30 octubre 2015

El lado oscuro del sueño


Como un reverso inquietante, la libertad en que se afana la historia de los Estados Unidos es también la de decidir creer en lo que no existe, pero conforma un enemigo útil. En literatura esa historia se ha contado varias veces, y la más famosa podría ser Las brujas de Salem, escrita por Arthur Miller en 1952. Pero Salem tenía por entonces una historia mejor y era de Nathaniel Hawthorne, quien en 1835 había escrito el relato El joven Goodman Brown, la historia de un hombre que vive en Salem entre quienes cree ciudadanos modelo. Una noche en la que ha de salir de viaje se aventura en un bosque y en él ve pasar seres embozados y criaturas extrañas. Al seguirlas llega a un claro en el que tiene lugar un aquelarre demoníaco en cuyo centro se halla su esposa. La ceremonia sucede impulsada por el alcalde, el juez, el jefe de policía, el farmacéutico, el cartero… todos aquellos “honestos, buenos cristianos” a quienes se cruza cada día. Y de los que escucha cómo cometieron los peores crímenes. En el momento en que el diablo se dispone a bautizar en el mal a sus nuevos adeptos, Brown grita y en el acto se despierta en medio del bosque, sin saber si todo lo soñó. En adelante, quien fuera un hombre alegre y animoso se convierte en “severo, triste, presa de oscuras reflexiones, desconfiado, si no desesperado”.
Regresión, de Amenábar, se abre y cierra refiriendo la historia a una serie de eventos reales sucedidos en Estados Unidos en la década de los ochenta del pasado siglo que Miller y Hawthorne habrían reconocido sin problemas: el relato de una mezquindad individual, de alcance estrictamente local, disfrazada, emboscada en una causa mayor y tan oscurantista –sectas satánicas- con el poder de prolongar su sombra sobre la razón más entrenada, en este caso la de un detective. Como una segunda parte, más discreta, de Ágora, su anterior película, Regresión se guarda mucho de mostrar la ignorancia que, al albur de ideas religiosas, ampara cuando no exalta la brutalidad y el crimen nacidos del miedo, y sus hijos naturales, el interés y la ambición.
Las vías por las que una mentira tan obvia crece hasta colonizar la atención pública y encarcelar a inocentes, tiene aquí una raíz más elegante, más sofisticada, como corresponde a los tiempos de internet: la ignorancia del XIX es en el guión de Amenábar manipulación inducida por la psicología clínica y esa forma de engaño tan frecuente, arraigada en la vulnerabilidad o la atracción física. Pero el relato es aún el de Goodman Brown, que es decir el de una población que podría no ser lo que parece, o peor aún, lo que debería ser –ese policía que acepta que sus armas no sirven frente al demonio.
El sensacionalismo adora lo religioso porque es el parapeto definitivo, con su aura de pureza y formas sagradas, venidas de otro mundo para gobernar éste, o al menos para juzgarlo sin necesidad de pruebas. Y la farsa que hace doscientos o sesenta años solo necesitaba del temor ignorante adecuadamente solicitado, hoy podría hallar fácilmente en las encíclicas papales –en todas menos en la del papa actual- la más ambigua explicación de un mundo que tanto podría albergar el demonio como la segunda venida del Egipto que esclavizó la voluntad del pueblo elegido en tiempos de Moisés. A ese faraón le bastaría legislar a favor del aborto o del matrimonio homosexual para merecer el exorcismo que la iglesia católica desea para el mundo desde que existe. Y solo una confesión desde dentro tendría posibilidades de iluminar parte del camino. La tiene la historia que cuenta Regresión, y también la impotencia o la desgana con la que el mundo asiste a esos actos cuando se producen –véase el papa actual. El mal acepta su papel en la broma pero eso no cambia nada. Parte de la tristeza infinita del joven Brown debía ser solo eso: imposibilidad de saber, de estar seguro, de entender entre quienes vive. Que es decir que tras cada hecho innombrable hay solo un acto humano, y viceversa.

29 octubre 2015

slow comeback



De los dos géneros que hicieron la fortuna del cine norteamericano –musical y western- antes de que la fortuna creara sus propios géneros, el primero subsiste como atracción teatral turística en las grandes avenidas de muchas capitales, y el segundo como plataforma de prestigio para los osados que se aventuran en un género, cuyo ocaso se produjo en paralelo al de un mundo que apreciaba lo bastante el honor como para dedicarle un género cinematográfico. Vuelto hoy un rudimento dentro de otro, las películas que narran la conquista del Oeste norteamericano sufren en todo el mundo el destino del teatro clásico en nuestro país: su valor reside en mirarlo como una antigüedad, más apreciada cuanto menos esfuerzo hace por ocultar su edad real. Y sin embargo cada año llegan a los cines dos o tres intentos, no por recuperar el género, sino por hallar en él algo que ubicado en otro entorno sería irreal. Dirigida por John MacLean, Slow West honra a sus precedentes en el uso de unos tiempos que ni son los de hace dos siglos ni los actuales (tentación hecha a medida para Tarantino), y que recuerdan a la mirada que los Coen volcaran en su magistral versión de Valor de ley hace pocos años. La música que Cartel Burwell compusiera en ésta para reemplazar el tono épico que Elmer Bernstein dejara en la primera parece marcar las andanzas de quienes atraviesan este Slow West a la velocidad simultánea de la esperanza y el desastre. Décadas después de que John Wayne cabalgara hacia el crepúsculo del género bajo las notas de Bernstein, lo que decayera por envejecimiento de lo que contaba renace hoy como umbral en el que poner a salvo cosas que salvar del envejecimiento del mundo actual.

27 octubre 2015

espejos. copia pirata



En Taxi Teherán, de Jafar Panahi, milagrosamente en cines estos días, uno de los inquilinos del taxi resulta ser un vendedor de copias pirata de películas antiguas y nuevas, incluso de algunas aún no estrenadas. Entre el surrealismo religioso de algunas secuencias –las señoras que se creen vivas en función de la salud de los peces que portan- y la precariedad en función del género que subyace en otras –la mujer que pide tener el video en que su marido aparentemente agonizante, pero ya a salvo, le cede su piso, por si algún día pudiera ser útil- la que más directamente atañe a Panahi –la impunidad con la que su obra es distribuida de forma ilegal- resulta, extrañamente, una que el propio Panahi utiliza para ubicarse en terreno de nadie: en mitad del reproche discreto al vendedor pirata, éste dice haber llevado películas al propio cineasta, también a su hijo. Si es raro es porque la defensa de la relatividad moral que supone aceptar el mal –la copia ilegal- en función del bien –no hay otra forma de ver películas de Woody Allen en Irán- suena fuera de lugar en un régimen como el iraní, que camufla la represión más clásica bajo la máscara de la defensa de la identidad nacional, sea religiosa o democrática. Si pagas, vale –qué gran eslogan no empleado en el cartel.

26 octubre 2015

Ley 1522


Hay dos películas en El nuevo nuevo testamento, de Jaco Van Dormael: una, la que abarca la primera media hora, es suya. Y bien negra. La otra es, ya hasta el final, de Jean Pierre Jeunet. Si incluso ésta última no es del todo suya es porque tampoco Delicatessen y Amelié parecen venir del todo del mismo nombre. Todo lo cual sirve para ilustrar lo apropiado de que una película sobre la cualidad ambigua de un creador venga de al menos tres a la hora de dirigirla.
Incluso alguien tan poco sutil como Kevin Smith camufló su nivel de abrasión habitual cuando eligió a dios de protagonista de Dogma (1999), cargando el vitriolo sobre dos de sus arcángeles. No es precisamente cobarde ubicar al Creador en los rasgos de Alanis Morissette. Y si Van Dormael llegó a verla previa a su formidable sátira se quedó con el rasgo más interesante de la película de Smith: el del genocida Bartebly –y qué maldad vería Smith en el personaje de Melville- y su odio absoluto hacia la especie humana.
Antes de que el tono más amable de Jeunet se haga cargo de la redención del producto final, Van Dormael pone a dios a ser lo que tan obviamente podría deducirse de él a la luz del comportamiento de su más afinada creación. Cruel, egoísta, mezquino, maltratador, asesino, el menos indisimulado de sus gags es dibujar a un dios hecho a imagen y semejanza del hombre. Tan humano que reconocerá que se detesta.
Y cuyas leyes, contadas por Van Dormael como una broma tras otra, para no hacer demasiada sangre, reúnen en la número 1522 –si te enamoras, será siempre de aquel con quien no puedes estar- el condensado de la propia existencia familiar de un dios: dado que no ama a nadie, la relación con sus hijos es la de un nazi con los judíos recién llegados. Si sus hijos le redimen (metafóricamente), su mujer es una simple incapaz de entender un garbanzo. Incluso cuando ésta accede al poder –la computadora de aquel- es solo para esparcir su dudoso gusto en la decoración.
Un dios expulsado del paraíso es un gag estupendo amén de una declaración de intenciones que apuesta por ese clásico darwiniano: cómo toda estirpe mejora con el tiempo. Y más heterodoxamente, cómo el lazo de un hijo con su padre debería estar sujeto a revisión. Antes de que Jeunet gane del todo, Van Dormael permite la escena más poderosa de todas: a dios torturando por mero sadismo la memoria doliente de un sacerdote que viene de salvarle y acogerle. Y a continuación, cómo éste salta encima de él para pegarle una paliza.
La película, la de uno y la del otro, habla del poder de redención del amor, de cómo solo amar puede salvar las vidas entregadas a hábitos peores. Por eso, a medida que el amor conquista el pecho de quien viviera sin él, más empeora el devenir del dios bajado a tierra para llevar de vuelta a su hija. Como si las instrucciones, la necesidad del miedo general que confiesa necesitar para ser obedecido, fueran, como en Frankenstein, solo las de la búsqueda de quien te hizo esto. Para hacérselo pagar.

25 octubre 2015

siga a esa vaca


Lo publican David Barstow y Suhasini Raj en The New York Times 15.10 –en Bisada, India, 1000 hombres se presentaron en casa de uno de los escasos musulmanes de la zona, sospechoso de haber sacrificado una vaca, pese a que no había indicios de que el animal hubiera muerto de muerte no natural. Asesinaron al hombre y casi a su hijo. “Estamos más apegados a la vaca que a nuestros hijos” –se cita a uno de ellos . “Si la administración velara por las vacas, estos hombres no se habrían visto obligados a tomarse la ley por su mano” –dice un político local.
Sin lujos de la mitología más aberrante como sea pasar hambre pero adorar vacas, la Yugoeslavia que vio una guerra civil en la década de los noventa pasa por la película de Fernando León -Un día perfecto- encarnada en un hombre arrojado a un pozo del que la población prefiere no sacarle, como si pasar sed fuera mejor que poner a régimen temporal la ideología. Y donde las vacas resultan tanto la amenaza obvia –interrumpiendo el camino su cadáver, obligan a rodearlas y así activar las minas situadas a los lados- como, en su olfato cuando vivas, la única guía fiable para sortear el terreno minado.
La guerra de los cuadrúpedos contra los bípedos sería su huida si les dejaran. Como no pueden se convierten en nuestro escaparate: cuando la huida de unos desdichados –quizá bosnios- es abortada por un comando –quizá serbios- que ignora que la guerra ha acabado, entonces estos últimos son la vaca en medio del camino: seguramente exploten tanto si intentas pasarles por encima como si tratas de sortear su voluntad.
Las posibilidades del instinto, la necesidad de confiarse a él a falta de algo mejor, permea Un día perfecto con la violencia con la que lo voluntario –un grupo de cooperantes tratando de extraer el cadáver del pozo antes de que sea tarde- se inserta en lo obligado –la suma de mezquindades, odios y crímenes que forman una guerra civil. Su mayor logro podría ser las posibilidades de ese arma –el humor- cuando todo el mundo tiene otras más mortales que las tuyas.
La mirada sobre el conflicto que desdeña o directamente impide tu ayuda es valiosa porque acaba hablando de cómo los bandos insisten en matarse porque si el pozo de la concordia es poco profundo, el de la gravedad ofendida es insondable. Y pocas cosas se le dan mejor al hombre históricamente que preferir ser animal a cualquier estadio más elevado. Que en la India se manifieste, como queda contado, en admiración por la vaca y no por el chacal es extraño.
En manos de animales que no disimulan sus rasgos –tanto lo son los de quienes se niegan a vender la cuerda que podría sacar el cuerpo del pozo, como los de quienes se escudan en moldes jurídicos para volver a echar el cadáver al pozo- el guión brillante de León atinadamente halla en la figura de un perro violento la imagen en la que anclarse del todo: cuando el niño lleva a los cooperantes a su pueblo destruido a por una cuerda que podría servirles, ésta resulta ser la que ata a un perro e impide que les ataque. Conseguir la cuerda es imposible sin ser atacados. La solución no contiene menos poder simbólico: la cuerda finalmente obtenida resulta la de la horca de la que cuelgan los padres del niño, que éste cree a salvo en otra zona del país.
Contada, como en las mil y una noches, tal si una fábula del horror a merced del no dormir, del no creerse la noche del todo, la noción del sacrificio se reencarna, literalmente, en la del pastor. Y esa parte del cuento, que recuerda la que Robert Redford volcara en su Milagro beanfield war, acaba siendo la de la vida sencilla que resuelve lo que la complejidad del mundo es incapaz. Cuando la mujer que acarrea sus vacas por toda la película llega al pozo en medio del diluvio y de la solución al problema del cadáver, revela esa parte de nuestro fracaso: cuán ni siquiera comportarnos como animales demuestra que sirvamos tampoco para eso.  

24 octubre 2015

Todos tranquilos


Muere en vano Maureen O´Hara, pues su imagen viaja de El hombre tranquilo a esa otra historia de paisaje cuasi irlandés que es el escocés de Brigadoon, rodada apenas dos años después de que Ford rodara aquella, donde el paisaje, y en él la aldea en que transcurre la acción, es invisible durante 100 años y solo reaparece durante un día, como el barco del Holandés errante. Así, uno puede pasar años pensando que lo que ve es cine hasta que un día vuelve a poner la película de Ford. Entonces es el mundo el que desaparece. Y qué menos merecería O´Hara.

regreso al silencio


Entre las paradojas de una trilogía sobre una máquina del tiempo está tanto los referentes que viajan hacia ella desde décadas atrás –la imagen de Harold Lloyd colgado del reloj en 1923- como la que, desde las tres películas rodadas por Robert Zemeckis, viajan hace ese lugar del futuro que es ninguna parte: ni J. Fox ni Lloyd, ni ninguno de los otros protagonistas de la trilogía, viajaron después hacia lugar alguno de la historia del futuro del cine, siquiera sea en términos de popularidad. Prácticamente todos los viajes que harían por la gran pantalla están ya en esas tres películas. Que hayan envejecido tan bien es, probablemente, lo mínimo que el tiempo puede hacer por el espacio cuando esté consiste en no salir del mismo sitio.

14 octubre 2015

Spasski y Hutch


No hay piezas sueltas en el tablero, en cualquier tablero. Las primeras páginas del programa anual del Teatro de la Cruz Roja, en Lyon, se abren con una glosa del papel de las bibliotecas públicas en la formación cultural del ciudadano, y la obra que este año abre temporada en el CDN, tratando del ajedrez, trata en realidad del teatro, de los libros que lees, de quienes te leen mientras te escribes. También trata de la pieza que eres en realidad mientras crees ser otra.
Sostenido por dos hombres que se encuentran en un parque para recrear la peripecia que enfrentó a Bobby Fisher y Boris Spasski en 1972, acaba siendo la jugada menos previsible del programa: si es difícil sustraerse a la calidad de alfil enloquecido que Mayorga deposita en Fisher, es el rasgo de marioneta forzada de Spasski el que acaba contando de una partida de ajedrez lo que el teatro permite decir de cuantos juegos jugamos en la vida a diario: que mientras uno hace sus movimientos, otros esperan los opuestos, necesitan los opuestos. Y a veces con la misma autoridad férrea con que, en la obra, Spasski es sometido a cuanto escrutinio aberrantemente dictatorial viene del país que le necesita para ganar una partida que ha empezado a jugarse en serio tres años antes, con la llegada de la primera expedición –norteamericana- a la luna.
Si Spasski tiene dudas sobre qué pieza es en el tablero geopolítico, a medida que empieza a perder partidas, su cuerpo –aquí el corpachón de Daniel Albaladejo- parecería tener que caber en el de un peón. La gloria del texto de Mayorga es que, incluso en tan obvia situación, Fisher juega a un juego distinto solo en apariencia: alterado, neurótico, su cabeza hecha un sonajero, también él juega a no entender que es un actor, y estos tienen un papel y un público que vino a verlo.
Encarnado en César Sarachu, Fisher enloquece de nervios obligado a jugar en Reikiavik, que es decir, Marte. Además de exigir 136 condiciones al comité organizador, ve un complot por doquier, fantasmas que le acosan. Cuando reniega de las cámaras de televisión y exige jugar en el sótano del complejo, a solas, ya es un actor fallido: ni sabe a qué obra vino a participar, ni qué personaje le corresponde ser. Es un gesto de generosidad de Mayorga el que quien mejor debiera entender el extravío –Spasski- no advierta que al juego que les toca representar ni les importa sus nombres o lo que digan al ganar mientras lo digan en el idioma que les patrocina.
Lo que el desvarío de Fisher dice del país que le envía es en Spasski la derrota de quien sabe que juega dos partidas simultaneas cada vez que se sienta a la mesa. Incapaces de sobrevivir al simbolismo que encierra, en tiempos de estalinismo sin Stalin y a punto de recibir a Nixon, dos hombres moviendo fichas en un tablero, a expensas siempre de los movimientos del oponente, una partida de ajedrez –máxima competición fría en medio de una guerra fría- entre un ruso y un americano podría, dada la personalidad alterada de uno y la sometida del otro, ser en realidad la de dos extraterrestres averiguando qué le ocurre al mundo cada vez que uno mueve una pieza.

13 octubre 2015

sigue mirando


Si solo nos obliga a reaccionar el momento en que ya no podemos dejar de ver lo que no queremos ver, podríamos haber llegado hoy a dos escenarios simultáneos: que estemos en el punto de equilibrio en el que perderlo todo (para muchos) y tenerlo todo (para unos pocos, muy pocos) sea visible desde ambos lados, pero aún no en las señales de lo que vemos a diario. Es decir, que quien tiene menos sepa a ciencia cierta que va a tener que pasar su vida teniendo eso como mucho, y que quien tiene mucho sepa que probablemente tendrá más no provoca aún revoluciones necesarias porque la visión de la diferencia garantizada no es todavía permanente. La precariedad aún permite cierto espejismo de vida y la opulencia obscena no es visible como tal a todas horas.
Como espejismo es una cuerda floja que va perdiendo hebras. Y ni la inacción ni la catarsis social arreglará ese puente sobre el abismo porque a estas alturas nuestra suerte ya no depende de la distribución de la riqueza sino de la población humana, y esta hace tiempo que no puede pasar ese puente sin despeñarse. Alcanzado semejante nivel de avance técnico y de sostenimiento legal de la injusticia, que el crecimiento económico sea incapaz de dotar de dignidad y de un nivel mínimo de prosperidad a la inmensa mayoría de los seres humanos no escandaliza a nadie porque los niveles de renta pueden ser esgrimidos como si el patetismo de los números fuera una manta con la que no ver lo que describen.
Y ni siquiera necesitamos la economía para diseñar la catástrofe. Se lee que La temperatura a final de siglo habrá aumentado entre 3,7 y 4,8 grados si no se adoptan medidas de control” y lo que sabemos es, pues, que ese será el aumento que afrontaremos de aquí a unas décadas. Mire a su hijos mientras lee esto. El planeta bate todos los records de temperaturas cada mes mientras retrasados mentales al frente del partido republicano estadounidense –que gobierna ambas cámaras del país que más contribuye a la emisión de CO2- niegan la evidencia del cambio climático. El 90% de las poblaciones de peces están sobreexplotadas. Cientos de especies se extinguen cada año. Miles de hectáreas de bosque primario desaparecen cada mes. Y mientras esto sucede, China reivindica su derecho a desarrollarse y consumir como ya lo hacen millones de personas en otros países desde hace décadas. Como si dispusieran de un puente distinto. El veredicto es ya obvio: la especie más evolucionada del planeta es también la más idiota de cuantas hay. Quizá por eso el empeño antes de generar el fin de nuestro mundo es llevarnos con nosotros a cuantas especies podamos. Para que se note menos.

11 octubre 2015

crimen de mañana, castigo de noche


La última de las películas de Woody Allen empieza con una pregunta –hasta dónde podrías llegar creyendo en lo que no crees- y genera otra al avanzar la trama –hasta dónde podrías esconderte de aquello en lo que crees. La historia de un profesor de filosofía que enseña la evolución del pensado y repensado sentido de la existencia sin creer en que esta tenga sentido alguno es un drama que engendra uno mayor: cómo hallar ese sentido, la razón que saque de tu cabeza el deseo de matarte, podría convertirte, simultáneamente, en alguien mejor que viene de serlo justo en el otro extremo: donde no podrías ser peor.
Con certera puntería sobre lo que sucede en la vida real, Allen escoge la mirada de la mujer que ama al protagonista para ilustrar la diferencia entre el crimen y el castigo: sucedido aquel, sus consecuencias satisfacen el ideal último de ambos –el sacrificio ajeno como precio pagable para realizar el bien. Pero revelado el autor del crimen, el ideal pasa a un segundo plano y entonces es amar a su ejecutor lo que se antoja inaceptable. Pensarlo el crimen aceptable, incluso deseable, une a dos seres opuestos: misántropo, pesimista, depresivo uno; radiante, social, optimista otra. Transformarlo en acto cambia a ambos en dirección opuesta. Si a uno le lleva hacia la luz, al otro le arrastra hacia la más negra sospecha.
No es solo la verdad lo que está en juego, sino convivir con ella. El hombre que decide cometer un crimen no es menos irracional que el que hasta ese instante ve el mismo crimen en levantarse cada día. Y tampoco es el amor el que le redime. Hallar un sentido a la vida no pasa aquí por matar sino por salvar una vida –una que fugazmente se asoma a sus oídos en un restaurante. Lo que cuenta Irrational man es la historia de los precios que pagas por ser quien quieres ser, quien los demás quieres que seas. Más interesantemente , el personaje interpretado por Joaquin Phoenix en ningún momento entiende su acto como un chantaje venido de la mujer que ama, sino de la vida que de repente le llama con voz clara a la plenitud que acaso no ha sentido antes. La filosofía que enseña, pero no siente útil en él, podría consistir en reconocer esa voz, en jugar los juegos que propone.
Irrational Man puede verse como el reverso de la penúltima gran película de Allen –Blue Jasmine. Si ésta mostraba la dependencia de la mentira como modo de vida, por hondo que sea el pozo al que te arroje, ésta última muestra los abismos de la verdad propia: cómo convertirte en lo que menos podrías asomar al mundo es justo lo único que tienes para salvarte. No es la mentira lo que acaba lamentando el personaje de Emma Stone, sino la verdad insoportable, lo que, compartiendo, no puedes ver realizado por aquel de quien dependes. En el próximo guión de Allen alguien podría explicar esto en alto, solo para ser linchado a tiempo.  

10 octubre 2015

partido s.a./b


En el tránsito que va de pensar B de lo que no es -cine político- a lo que sí -cine documental- cabe también una segunda frontera que aún nos cuesta más asimilar: la que insiste en no ver en los grandes partidos políticos la empresa respectiva que son, cómo sus métodos no pueden ser sino pura, escrupulosamente mercantiles.
El documental Enron, de Alex Gibney, tiene de dramaturgia verosímil tanto como la de Jordi Casanovas de relato estrictamente documental, lo que, de hecho, es. Llevada a escena en el Teatro del Barrio y convertida ahora en película por David Ilundain, recrea literalmente la declaración del antiguo tesorero del partido popular el 15 de julio de 2013. Si se asiste a ello como si a la transcripción del acta de un consejo de administración es porque es justo eso: la explicación nítida de un modelo corporativo que pasmosamente se las apaña para sobrevivir en nuestro país como trampantojo ideológico a través de la mediocridad no menos nítida de sus representantes.
Por eso la dignidad alterada de un magnífico Pedro Casablanc en la piel de luis bárcenas es la de un hombre pillado con un pie en cada mundo: uno en la política, otro en su contabilidad. Y por supuesto que es creíble: cuando éste defiende el procedimiento general de su partido en la recaudación fiscalmente ilícita de fondos amparado en la honestidad impecable del antiguo tesorero, y predecesor suyo, afirma la obviedad de una actitud que está en la base de la existencia misma de la empresa que le paga. Si dijera que, a fin de cuentas, el procedimiento financiero es el mismo que recorre los pasillos de la política en cualquiera de sus estratos nadie levantaría una ceja.
La parábola del rey desnudo ni siquiera necesita que el traje a medida sea el que él describe: incluso sin necesidad de que buena parte del dinero recaudado fuera, como afirma, para pagar sobresueldos en su partido, muchas, si no todas, de las donaciones que recibió éste lo eran de empresas que disfrutaban, o lo harían después, de contratos con las administraciones públicas. Una de las paradojas de la política es cómo los lobbies han de registrarse en la Unión Europea para acreditar sus esfuerzos por influir en la política, como si esta no fuera, en tantos lugares del mundo, la misma cosa: un lobbie al servicio de sí mismo que utiliza el bien público como una enredadera usa el árbol al que asfixia. Mi partido da beneficios –podría decir. Y con solo publicar noticia del juicio en las páginas de economía y no de política, todo esto parecería hasta carente de novedad.