Al igual que el Antiguo testamento describe la
creación del mundo dos veces, primero a partir de Adán y Eva, después encarnado
en Noé y esposa, los diez años que van de la escritura de la primera parte del
Quijote a la segunda comparten en la creación del carácter español –lo utópico
y lo gañán, el desvarío y la nobleza, la locura emboscada en lucidez y el
embrutecimiento que se desvela claridad en la gestión de la ínsula- la
necesidad de una tercera figura, que en la escritura bíblica es el Moisés al
que dios encarga la escritura de los relatos previos –Adán y Noé incluidos- y
en el Quijote la aportación del volumen apócrifo de Avellaneda, que Cervantes
absorbió dos veces: insertando un doble respectivo del Quijote y de Sancho, que
vagan por ahí fingiendo aventuras similares, y más interesantemente, sugiriendo
la presencia de un tercero, invisible, imposiblemente cercano, que hubiera
escuchado sus conversaciones, asistido a sus quebrantos, presenciado hasta lo
que en la oscuridad hace Sancho, sujeto al caballo de su señor. Escindida,
repartida la voluntad humana en dos lados opuestos –obvia en los personajes
cervantinos, pero también en el relato bíblico (Adán precavido, Eva temeraria; Noé
tiranizado por designios que le llevan de la ingeniería naval súbita al
alcoholismo que viene con la libertad recobrada), la compañía mutua que un dios
o un escritor pobre de la España del XVII crean al emparejar al héroe y el
antihéroe no soluciona el designio final de todos ellos, de Adán a Sancho:
están solos. Aunque no tanto como el tercer hombre respectivo: si Avellaneda
iba a quedarse solo en el intento de cerrar la epopeya quijotesca, dios ni siquiera
necesitaba encargar a Moisés las obras completas del Pentateuco para hacer de él
el más solo de los portavoces de un dios frente a los hombres y viceversa.
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