27 julio 2015

la casa que compras en el quiosco


Para quienes no pueden vivir sin leer prensa impresa, cambiar de periódico es como cambiar de casa, generalmente como vender la tuya y comprar otra: se hace un par de veces en la vida. Yo he vivido ya en tres de ellos, y como ocurre en las casas, en los dos primeros vivía con mis padres. De Diario 16 mi padre se mudó a El mundo, y ya en sus últimos años, compró un apartamento en abc. Yo compré mi primer periódico –El País- casi al mismo tiempo que compraba mi casa, y sigo en ambas desde hace dos décadas. 
Las obras de mejora en mi casa han ido acompasadas de reformas en el periódico, uno ha elegido las primeras y no siempre compartido las segundas. Mi casa tiene hoy menos muros que cuando la compré, y con El País ha ocurrido lo mismo, solo que el muro que más valoraba, quizá el muro maestro, es el que más fino vuelven las obras que se suceden cada tanto: la separación entre el lado de la información y opinión seria, críticamente pensada, con suerte literariamente expuesta, y el lado del entretenimiento al servicio de la fugacidad y la irrelevancia, es cada vez más delgada.  
Nadie hace obras que no necesita: más y más gente viene para llenar ese nuevo espacio mientras la que llenaba la forma antigua de hacer periodismo desaparece. Ocurre en un edificio. Y como en éste, quienes viven en la parte no reformada de la casa han de convivir con quienes llegan a vivir entre paredes nuevas. Solo que uno piensa que no es así, que quienes aún leen un periódico hoy día son, mayoritariamente, gente que lleva años en él. La cifra de ventas permanentemente en descenso recoge el número de lectores que abandonan el barrio, lo cual lleva a preguntarse por el sentido de cambiar un edificio para quienes no viven en él ni van a hacerlo ya.
Bajo el epígrafe de “tendencias”, El País imprime hoy una cantidad desorbitada de páginas dedicadas a los temas más pueriles, que sumados al espacio dedicado al fútbol y a la televisión, está convirtiendo un edificio de Moneo en uno de Calatrava sin que la reforma deje de apostar por ambos estilos a la vez. Así, la columna magnífica de David Trueba, cinco días a la semana, ha dado paso a un batiburrillo izaguerriano en el que Joaquín Reyes, Ana Siñeriz y otros flirtean con el contenido que, desde las redes sociales y los monólogos cómicos, inunda el tono de columnas de opinión por doquier. Es una casa que se derriba por dentro mientras se cae por fuera.
Cualquiera que cambie de casa en los próximos diez años podría acabar haciéndolo el mismo día en que deje de publicarse el periódico que ha leído durante décadas. Y en ese solar raramente se edificara nada que aspire al conocimiento o la formación del lector, sino algo que, jibarizado hasta caber en las condiciones de fugacidad y amenidad que exige Internet, acabará siendo el tamaño, la exigencia exacta, de lo que apenas estamos dispuestos a leer en una pantalla. Es el derribo de un modelo que ha perdurado tres siglos y ha conformado parte de la opinión pública, combatido el abuso político y creado literatura. Su consecuencia no es el desahucio sino la desaparición.
En la eliminación del hábitat que permite la existencia de prensa tal y como la hemos conocido, también es una extinción, no un cambio de modelo como el que la piratería impune ha forzado en la industria discográfica y amenaza en la cinematográfica. Decenas de universidades ficticias logran atraer millones de dólares anuales al expedir titulaciones falsas. Simular un periódico en Internet a base de copiar o inventar información ha de ser mucho más sencillo en un lugar en el que la popularidad importa ya mucho más que la calidad de la información o la finura del análisis. Tras los dinosaurios, ninguna especie ha dominado el planeta como nosotros. Qué más clara señal para temer lo que podría traer el fin de los periódicos en papel. 

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