30 julio 2015

un revés menos



Dentro de la ópera de Philip Glass El americano imperfecto (2013) había un libro de Peter Stephan Jungk, escrito doce años antes, gobernándolo. Dentro de éste, la vida imaginada de Walt Disney. Y dentro de ésta, su encuentro con Lincoln en el parque temático que aquel creara. Es decir, con el autómata que le recrea y cuyas averías recurrentes solo el propio Disney puede arreglar.
Dotado de movimientos suficientes para recrear, hace seis décadas, la ilusión de estar delante de Lincoln, en el que se habían grabado fragmentos extraídos de sus discursos, cuando un Disney envejecido se presenta y pide que le dejen a solas con su autómata, es para reprocharle cosas, para mantener una conversación de tú a tú que finaliza de forma abrupta al volverse la maquinaría contra el creador, agredirle, como si la profesión de animador permanente al que se le hubiera confinado explotara contra el responsable, una vez solos, sin testigos.
Transcurridos cincuenta años de la muerte de Walt Disney, su más luminosa posesión –Pixar-, construida en buena parte sobre el éxito de esa historia de cosas inanimadas que cobran vida que es Toy Story, refulge con una luz enésima que viene, como en aquel Lincoln peleado con su demiurgo, de las voces que, sonando igual, pudieran querer cosas distintas, pelearse por nosotros o con nosotros.
Dirigida por Pete Docter y Ronnie del Carmen, Al revés (2015) es una fábula sobre lo que nos gobierna, y más hondamente, sobre la negociación que, a puerta cerrada, libran nuestros sentimientos en el arte de turnarse nuestros actos. Y que en ese mac guffin magnífico, incluso si centrada en la peripecia de una niña de once años, halla la forma de hablar de obsesiones, miedos y deseos no dichos que gobiernan a los adultos.
Porque si hay (digamos) setenta y seis tiempos distintos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá que se alojan, en uno u otro tiempo, en cada espíritu humano? De modo que es lo más natural que una persona llame, en cuanto se queda sola. ¿Orlando? (si tal es su nombre) significando con eso: ¡”ven, ven! Este yo me harta. Necesito otro”-escribió Virgina Woolf en Orlando.
Reducidos los sentimientos a cinco, que la alegría y la tristeza se vean obligadas a trabajar juntas, a intercambiar los papeles, no solo expone la convivencia con que Pixar y Disney se turnan el dominio planetario de su industria, también ese prodigio del guión infantil que es hacer a la tristeza protagonista de la historia, no el perdedor sino el héroe final. Los primeros quince minutos de Up y especialmente de Wall-E son ejemplos aún más explícitos del triunfo de la tristeza.
La pérdida, la soledad, el desamparo permean el cine de Pixar como si éste se proyectara en salas individuales en los que los niños hubieran sido dejados a su albur. El gigantismo de Del revés radica en que justo eso es lo que sucede en el mundo a cada instante -pérdida, soledad, desamparo- y nadie se libra de quedarse a solas con sus enemigos un rato cada día. Aún va más allá, al sugerir que lo que llamamos enemigos internos pudieran estar aquí para salvarnos, justo cuando menos lo esperemos.
Qué más reconociblemente adulto que sentir cómo, incluso cedido el control a la ira, el miedo, el asco o la tristeza, jamás dejamos de añorar la alegría, de echarla de menos, incluso nada más echarla. O esa otra metáfora magnífica que es demostrar que el olvido existe dentro de nosotros, que hay cosas que no volverán, para mostrar simultáneamente que no siempre, que incluso de esa muerte podrías regresar.
Enésimamente también, es puro, redivivo, Pixar en algo que Disney naufraga una y otra vez: la vigencia de sus materiales, la forma en que Monstruos S.A., Los increíbles, Ratatouille o cualquiera de las entregas de Toy Story reformulan angustias reconociblemente contemporáneas –el uso del temor social como inversión rentable, la desintegración familiar, la marginación en función de tu origen, el abandono programado, previsto, sabido.
Esperada, deseada desde que Toy Story 3 marcara el último trabajo magistral de Pixar hace ya un lustro, la brillantez de Del revés también simboliza el vehículo narrativo que utiliza: la importancia de los recuerdos, de lo que fuiste y eres, de lo que no puedes permitirte perder. Y que tan claramente habla del pasado reciente y no tan lustroso de Pixar, como de las cinco secuelas que llegarán en los siguientes cuatro años.
Cerrando los títulos de crédito, figura por primera vez la lista completa de todos aquellos que trabajan en Pixar, cada una de las piezas exactas de algunos de nuestros mejores recuerdos de la última década. Guardados a salvo, listos para ser reactivados como hiciera Walt Disney al ubicar al modelo político por excelencia de su país –Lincoln- en un sitio hecho a medida: la calle principal de Disneylandia estaba hecha a partir de sus recuerdos de la que habitara de niño, en Marceline, Missouri. 

29 julio 2015

por la presente, escribo


Busca uno correspondencia publicada para una obra de teatro que ando escribiendo, y el mismo día, en la misma librería pequeña, encuentro esto. 

28 julio 2015

gran atracción, solo hasta noviembre de 2016


Lo que en Europa es una pesadilla –la forma en que las listas cerradas y la disciplina de voto configuran un modelo de partido en el que nadie parece pensar por sí mismo- y en Estados Unidos una corbata para la que nunca hay ocasión de vestir, relumbra estos días como una bendición del liberalismo a ultranza que permite a aparentes retrasados mentales como donald trump aspirar a la presidencia de su país por superación, y ya es difícil, del nivel paleozoico que precursores de la idea como michelle bachmann, rick perry o sarah palin han impuesto como baremo en la última década, para mayor gloria del partido demócrata. Pero incluso sin la aparente esquizofrenia que late en el ataque furibundo al voto hispano, algo no encaja.
Si hace solo tres años, un editorial del New York Times tachaba la campaña presidencial de Mitt Romney como la última oportunidad que podría tener el partido republicano en su formato actual –esto es, desquiciado sin pudor desde la retirada de george bush jr (sí, ese es el nivel)-, la estrategia republicana de defender un mundo en el que el cambio climático puede ser prohibido con la misma convicción moral que el matrimonio homosexual, el aborto o las óperas de John Adams (por qué no) sigue dominando su discurso político como si las pintadas ideológicas de ted cruz (un trump con su cerebro pero sin su impudicia) en las cuevas del tea party fueran todo lo que necesita el país para descender el peldaño evolutivo que necesitan para ser tomados en serio.
Lo más alarmante es que podría parecer que, pese a todo, se les toma en serio: no han pasado nueve meses desde que las elecciones al senado y al congreso dieran al partido republicano mayoría en ambas cámaras. La razón: transcurrida casi por entero la segunda de sus legislaturas, Obama es víctima desde hace años de lo que se dijera de Al Gore en su campaña presidencial de 2000: demasiado inteligente para ser presidente de un país en el que la mitad de su población dice pensar que Darwin se inventó su teoría de la evolución.
El empeño de trump, al que cruz o perry podrían secundar sin problemas dado su historial de ideas dictadas por un escarabajo, podría, paradójicamente, volver complicada la gestión del oponente desde el partido de enfrente, pues si Clinton todo lo que acaso necesite para renovar el voto demócrata es ligarse a los logros de los sendos presidentes a los que ha estado ligada, aspirar a restar votos a los votantes republicanos podría hacer coincidir en los periódicos, en el mismo día, las mismas definiciones de trump en boca de republicanos y demócratas. Lograr hacer parecer demócratas a los candidatos republicanos. Ese sí es un chiste y no las encuestas de voto a día de hoy. 

27 julio 2015

la casa que compras en el quiosco


Para quienes no pueden vivir sin leer prensa impresa, cambiar de periódico es como cambiar de casa, generalmente como vender la tuya y comprar otra: se hace un par de veces en la vida. Yo he vivido ya en tres de ellos, y como ocurre en las casas, en los dos primeros vivía con mis padres. De Diario 16 mi padre se mudó a El mundo, y ya en sus últimos años, compró un apartamento en abc. Yo compré mi primer periódico –El País- casi al mismo tiempo que compraba mi casa, y sigo en ambas desde hace dos décadas. 
Las obras de mejora en mi casa han ido acompasadas de reformas en el periódico, uno ha elegido las primeras y no siempre compartido las segundas. Mi casa tiene hoy menos muros que cuando la compré, y con El País ha ocurrido lo mismo, solo que el muro que más valoraba, quizá el muro maestro, es el que más fino vuelven las obras que se suceden cada tanto: la separación entre el lado de la información y opinión seria, críticamente pensada, con suerte literariamente expuesta, y el lado del entretenimiento al servicio de la fugacidad y la irrelevancia, es cada vez más delgada.  
Nadie hace obras que no necesita: más y más gente viene para llenar ese nuevo espacio mientras la que llenaba la forma antigua de hacer periodismo desaparece. Ocurre en un edificio. Y como en éste, quienes viven en la parte no reformada de la casa han de convivir con quienes llegan a vivir entre paredes nuevas. Solo que uno piensa que no es así, que quienes aún leen un periódico hoy día son, mayoritariamente, gente que lleva años en él. La cifra de ventas permanentemente en descenso recoge el número de lectores que abandonan el barrio, lo cual lleva a preguntarse por el sentido de cambiar un edificio para quienes no viven en él ni van a hacerlo ya.
Bajo el epígrafe de “tendencias”, El País imprime hoy una cantidad desorbitada de páginas dedicadas a los temas más pueriles, que sumados al espacio dedicado al fútbol y a la televisión, está convirtiendo un edificio de Moneo en uno de Calatrava sin que la reforma deje de apostar por ambos estilos a la vez. Así, la columna magnífica de David Trueba, cinco días a la semana, ha dado paso a un batiburrillo izaguerriano en el que Joaquín Reyes, Ana Siñeriz y otros flirtean con el contenido que, desde las redes sociales y los monólogos cómicos, inunda el tono de columnas de opinión por doquier. Es una casa que se derriba por dentro mientras se cae por fuera.
Cualquiera que cambie de casa en los próximos diez años podría acabar haciéndolo el mismo día en que deje de publicarse el periódico que ha leído durante décadas. Y en ese solar raramente se edificara nada que aspire al conocimiento o la formación del lector, sino algo que, jibarizado hasta caber en las condiciones de fugacidad y amenidad que exige Internet, acabará siendo el tamaño, la exigencia exacta, de lo que apenas estamos dispuestos a leer en una pantalla. Es el derribo de un modelo que ha perdurado tres siglos y ha conformado parte de la opinión pública, combatido el abuso político y creado literatura. Su consecuencia no es el desahucio sino la desaparición.
En la eliminación del hábitat que permite la existencia de prensa tal y como la hemos conocido, también es una extinción, no un cambio de modelo como el que la piratería impune ha forzado en la industria discográfica y amenaza en la cinematográfica. Decenas de universidades ficticias logran atraer millones de dólares anuales al expedir titulaciones falsas. Simular un periódico en Internet a base de copiar o inventar información ha de ser mucho más sencillo en un lugar en el que la popularidad importa ya mucho más que la calidad de la información o la finura del análisis. Tras los dinosaurios, ninguna especie ha dominado el planeta como nosotros. Qué más clara señal para temer lo que podría traer el fin de los periódicos en papel. 

26 julio 2015

el tercer hombre



Al igual que el Antiguo testamento describe la creación del mundo dos veces, primero a partir de Adán y Eva, después encarnado en Noé y esposa, los diez años que van de la escritura de la primera parte del Quijote a la segunda comparten en la creación del carácter español –lo utópico y lo gañán, el desvarío y la nobleza, la locura emboscada en lucidez y el embrutecimiento que se desvela claridad en la gestión de la ínsula- la necesidad de una tercera figura, que en la escritura bíblica es el Moisés al que dios encarga la escritura de los relatos previos –Adán y Noé incluidos- y en el Quijote la aportación del volumen apócrifo de Avellaneda, que Cervantes absorbió dos veces: insertando un doble respectivo del Quijote y de Sancho, que vagan por ahí fingiendo aventuras similares, y más interesantemente, sugiriendo la presencia de un tercero, invisible, imposiblemente cercano, que hubiera escuchado sus conversaciones, asistido a sus quebrantos, presenciado hasta lo que en la oscuridad hace Sancho, sujeto al caballo de su señor. Escindida, repartida la voluntad humana en dos lados opuestos –obvia en los personajes cervantinos, pero también en el relato bíblico (Adán precavido, Eva temeraria; Noé tiranizado por designios que le llevan de la ingeniería naval súbita al alcoholismo que viene con la libertad recobrada), la compañía mutua que un dios o un escritor pobre de la España del XVII crean al emparejar al héroe y el antihéroe no soluciona el designio final de todos ellos, de Adán a Sancho: están solos. Aunque no tanto como el tercer hombre respectivo: si Avellaneda iba a quedarse solo en el intento de cerrar la epopeya quijotesca, dios ni siquiera necesitaba encargar a Moisés las obras completas del Pentateuco para hacer de él el más solo de los portavoces de un dios frente a los hombres y viceversa. 

25 julio 2015

Todo. Bien. A salir. Va.


Hay algo tedioso, paralizado, en Todo va a salir bien, de Win Wenders, y podría parecerse a cómo los materiales se estructuran en la cabeza de un escritor antes de tomar forma. Que lo sea, además, en el plano cinematográfico podría deberse a que la primera señal que tenemos de esa posibilidad es el último plano, cuando el escritor que encarna James Franco pierde por fin su gesto inexpresivo y sonríe a cámara, por fin algo de paz, de cierta emoción, de una historia completada. Incluso si el alivio emocional que venimos de entender podría ser solo otra forma de confusión: la que sobreviene al terminar un libro.
Contada como un arco amplio en el que el primer suceso de la historia –un atropello mortal que el protagonista no llega a ver- solo se cierra, años después, con el reencuentro con el superviviente de aquella historia, del que se nos hurta todo detalle, la historia de un trauma se convierte en la de los materiales que pasan por la vida de un escritor, y su sentido, su importancia futura, es igual de aleatoria, igual de irrelevante que la normalidad que hila el día a día de cualquiera: el amor o la ruptura que uno no llega a entender, o saber explicar; la convivencia a la que uno asiste sin estar; el símil entre la pérdida de la memoria de un anciano y lo que haces con aquello que te ocurre demasiadas veces, sea amar o cruzar una calle.
Cuando su editor trata de consolarle, le dice que al menos todo lo que le sucede se convierte en material posible, en recursos para una narración. Por eso el ritmo, el sentido perceptible de la película es el de la historia de los recursos, no el de una narración terminada a partir de ellos. Si no fuera una película de Wenders, podría pensarse que todo esto es apenas una interpretación, apenas una película fallida sobre la supervivencia al trauma hasta que éste vuelve a buscarte, llegado el día, para salvarte, para liberarte de aquel recuerdo.
Solo que incluso esa posibilidad devuelve la historia al terreno de los materiales con que un escritor trabaja aunque no los reconozca claramente en el momento de adquirirlos. La duda está ligada al almacenamiento de experiencias, y lo aparentemente anodino podría necesitar conservarse de esa forma, en hibernación, inexpresivo, hasta que algo, una historia, reclame aquel día en que simplemente intentaste que tu padre fuera a un concierto; en que preguntaste a tu hija si le gustaba algo; en que aceptaste un cigarrillo o un chantaje sin importancia.
Una película, como un libro o una sinfonía, puede gustarte por lo que es o por lo que intenta ser. Uno ha tenido que esperar horas para saber que la película que vio anoche le gusta, y es porque la vulnerabilidad que cuenta es familiar a quien vive de buscar materiales que no sabe si encontrara. La historia de un escritor al que suceden cosas grandes y pequeñas, que entiende o no, de las que participa o no, al que su pareja reprocha que venga de salvar una vida y no parezca sentir nada, como si almacenar consintiera en eso, en no valorar para que quepa más, es la de cualquiera a merced de la incertidumbre: la de un escritor que, en tanto que no sabe qué papel juega todo, es simultáneamente un personaje. Ambos se buscan y ese terreno, esa novela, es la vida. 

22 julio 2015

plot sounds



La vibración de la segunda mitad de la década de los sesenta, hecha del sonido simultáneo de la guerra de Vietnam y del gemido social que venía del movimiento hippie, tuvo en el afinamiento musical que Dylan, James Taylor, Carole King o los Beatles trajeron al pop y el folk anglosajón un molde dolorosamente parecido en algunas de sus cimas: si apenas unos meses separan el verano del amor del del napalm, o la primavera de Praga de la invasión rusa de Checoslovaquia, las canciones que iban a definir la carrera de Taylor –Fire and rain-, la de los Beatles –Let it be- o la de Brian Wilson al frente de los Beach boys –Good vibration- coronaban las cumbres de la popularidad mientras a sus interpretes les faltaba el oxígeno para seguir unidos o simplemente vivos.
La sombra que en lo social seguía al cuerpo equivocado dejaba himnos en lo musical mientras quienes los creaban enmudecían entre la esquizofrenia y el abuso de drogas. Taylor se carbonizaba entre la depresión y la adicción mientras su Fire and rain apenas empezaba a conmover a cuantos la escucharan en los siguientes 40 años. La letra de Let it be, que Lennon consideraba había escrito Mc Cartney para otro grupo que no era el suyo, abría la puerta para la disolución de los Beatles, ese mismo año. Dylan casi se mató en un accidente de moto en 1966 mientras recorría varias carreteras a la vez: la de asfalto, una pavimentada de drogas, y una tercera hecha de lo que todo el mundo, menos él, esperaba de él a esas alturas de su carrera. Hendrix, Morrison, Bowie, Elton John, Joplin… la música que corría por las venas de esos años no hubiera aguantado un minuto en las venas de quienes la creaban.
Brian Wilson igualó a cualquiera en logros artísticos, y les superó a todos en tortura. La suma de problemas mentales y adicciones le postró en cama durante años en los que solo se alimentaba de comida basura y cocaína. Llegó a pesar 150 kg. Y solo salió de esa sartén para caer en las manos incendiarias de un psiquiatra que le convirtió en un zombi. Las armonías vocales que fundaran el sonido del grupo que liderara, los Beach boys, se tornaron en voces que resonaban en su cabeza en los años de mayor depresión e ingesta de lsd. Y todo eso ocurrió nada más crear Pet sounds y Good vibration. La falta de oxígeno podría ser solo producto de intentar respirar desde la estratosfera de semejante cima creativa.
Justo antes de grabar la maravillosa God only knows, Brian y su hermano Carl rezaban pidiendo saber cómo terminar la canción. Durante la producción del disco, Brian soñaba con un halo sobre su cabeza. Los ángeles vigilaban nuestro disco –escribe en el cuadernillo que acompaña la reedición de 1990. Incluso el abandono del disco más esperado de la siguiente década –Smile- y del que Good vibration era la puerta de entrada, tiene en las fotos de Wilson de esa época el más absoluto de los contrastes: serio, grave, con una mirada ensimismada que ya no le abandonaría.
Publicada en 1961, y llevada a cine una década después, la novela icónica de Joseph Heller –Trampa 22- se lee como si un manual de instrucciones de la década: la historia de un hombre que se finge loco para evadirse del servicio militar y acaba en el mismo centro del problema: a los mandos de un bombardero.
Se puede ver estos días en cines Love and mercy, de Bill Pohlad, el retrato doble de los días de la muerte y la resurrección de Brian Wilson, servidos por excepcionales interpretaciones de Paul Dano y Paul Giamatti. El relato de su supervivencia, una canción triste del azar y la pérdida, es menos relevante que el de la vigencia de su música, tan inusual como magníficamente viva en la memoria de quienes imposiblemente la aprecian por su contemporaneidad (quienes la escucharan con la edad de Wilson en 1966 tienen hoy sus 73 años). Los conciertos grabados en 2005, durante la gira mundial de Smile, muestran un público que va mayoritariamente de los 20 a los 50 años. Desde el mismo lado del espejo, James Taylor viene, a sus 67 años, de lograr por vez primera el número uno en ventas con su nuevo Before this world.
Un estudio reciente en pacientes con alzhéimer hallaba que la música se aloja en zonas del cerebro diferentes de las áreas donde se guardan los otros recuerdos, lo que pone a salvo al menos, y aunque relativamente, esa conexión con el mundo. El libro de David Browne, Fire and rain, acerca del ecosistema musical estadounidense en 1970, describe una industria en la que los esfuerzos por crear música magnífica eran perfectamente compatibles con los intentos de autodestrucción sistemática, como si el cerebro que pugnaba por alcanzar el olvido y el que por perdurar no necesitaran hablarse.
Reciente aún la publicación este año de No pier pressure, en los 11 años transcurridos desde el lanzamiento de Smile, Wilson ha creado dos discos espléndidos –ese y That lucky old sun- y dos innecesarios –-Reimagines Gershwin e In the key of Disney. Entre el publicado este año y Pet sounds pronto habrán transcurrido 50 años. Cómo no amar a quien ha perdido tanto.

19 julio 2015

Calvary



Inserto en una dinámica general en la que nadie parece poder huir de lo que le espera o de lo que le duele, lo que acaba definiendo Calvary es una pregunta a la que no vendrá ya nadie a responder: quién mató al perro del sacerdote queda sin respuesta como un acertijo de novela negra para demasiados sospechosos, aunque parezca una pista demasiado valiosa para ser dejada sin solución. Incluso inserto en la escena más dramática de la película, cuando la profecía se cumple, esa huella sin hallar funciona como un recordatorio de que el cine puede parecerse a la vida, aunque suceda en medio de una historia en la que casi todo se parece a la muerte.
Y sin embargo la pérdida, la desolación, la cicatrización imposible convive en Calvary con una luz insospechada que viene de casos igual de perdidos: la del sacerdote que halla, no a dios, sino su ausencia; la de la viuda que ve la amputación reciente como hecha del mismo azar que le diera la dicha perdida; la de la hija del asesinado que escoge hablar con el asesino. Como si el consuelo naciera del paisaje irlandés rural, la bruma de la normalidad envuelve, con igual reparto de claridad y sombra, la amenaza, el crimen y su asimilación: los planos que se suceden tras el desenlace de la tragedia son de una cotidianeidad plena y dichosa, libre de alteraciones, disfrutada por todos, e incluso en el caso del millonario abrumado por la falta de apetito vital, de algo que más podría ser perplejidad que desconsuelo.
Que la desaparición de quien encarna el perdón, el sacrificio y la voluntad de ayudar desemboque en un entorno sin conflicto aparente con el significado del crimen tiene que ver con otro crimen previo que asoma varias veces -la pederastia en el seno anónimo e impune de la iglesia católica- y que acaso expresa en normalidad tras un asesinato lo que, durante décadas o siglos, fue forzosa convivencia con crímenes igual de previsibles, sabidos y no evitados.
El gesto de valentía que define la vocación cristiana del protagonista –elegir el sacrificio y no la huida- explica quizá ese atributo de la normalidad social: cómo la inacción, la indiferencia, nace de saber que, no importa tu cuota de responsabilidad en algo, las culpas y la inocencia se reparten siempre. Que pagar por otros conlleva, antes o después, también cobrar por otros. 

04 julio 2015

Un sentido sueco



Pasados los años, uno de los Beatles dejó caer que, de haber seguido tocando en los ochenta, habrían sonado como lo hacían The travelling wilburys, que de hecho incluía a George Harrison. Y quizá de no haberse disuelto hace décadas, lo que the Monty Python diría hoy del sentido de la vida se parecería menos a la visión de Terry Gilliam que a la del sueco Roy Andersson. Entretanto llega ese día, el humor de éste gustaría a aquellos.
Aunque solo sea porque las frases que hay en Vosotros, los vivos (2007) o en Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (2014) cabrían, íntegras, en cualquiera de las películas de the Monty Python sin estorbar demasiado ni añadir muchas más risas. Sobran dedos de una mano para contar las que hay en pantalla en la obra de Andersson, y sin embargo el humor de aquellos, basado en el gag permanente mezcla del afilado humor británico y la irreverencia desatada, se encuentra con el de Andersson en el sinsentido vital que nos rodea.
Es raro ubicar el núcleo de la comedia, de dónde emana la risa eventual en medio de la desolación que empapa a sus protagonistas, extraviados en la más absoluta soledad, paralizados, exhaustos, tristísimos. Y sin embargo cómicos, no en el padecer, sino en la contemplación con la que todos ven venir el desastre y no les cambia un ápice el gesto al chapotear en él.
Una mujer mayor desagradable, cruel, cerril, alcohólica, que agrede a quienes quiere y que al final, tras expulsar de su lado a su pareja, acaba diciendo “quizá vuelva luego” en un tono que significa que lo hará y que no espera represalias. Dos vendedores de objetos de risa que más adecuadamente venderían lápidas. La profesora de flamenco que descaradamente ignora al resto de la clase y magrea incontinentemente a un efebo que educadamente rehúye el contacto. Casi todo sucede en silencio, o con las palabras justas, desganadas, que de puro sintéticas son más el subtitulado de sus actos que una expresión humana, íntima.
Rodado en escenarios que recrean los años 70, en una pálida inmovilidad de objetos y personas, como si simularan una caja en la que sus protagonistas se mueven lo justo para saberles vivos, la incapacidad de amar o ser amado, la añoranza, la imposibilidad física, emocional, motriz, produce la más inesperada de las poéticas: la del rey Carlos XII, llegado del siglo XVII a un bar de la Suecia actual para seducir a un joven camarero delante del cuerpo mayor de su ejército, que por lo demás se dirige hacia su ruina contra las tropas rusas, y que es puro Monty Python, como el del edificio-vagón. La de la dueña de un bar que opta por cobrar en besos la bebida que tantos no pueden pagar. La de la mujer que desesperadamente ama a un cantante que la ignora.
Es un mundo donde nadie se toca, donde uno muere mientras abre una botella de cava, o trata de llevarse su bolso al otro mundo. Donde el tema pudiera estar, no en quienes acaban de salir del plano, sino en quienes siguen paralizados, como la propia cámara, mirando hacia donde ya no hay nadie. Como si fuera eso, la observación, lo que crea el mundo o lo sostiene.
En Una paloma… muchos de los protagonistas dicen alegrarse de que a alguien, al otro lado del teléfono, le vaya tan bien. Es un mcguffin que podría estar contando que eso sucede en otra película, que con quien hablan es con personajes de otra historia, de otro tiempo, con John Cleese o Michael Palin. Nombrada La comedia de la vida la trilogía que empieza con Canciones del segundo piso (2000), viene a ser la comedia a pesar de la vida. Crucifixión, claro. Bromeaba cuando dije libertad. 

03 julio 2015

Horner, tenemos un problema


Inserto en la industria en plena época dorada de una modalidad, la música de cine, dominada por Jerry Goldsmith y John Williams, la aparición de James Horner en la década de los 80 trajo también un elemento a la altura del sonido de sus maestros: la capacidad de que sus melodías sonaran reconociblemente suyas, a veces demasiado. De cuantos nombres surgieron en su área de trabajo en los últimos treinta años, el suyo fue simultáneamente el de más éxito (junto con Gustavo Santaolalla, Thomas Newman, y recientemente Alexandre Desplat y Michael Giacchino) y el que, en paralelo a Alan Menken, quizá también el que más precio pagó por su éxito. Acaso su mejor música sea la que menos nombre alcanzara en la lista de recaudación –El nombre de la rosa, Buscando a Bobby Fisher, Gorky Park. Hace solo unos meses la Orquesta Nacional abordaba su concierto anual dedicado a la música de cine, y junto a obras de titanes como Herrmann, Waxman o Williams, sonaba el adagio magnífico que Horner compusiera para el inicio de Aliens. Williams le sobrevive, como a todos. 

02 julio 2015

al sexto día imaginó al hombre


En El Sunset limited, de Cormac mcCarthy, el hombre que va a suicidarse expresa sus razones en “una pérdida gradual de la fantasía. Un paulatino esclarecimiento en cuanto al carácter de la realidad”.

01 julio 2015

la vida del personaje



George Gershwin compuso la música de Porgy and Bess casi al mismo tiempo que Eleanora Fagan, después Billie Holiday, empezó a prostituirse apenas cumplidos los quince años. E incluso antes de desplazarse aquel a Charleston, en Carolina del Sur, donde vivía DuBose Heyward, autor de la obra que Gershwin adaptaría, quizá éste y Holiday coincidieron en las calles de Nueva York: él imaginando a la prostituta Bess, ella tratando de imaginar a la cantante que sería meses después.
Cuando Porgy and Bess fue estrenada en 1935, apenas unos meses bastaron para que Holiday incluyese “Summertime” en su disco Lady Day. Después gastó los 24 años de vida que le quedaban (hasta los 44) en convertirse en el personaje de la ópera de Gershwin: si aquella hallaba en el amor de Porgy el escape a las drogas, Holiday fue expulsada de los clubs en que trabajaba por su adicción a la heroína. Si Bess era incapaz de dejar atrás al brutal Crown, Holiday saltaba de un maltratador o expoliador a otro peor. Si Bess huía a Nueva York de la mano del camello Sporting life, Holiday estaba ya allí, lista para enseñarle cuanto necesitara para ganarse la vida al tiempo que la muerte. “Yo he vivido canciones como esa” –decía a veces en el escenario.
Preguntado Harold Pinter por un aspecto de la conciencia de uno de sus personajes, dijo no saber qué hacían éstos fuera de las obras que él escribía. Se representa estos días en el Teatro Real Porgy and Bess y uno espera, como siempre, que el nombre por el que Crown y Porgy pelean sea Eleanora.