26 julio 2015

el tercer hombre



Al igual que el Antiguo testamento describe la creación del mundo dos veces, primero a partir de Adán y Eva, después encarnado en Noé y esposa, los diez años que van de la escritura de la primera parte del Quijote a la segunda comparten en la creación del carácter español –lo utópico y lo gañán, el desvarío y la nobleza, la locura emboscada en lucidez y el embrutecimiento que se desvela claridad en la gestión de la ínsula- la necesidad de una tercera figura, que en la escritura bíblica es el Moisés al que dios encarga la escritura de los relatos previos –Adán y Noé incluidos- y en el Quijote la aportación del volumen apócrifo de Avellaneda, que Cervantes absorbió dos veces: insertando un doble respectivo del Quijote y de Sancho, que vagan por ahí fingiendo aventuras similares, y más interesantemente, sugiriendo la presencia de un tercero, invisible, imposiblemente cercano, que hubiera escuchado sus conversaciones, asistido a sus quebrantos, presenciado hasta lo que en la oscuridad hace Sancho, sujeto al caballo de su señor. Escindida, repartida la voluntad humana en dos lados opuestos –obvia en los personajes cervantinos, pero también en el relato bíblico (Adán precavido, Eva temeraria; Noé tiranizado por designios que le llevan de la ingeniería naval súbita al alcoholismo que viene con la libertad recobrada), la compañía mutua que un dios o un escritor pobre de la España del XVII crean al emparejar al héroe y el antihéroe no soluciona el designio final de todos ellos, de Adán a Sancho: están solos. Aunque no tanto como el tercer hombre respectivo: si Avellaneda iba a quedarse solo en el intento de cerrar la epopeya quijotesca, dios ni siquiera necesitaba encargar a Moisés las obras completas del Pentateuco para hacer de él el más solo de los portavoces de un dios frente a los hombres y viceversa. 

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