Aún
puede verse en cines esa historia de la caza simultánea del nazi eichmann y de quien
escribiera sobre él que es Hanna Arendt, de Von Trotta, y en la sala de al lado
proyectan El médico alemán, de Lucía Puenzo, historia opuesta que narra la
mirada precisa, pero desdeñada, sobre la identidad real del nazi mengele y, en
consecuencia, la huida de éste, que vivió en libertad hasta su muerte. No hace
ni un mes desde que otro nazi –priebke- que viviese, como mengele, plácidamente
en Bariloche, muriese sin que lugar alguno aceptara su cadáver, y es una
lástima que la tierra que garantizó su acogida en vida –Argentina, Paraguay,
Brasil- no purgue, en muerte de éstos, el castigo que una Corte Internacional
debiera imponer, no a aquellos asesinos, sino a sus cómplices. Sus cenizas más merecen
un vertedero y allí debieran acabar, pero una lápida que recoja la culpa de la
tierra que les permitió vivir sin pagar sus crímenes contaría en cada
cementerio de esos países algo más duradero, menos invisible, que una película
cada cinco años.
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