diera su forma definitiva, el poder que el narcotráfico
atesora hoy día –y que en la película da para que, junto a los cargamentos
ocultos de droga, viaje un cadáver de un lado a otro del país solo por el humor
de hacerlo- es también uno que hace de las personas, mercancía de mucho menos
valor que la que viaja empaquetada. Lo que se supera en un siglo se reencarna
en otro con otra forma, los campos de algodón se convierten en bidones
atiborrados de cocaína, los barracones en que se hacinaban los esclavos negros
se desplazan hacia abajo, en las tumbas que ocultan las víctimas de una
esclavitud solo distinta en sus muertos –una que no les condena a encadenar su
vida a su libertad, sino a la cercanía en que la riqueza es cosechada.
Como la
peripecia de Solomon Northup en la Louisiana de 1842, que ni habiéndose probado la culpabilidad de sus captores, supuso pena alguna para ellos, la impunidad
que atraviesa la historia cruzada de culpables, inocentes, medioresponsables y
mediosalvables que cuenta El consejero es una que no distingue víctimas porque
renuncia a considerarlas dotadas de derechos. De los cientos de miles de
esclavos que pasaron sus vidas como objetos a los que se interponen entre las
balas actuales como quien pasa entre conversaciones, el miedo y la barbarie empiezan
en la desaparición de la propia voz. Northup es advertido de que simule no
saber leer ni escribir. El consejero nunca siente más pánico que cuando se
queda sin alguien a quien poder explicar su inocencia. Obligados a callar el
lenguaje de las personas, los esclavos estadounidenses de raza negra cantaban a
dios para que alguien les escuchara sin enviarles más castigos. Antes del
reencuentro final con su familia, la liberación que más explícita,
rabiosamente, invade el rostro del esclavo no es la que le sube al carruaje que
le saca de los campos, sino la que le muestra cantando en un funeral que podría
ser perfectamente mexicano, siglo y medio después.
18 diciembre 2013
lawrence o´toole
El primer
rostro que ves encarnar al personaje de una ópera suele ser el que se apropia
del carácter desde entonces. Si hay suerte elegirás bien la versión. Si no, el
personaje cargará con facciones inmerecidas hasta que logres un sustituto
digno. En teatro es igual, aunque la frecuencia con que las obras se repiten
en, digamos, una década permite sobrevivir fácilmente a cualquier error de
casting. En cine, salvo rarísimas oportunidades, solo tienes una oportunidad. Y
aunque la lista de rostros dueños inefables del personaje que encarnaran es amplia,
lo es más aún la de quienes, sin quedar mal dentro de él, serían
intercambiables sin que la historia sufriera. Peter o´toole, que devastó su
rostro con los años hasta ser irreconocible, quizá lo hizo al entender que sus
facciones habían dejado de ser suyas mucho antes, cuando Lawrence de Arabia abandonó
para siempre los rasgos de T.S. Lawrence para adquirir los suyos.
El año
pasado, Michael Fassbender –él mismo un dueño automático de cuantos personajes
aborda- interpretaba a un androide en Prometheus. En su peculiar aproximación a
la conducta humana, su personaje escoge como modelo la indiferencia al dolor de
Lawrence de Arabia. Solo que en esa escena aún no lo es. Con todo su fulgor
intacto, a quien imita como si cada gesto fuera una instrucción, es a o´toole. En
un mundo donde tantos van al cine hoy día a ver historias de robots, ver a uno
admirando Lawrence de Arabia es un acto de inusual justicia.
17 diciembre 2013
graduación moral
De las dos
etiquetas del vodka Stolichnaya que uno conoce, una muestra cuatro monedas
agrupadas a la derecha, dos arriba y dos abajo; y la otra, las cuatro ordenadas
de izquierda a derecha. Es ésta última la que bebe sin cesar la protagonista
encarnada por Cate Blanchett en Blue Jasmine. Contando la historia de una mujer
que escoge mirar hacia otro lado mientras el dinero inunda su vida de placidez,
acaso hubiera hecho una buena escena el verla mirar ambas etiquetas como símbolo
de lo que hoy se amontona y mañana rueda por el suelo hasta desaparecer.
16 diciembre 2013
y esa explicación que os debo
Mi tía N. -85
años- Deja un mensaje en el contestador de D. Que me han visto muy drogado. D. escribe
en el acto. Llamo a mi tía. Emplea 10 minutos en jurar que no va a decirme quién
se lo ha dicho. Entonces lo entiendo. Yo. No ella. Lo que ha dejado en el contestador
es que me han visto muy delgado. Sugiere que D. se lave los oídos. Entonces lo
dice: cuando llama se quita la dentadura. Lo que no dice: que estar delgado en
una familia donde todos tienen sobrepeso es probablemente peor que estar
drogado.
12 diciembre 2013
multiplicación de los panes
M. cumple 52
años enamorada del mismo hombre casado. Solo parece Blanche Du Bois cuando
habla del albañil polaco gigantesco que apareciera en su casa tres horas
después de lo previsto, borracho, acariciándola el pelo al despedirse. La obra
de Stanley Kowalski, que Tennesse Williams no escribió: la de quien llega tarde
y al que sin embargo dejan entrar sin que se sepa cómo o porqué.
11 diciembre 2013
03 diciembre 2013
subtitular en polaco
02 diciembre 2013
utilidad de la bañera
Quizá para
compensar la decepción que surge, entre la bruma, al entrar en un Hamman y ver
que sobre la enorme piedra circular solo hay hombres apenas cubiertos con la
misma toalla que tú, la espera del neófito recompensa con un tiempo detenido en
el que solo puedes mirar hacia el magnífico techo abovedado, y allí, sin tener
forma de saber cuánto tiempo llevas tumbado, fabular sobre cuán ganaría la
experiencia con un ligero cambio de personal. O esa otra visión, hace unos
días, en la piscina, en la que dos hombres, el agua a medio pecho, departían
como tribunos romanos mientras el resto nos afanábamos en ir y venir como si el
harén nos sacara siempre los mismos metros de ventaja. Te tumbas en la bañera
como si estuvieras en ambos a la vez.
01 diciembre 2013
tigres blancos
Empezar las
revistas por el final halla su recompensa al ver al final de The New Yorker el
anuncio que anticipa el reestreno en Broadway de Cabaret mucho antes de que la
página 10 traiga noticia del estreno, unos meses antes, de la adaptación
musical de Rocky. A tiger is a tiger, not a lamb –cantaba Liza Minelli en 1972,
cuatro años antes de que Sylvester Stallone hallara el molde exitoso de sí
mismo, y diez antes de que The eye of the tiger saltara de la banda sonora de Rocky
III a las discotecas de todo el mundo. Es Michelle Williams quien heredará lo
que la fallecida Natasha Richardson cantara en este mismo montaje,
coreografiado por Rob Marshall y dirigido por Sam Mendes, al ser estrenado en
1998. El tigre Sally Bowles resulta, así, uno blanco, que viene de ser esa otra
cantante improbable, Marilyn Monroe. Para quien aún no esté enamorado de ella, una
segunda oportunidad. Por ejemplo, al escucharla cantando Perfectly Marvelous. Como si delante de un espejo.
30 noviembre 2013
salto hacia tu propio cuerpo
30/40 Livingstone,
en La Abadía estos días, alberga razones de sobra para compensar la hora y
media que pasas sentado mientras Sergi López y Jorge Picó no paran de moverse. Y
es peculiar que una de ellas, no la menos evidente, sea contemplar al improbable
López moverse dentro de su cuerpo y de su voz con asombrosa gracilidad y no
menor gracia. Del primer instante de obra a cada uno de los gestos que
acompañan las salidas a saludar, acabada la obra, no sé si he visto a mucha
gente en un escenario sentirse más a gusto en su cuerpo.
el primer mandamiento
Recordar
cómo en los años setenta y ochenta –cuando uno veía televisión- las películas
acababan abruptamente al cortar la emisión segundos después de que los títulos
de crédito asomaran plantea la más interesante cuestión de qué se hacía con
películas como Ben Hur al ser programadas, si lo que se amputaba al final –la
música que llegaba en los créditos- se consentía al principio, en las
asombrosas oberturas y entreactos que llegaran hasta Star Trek, en 1979,
incluso en géneros tan alejados del cine histórico como la ciencia ficción. O
si el prólogo que Cecil B. De Mille insertó en su segunda versión de Los diez
mandamientos, en 1956, era suprimido o se le permitía el panegírico con el que
afirma el valor moral, supremo, histórico de la ficción que viene después. Hoy,
cuando no pocos en los cines consideran que la película comienza solo cuando
alguien arranca a hablar, sería imposible escuchar las músicas extraordinarias
de Bernard Herrmann, de Hugo Friedhofer, de Alfred Newman, de Miklos Rosza sin
una imagen no fija que obligara a escucharlas. Y es fácil pensar que el declive
del gran formato espectáculo, que concentrara sus mejores esfuerzos en el
western, el cine bélico y el histórico, trajo el de la obertura como símbolo de
cómo lo que se iba a presenciar merecía un preámbulo a la altura, como un tren
que diera varias vueltas, cada vez más despacio, en torno a allí donde después parara,
y permitiera mirarlo más atentamente. Pero quizá solo ocurrió que el deslizamiento del cine en los
ochenta hacia el mero entretenimiento puro, sin deudas con nada, hizo
sencillamente innecesario un prólogo dado que, progresivamente generalizado, la
propia película ya lo era: un interminable prólogo que no iba a ningún lado ni
tenía que fingir por ello.
26 noviembre 2013
la vida misma
M. que pinta
este cuadro sin el payaso en él, pero con ella misma en el lugar de esa mujer
que observa hacia dónde solo está ya el hueco. Y mejor así.
21 noviembre 2013
en el corazón de las tinieblas
20 noviembre 2013
tierra que pague
Aún
puede verse en cines esa historia de la caza simultánea del nazi eichmann y de quien
escribiera sobre él que es Hanna Arendt, de Von Trotta, y en la sala de al lado
proyectan El médico alemán, de Lucía Puenzo, historia opuesta que narra la
mirada precisa, pero desdeñada, sobre la identidad real del nazi mengele y, en
consecuencia, la huida de éste, que vivió en libertad hasta su muerte. No hace
ni un mes desde que otro nazi –priebke- que viviese, como mengele, plácidamente
en Bariloche, muriese sin que lugar alguno aceptara su cadáver, y es una
lástima que la tierra que garantizó su acogida en vida –Argentina, Paraguay,
Brasil- no purgue, en muerte de éstos, el castigo que una Corte Internacional
debiera imponer, no a aquellos asesinos, sino a sus cómplices. Sus cenizas más merecen
un vertedero y allí debieran acabar, pero una lápida que recoja la culpa de la
tierra que les permitió vivir sin pagar sus crímenes contaría en cada
cementerio de esos países algo más duradero, menos invisible, que una película
cada cinco años.
19 noviembre 2013
a tus zapatos
Una
zapatería inserta en una calle estrecha de Toledo, demasiado pequeña para ocultar
la escalera que asciende hacia el piso de arriba. Porque es justo eso lo que
hay encima: un piso pequeño. En él vive alguien que para entrar y salir de su
casa ha de pasar forzosamente por la zapatería, asi que si uno se quedara el
tiempo suficiente delante del escaparate, quizá acabaría viendo cómo esa
persona se llega hasta la puerta de la zapatería iluminada, abre, entra
flanqueado por zapatos de mujer y sube la escalera hacia su cama, como una
versión del salón que no pocas casas de hace treinta años guardaban como si
fuera una vitrina, a la que uno se asomaba sin quedarse. Como esos zapatos tan
bonitos que uno jamás se pondrá.
12 noviembre 2013
el que no vote
11 noviembre 2013
en la marmita equivocada
Un
día, hace ya años, las centrales de medios empezaron a presentarse a concursos
de creatividad en los que competían con agencias. Éstas llevaban décadas gestionando
los medios por su cuenta –si querían- asi que las centrales no hicieron sino
presentarse allí donde las agencias las habían invitado. El sintagma aprendido
durante la crisis actual –demasiado grande para caer- no es sino la
consecuencia última de la pulsión empresarial por concentrar en un solo eslabón todo lo que antes
estaba repartido a lo largo de la cadena que forma cada proceso desde la
creación del producto o servicio hasta su uso final. El ejemplo publicitario es
irrelevante hasta que se considera lo que pudiera haber aportado a sectores más
valiosos: una de las cosas que se perdieron en el proceso de redescubrimiento del
marketing –esto es, al sembrar los departamentos de marketing de perfectos
mediocres que no necesitaban haber estudiado marketing- fue la selección del público
objetivo, o mejor, su cambio frecuente por todo el público posible como
objetivo. La obligación de hacer anuncios para todo el mundo sustituyó las
referencias concretas del público al que antes se dirigía para manejar
referencias necesariamente más vagas, y ser comprensible para todo el mundo
logró lo que todo test acaba mostrando: que entre pensar o no pensar, el
público acaba considerando más cómodo no pensar.
Una
de sus lecciones acaba de ser retomada a todo lujo por El País, en forma de revista
de moda y tendencias masculinas, cuyo formato clásico –fotografía cuidada y
textos breves- está ya en esa cualidad fotográfica de las razones que esgrime
su director, Javier Moreno, en la presentación –“no teníamos una revista así, nos vemos con fuerzas para emprender
algo así”. Eso: poco texto y pueril. Como en su revista gemela femenina que
se entrega los sábados, un medio que se gana la vida pidiendo a sus lectores
leer textos largos, de apretada letra y temática variada tratada por
especialistas, decide recompensarles con álbumes de fotos lujosamente impresos
y donde la banalidad reluce en una de cada tres páginas. ¿Para quién es en
realidad esa revista? ¿para quién escoge leer cada día El País y no una de las
variadas revista de tendencias que quitan lectores a los diarios como los
libros de autoayuda o el best seller se lo quitan a la lectura adecuada?
¿cuáles son las explicaciones que el director del periódico hurta al “no está seguro de necesitarlas”?. Yo
las agradecería. Porque el periódico que compro cada día desde hace dos décadas
publica ya dos revistas semanales –tres, con la guía del ocio- que tiro a la
basura sin abrirlas, mientras trato de no preguntarme cuánto ganarían las
secciones de ciencia, de cultura, de pensamiento, de internacional si se invirtiera
en ellas la cuarta pared de tan generoso esfuerzo editorial volcado
semanalmente en ponderar adecuadamente “la
textura de un tejido, la calidad de la piel de un zapato, el tacto de una bolsa
de viaje fabricada de forma artesanal, el corte de una chaqueta”. De todas
las formas posibles de rentabilizar hoy un periódico impreso, convertirlo en semanal
sea quizá una de las más factibles. Y
acaso para cuando eso llegue, el público natural de El País sea ya el que Internet
está creando –uno que lee más fotos y menos texto. Acelerar el proceso suena,
si no suicida, sí patético.
09 noviembre 2013
bajar a oler las mismas flores
No
se ha cumplido un mes desde que Capitalismo, el circo teatral de Andrés Lima, se
bajara del Price, y La veritá, el circo teatralizado de Danielle Finzi Pasca,
cierra estos días el esplendoroso festival de teatro internacional que viene de
ofertar el Centro Dramático Nacional. Especializado el mundo en ofertar a cualquiera
justo aquello que no debería hacer, aquello que no extrae de uno lo mejor que
podría dar, reluce el teatro donde debiera el circo, y éste donde debiera el teatro.
Esa rareza: como si, por un momento, la calidad de la propuesta no necesitara
un único lugar donde existir.
vivir en 1998
Camino
de una semana ya sin teléfono móvil, aspiración a lo que Max Aub dejara dicho
de Buñuel: “es un hombre más complicado
de lo que creen los que le tienen por complicado, y más sencillo de los que
creen que es una persona sencilla. Le molesta la gente, por eso se ha vuelto sordo.
Decidió un buen día que ya estaba bien de tantas molestias, que lo mejor era
enconcharse y no oír. Así se libro también del teléfono. Ya les dije que era un
hombre inteligente”.
07 noviembre 2013
03 noviembre 2013
es. Punto
Cuando,
al final del libro, describe cómo, en mitad de la noche, sus compañeros y jefes
se reúnen fugazmente para compartir un café, la frase “recuerdan su vida familiar” ya apenas choca respecto al más
natural “describen su vida familiar”
que uno esperaría. No se atraviesa sus apenas 100 páginas sin entender que en
los almacenes de Amazon, como en tantos trabajos, incluso un contrato
indefinido suena a un trabajo infinito, refugiada la explotación en bendiciones
gubernamentales vía subvención al empleo, por precario que éste sea, o en esa
otra letra pequeña que es la lista, no menos infinita, de quienes esperan para
hacer lo mismo que tú si renunciaras a hacerlo.
Agotados,
embotados hasta que la disposición para resistir el trabajo pasa de ser la
principal prioridad a la única, encadenar noches seleccionando o empaquetando
lo que un cliente recibirá en su domicilio apenas unas horas después es menos
una derrota de las clases menos favorecidas que el eslabón penúltimo de una
elección social donde, a fuer de participar todos de ella en algún momento del
día, consintiéramos la explotación perfectamente legalizada de quienes son ya
tan inseparables del sistema que saberles tratados como un paquete más no
escandaliza, como tampoco saber que el almacén en cuestión exista, reluzca, en
Francia. Qué no hará Amazon en Tailandia o Nigeria.
Malet
describe, y para esto no hace falta infiltrarse en lado alguno, cómo Amazon
pondera especialmente venir de las Fuerzas Armadas, su disciplina un valor tan
obvio en un lado del proceso como sea, en otro, haber trabajado en un Mac
Donalds. Constata Malet cómo “Amazon es
un formidable instrumento de difusión de textos hostiles a la democracia, a la
libertad de expresión en sí misma”, describe cómo los veinte minutos de
descanso de que disfrutan, dos veces al día en cada turno, son en realidad unos
cinco, descontado el tiempo que supone ir y volver al lugar donde se trabaja,
cómo la empresa se niega a instalar las máquinas de fichar a la entrada de la
fábrica para, así, ahorrarse el tiempo que lleva al trabajador llegarse hasta
aquella y volver cada día, dado que los tiempos de recorrido se descuentan del
tiempo libre del trabajador antes y después de fichar, y que Amazon no paga ese
recorrido, deja de pagar 200 horas diarias.
No
menos gráfica es la relación entre la explotación de las fuerzas físicas, entre
el sueño y la natural renuncia a nada que no sea la hibernación del juicio
crítico –“la fatiga física impacta sobre
el humor, la sensibilidad y las emociones. Aumenta considerablemente la
tentación de los comportamientos regresivos. Cuando vuestra vida se reduce a
trabajar largas noches, dormir, alimentarse, lavarse, conducir vuestro coche y
pagar vuestras facturas, los momentos de relax parece como si fueran los
últimos aspectos agradables de vuestra condición”. Quizá sin tanto
agotamiento a sus espaldas, Malet hubiera apreciado el contraste entre un
trabajo que, para abastecer de ocio a sus clientes, requiere forzosamente negar
cualquier energía disponible para tener algo parecido al ocio en sus vidas.
Mientras
la Unión Europea debate –es decir, deja de escuchar momentáneamente a los lobbies
empresariales que financian a los partidos en todo el mundo- si seguir
asistiendo tranquilamente a la impunidad con que las multinacionales ignoran sus
obligaciones tributarias, refugiados en países-almacén de la evasión fiscal
-solo la Hacienda francesa reclamó en 2012 198 millones de euros de impuestos
atrasados, intereses y multas relacionadas con la declaración en el extranjero
de su cifra de negocio realizada en ese país-, El País de hoy domingo incluye,
retractilado en sus páginas centrales, no por nada las de economía, el folleto
de otro de esos grandes centros de distribución de electrónica de consumo, en
cuya portada aparecen varios empleados del mismo, o quizá directivos, dado que
visten corbata, enseñando las pantorrillas, mientras su titular no lo oculta un
ápice –Nos bajamos los pantalones. De qué sino de pantalones ajenos están
hechos los envases de todo lo que consumimos.
día de los vivos murientes
Según
subes por la calle Alcalá desde Ventas, a la altura de Manuel Becerra, el
primer semáforo, que da comienzo al tramo que desemboca en la bifurcación con
Goya, permite ver venir a los vehículos ya desde lejos. Es ese el que elije una
mujer rubia de unos 50 años para cruzarlo caminando tranquilamente, a pesar de
que el semáforo advierte de que esa es una forma probable de morir a esa hora
del día. En el desafío, va acompañada de otra mujer que sí se detiene en mitad
de la calle cuando empiezo a hacer sonar el claxon de la moto. La mujer rubia
no altera un ápice su paso, como si lo que le viniese encima no fuera una moto
sino un viento. El logro, lo que puede salvarnos a ambos, es que la mente
acepte cuanto antes lo imposible –que no va a levantar siquiera la vista hacia
mí, que no lo hará aunque su vida dependa de ello. Al no poder frenar del todo a
tiempo, la esquivo por poco en el hueco abierto entre ambas. La ira dura lo que
una pregunta mejor en asomar: cuántos atropellos soportará la desdichada para
que uno más no parezca importar. Peor aún: hasta qué punto estará acostumbrada
a que, en el trabajo o en su casa, quien se la lleva por delante ni siquiera
repare en ella.
01 noviembre 2013
31 octubre 2013
donde mejor canta cualquiera
Hay cosas que se escriben para poder olvidarlas, y
otras que para poder recordarlas con un detalle que no solo el papel merece.
Que alguna de estas últimas sean imposibles de explicar a quien no las haya
presenciado se volverá contra uno mismo llegado el día, pero no hoy, apenas
veinticuatro horas después de que Alejandro Jodorowsky llene el Price con su
bautismo coral de sanación y fraternidad. Para quienes han visto aplaudir de
pie durante una hora a un intérprete o a un grupo de ellos, Jodorowsky es un baremo
insalvable. Desde que manda levantarse al público a los quince minutos de
empezada la función, es dudoso que quienes se sentarían de motu propio fueran
más que los que hubieran permanecido de pie aunque el chileno no se encargara
de que así sea durante la mayor parte de las dos horas largas de función.
El aspecto de bar que muestra el recinto entero
–grupos de dos y tres personas, formadas necesariamente por extraños,
contándose literalmente la vida unos a otros- no debe engañar. La mirada
sonriente y plácida, o severa y solidaria, del desconocido que te escucha
decirle cosas que, tan cruda, tan asépticamente, no dirías a muchos de tus
mejores afectos, es, cuando le toca su turno de contarse, el mismo discurso
despojado, crudo, sin escondites de quien describe su existencia de la única
forma que acaso pueda hacerse si se aspira a decir la verdad: como si no fueras
tú quien lo cuentas, o más exactamente, como si quien lo escucha –yo- no fuese
sino un extraño al que solo un juego permite semejante proximidad. Y ni
siquiera saber que lo que cuentas no será usado porque la otra persona no
sabría cómo ni para qué ni contra quién evita el estremecimiento producto de
jugar con otras dos personas –en otro ejercicio- a reconocerles como tus padres
y decirles todo lo que no te gusta de ellos. Porque la mirada que te cruzas al
bajar del escenario, donde, como todo el teatro, acabas de exhibirte tanto que
ni importa que lo estés haciendo desde donde el propio Jodorowsky pasea,
micrófono en mano, ya no es una que te acerca a un desconocido, sino una que
significa “sabes algo que muy pocos saben”, como la otra persona ha de pensar
de ti.
Que aligerar un peso que llevas dentro salga mejor
si es un extraño quien te escucha podría explicarse en que, aunque Jodorowsky
no lo diga, si vienes de contar eso a quien jamás has visto antes, quizá tampoco
sea tan terrible como para que compense ocultarlo. Si no es lo mismo que un
psicólogo es porque éste, al final de la sesión, no hace lo propio y te usa de
testigo de lo más inconfesable que lleve dentro. Jodorowsky, cuya mejor obra
literaria es aquella que recrea, fabulando a partir de hechos reales, la propia
historia familiar y personal, escribió en La danza de la realidad, que tanto
pensó, soñó e imaginó una amistad con la fiera pacífica que viera en una carta
de tarot de niño, que la realidad le puso, poco después, en contacto con un
león real. Habiendo su obra recorrido el camino inverso –la fabulación a partir
de la realidad-, que ésta pueda venir a compensar o completar aquella habla de
ese trato que hemos venido a respetar al Price: si sabiendo que la vida es un
juego de azar, la responsabilidad nos abruma, quizá seguir jugando sea, de
adultos, una forma posible de revertir el proceso o de ralentizarlo.
Y no es un juego fácil: tres mujeres sentadas en la fila de delante abandonaron el teatro nada más empezado el juego, y tres de las personas sentadas a mi izquierda permanecieron sentadas sin jugar mientras el resto nos sacudíamos el orden establecido a gritos, a estertores, a abrazos. Tiene algo de ceremonia evangélica todo esto, y quizá uno tomaría a chanza el discurso reparador y lleno de amor y empatía que emana Jodorowsky si no sintiera alrededor, allí donde uno mira, la pura alegría pintada en el rostro de quienes vienen de pasar dos horas narrando o escuchando cosas en las que raramente faltara la tragedia, la humillación, la impotencia sin las cuales no se pasa por este mundo. Cuando, finalmente, anuncia el ejercicio más difícil, pide imaginarnos sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Improbablemente sabrá Jodorowsky que, nada más salir del Price, está el barrio de Lavapiés y su nutrida amalgama de seres que viven entre nosotros sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Y que, insospechadamente, se diría sonríen más que cualquiera de nosotros.
Y no es un juego fácil: tres mujeres sentadas en la fila de delante abandonaron el teatro nada más empezado el juego, y tres de las personas sentadas a mi izquierda permanecieron sentadas sin jugar mientras el resto nos sacudíamos el orden establecido a gritos, a estertores, a abrazos. Tiene algo de ceremonia evangélica todo esto, y quizá uno tomaría a chanza el discurso reparador y lleno de amor y empatía que emana Jodorowsky si no sintiera alrededor, allí donde uno mira, la pura alegría pintada en el rostro de quienes vienen de pasar dos horas narrando o escuchando cosas en las que raramente faltara la tragedia, la humillación, la impotencia sin las cuales no se pasa por este mundo. Cuando, finalmente, anuncia el ejercicio más difícil, pide imaginarnos sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Improbablemente sabrá Jodorowsky que, nada más salir del Price, está el barrio de Lavapiés y su nutrida amalgama de seres que viven entre nosotros sin nombre, sin familia, sin país, sin nada de lo que tenemos. Y que, insospechadamente, se diría sonríen más que cualquiera de nosotros.
27 octubre 2013
Huir de casa
La obra es
Bienvenido a casa, una creación colectiva uruguaya, doliente y metateatral como
tantas del ciclo Una mirada al mundo, que asombra por cuánto puede ser
intensamente vivida y tan pobremente explicada a alguien. A juego con esa
impotencia del tono teatral, algo sucede en la información impresa en el
folleto general del ciclo: al citar las dos partes de que consta la obra, no
aclaran que tienen lugar en días distintos. Asi que uno se encuentra volviendo
al teatro al día siguiente. Improvisar eso puede entrar en conflicto con algo
que uno ya tuviera en la agenda para ese día y esa hora.
Nudo/
El Valle
Inclán es el teatro público de más reciente creación en Madrid, fue diseñado
para poder hacer cosas imposibles de concebir en el Español o el María Guerrero, aunque uno solo lo sabe un par de veces al año. Esta es una de ellas.
Estrechada la nave principal sin que se sepa por qué, la acción transcurre en
una habitación de la que llegan sonidos extraños al otro lado de la pared,
demasiado nítidos y frecuentes para que sea un accidente, demasiado inconexos
para entenderlos como parte de la obra. La respuesta llega al día siguiente.
Sentados en las mismas butacas de ayer, se nos pide que subamos al escenario y
crucemos la puerta que está a la izquierda. Por ella accedemos a otro escenario
más pequeño, donde la historia se invierte: y mientras la segunda parte de la
obra tiene lugar, sonidos familiares llegan desde el escenario principal, al
punto de que se diría que están repitiendo diálogos escuchados ayer, como si
mas vinieran del pasado de los protagonistas que del escenario.
Desenlace/
Como uno tiene una
obra que empieza, felizmente al lado de este teatro, veinte minutos antes de
que acabe esta, advierto a uno de los actores que he de abandonar la sala antes
de que acabe. Éste me dice que es imposible, que no puedo irme una vez allí. Es
el personaje quien me responde y no el actor. Ese será el gran error. Sentado
en primera fila, nervioso ante la proximidad física de la obra, y desubicado
respecto a la configuración habitual del espacio, escojo lo que parece la única
salida, desechada la puerta por la que entráramos y que es parte del escenario
y de la obra. Me escurro por ella en la penumbra y salgo a un pasillo entre las
bambalinas del primer escenario. Nervioso como estoy, no miro hacia el
escenario que presumo semiapagado y con los actores lanzando las voces para que
resuenen en la obra de la que vengo. Escojo el camino más discreto, por detrás
de la iluminación lateral y finalmente salgo por uno de sus lados. Levanto los
ojos entonces. Estoy en el escenario. Y delante de mí hay treinta filas de
butacas llenas de gente sentada. Asisten a la primera parte de la obra, como yo
lo hiciera ayer. Antes de poder entenderlo, salto al patio de butacas sin mirar
a mi derecha, donde siete actores paralizados han de estar mirándome. Subo las
escaleras, salgo de la sala, me acerco a un grupo de empleados del teatro. Les
explico el desastre. Pido perdón. Dejo de temblar una vez sentado en el otro
teatro, quince minutos después.
26 octubre 2013
vida
Una
conversación de mañana sobre una editorial que se ha de llamar El perro malo
es, doce horas después, el nombre exacto del dolor que impide dormir a una
mujer. Una obra de teatro, que dura apenas una hora, convoca a los espectadores
a volver al día siguiente, como si el entreacto fuese algo que necesitan los
personajes y no el público. Los sonidos que hace una casa de noche desaparecen
si te levantas de la cama. Cuando te vuelves a acostar, llueve y el repiqueteo
de las gotas en las ventanas del techo silencia todo lo demás. Al día siguiente,
mientras desayuno, un halcón viene a posarse en la salida de humos de la
caldera. Si abriera la ventana y estirara la mano, casi podría tocarle. Duermes
y te pierdes cosas.
25 octubre 2013
liderando la estadística
“La isla de kim jong-un es
impresionante. Es como Ibiza, o Hawai, pero él es el único que vive en ella.
Hemos cenado y comido juntos, hemos montado a caballo, hemos hecho esquí
acuático, hemos viajado en su yate…Mide 70 metros, es un cruce entre un ferry y
un barco de Disney. Sentado a su lado pensé que me gustaría que la gente de
occidente viera que en Corea del Norte no se vive tan mal”. Todo allí es de
siete estrellas. No puedes encontrar una mota de polvo en el suelo o en la
pared. Su gente se desvive por hacerle feliz. Nunca he visto nada
parecido. Kim Jong-un entra en una habitación y todos se levantan, sus
hermanos, sus amigos, y aplauden. Lo hacen por respeto y no les importa
hacerlo. Uno pensaría que este chaval es un idiota pero no lo es. Es mucho más
grande que Obama.” –declara Dennis Rodman a The Sun.
Quizá porque en su vida anterior, como
jugador de baloncesto, se ganaba la vida brillantemente recogiendo aquello que
otros tiraban, el excelso reboteador Rodman luce estos días como campaña
permanente a favor de alguien –kim Jong-un- que también se ganaría mejor la
vida limpiando pabellones o vendiendo palomitas en su interior de lo que sirve
a su país como líder de Corea del Norte. Hasta aquí nada anormal: un infeliz
sin grandes luces en el puesto más explícita y peligrosamente equivocado, y
otro que, habiendo dejado el trabajo en el que descollaba, se siente extraviado
y a merced de sus impulsos sin que, en esta parte de su vida, haya un arbitro
que le impida cometer más de seis en el mismo día. Tampoco extraña que la estupidez
política parezca encontrarse cómoda con su equivalente en deporte. Lo
prodigioso es la capacidad de Rodman –que jugó en equipos repartidos por todo
el país y cuyo trabajo le permitió viajar miles de veces dentro y fuera de los
límites de Estados Unidos- de blindar su inteligencia a cualquier noción de
realidad que le vacunara contra el ridículo. Y no. De noche ha de sentirse
confortado sabiendo que, trece años después de dejar la nba, su vida sigue
dependiendo de la habilidad de elevarse y caer cuantas veces sea necesario, en el
menor tiempo posible.
24 octubre 2013
two on the road
Wild at
heart, estos días en la Filmoteca, gustaría menos a Stanley Donen de lo que David
Lynch ha de apreciar Two on the road. Programar ambas seguidas no ha de ser
menos sugerente, una vez vistas sus versiones de la mezcla de amor y desguace de
la que no puedes separarte, que hacerlo con sus respectivos retratos del amor
que buscas para mejor perderlo –Respectivamente On the town y The Straight
story.