19 julio 2015

Calvary



Inserto en una dinámica general en la que nadie parece poder huir de lo que le espera o de lo que le duele, lo que acaba definiendo Calvary es una pregunta a la que no vendrá ya nadie a responder: quién mató al perro del sacerdote queda sin respuesta como un acertijo de novela negra para demasiados sospechosos, aunque parezca una pista demasiado valiosa para ser dejada sin solución. Incluso inserto en la escena más dramática de la película, cuando la profecía se cumple, esa huella sin hallar funciona como un recordatorio de que el cine puede parecerse a la vida, aunque suceda en medio de una historia en la que casi todo se parece a la muerte.
Y sin embargo la pérdida, la desolación, la cicatrización imposible convive en Calvary con una luz insospechada que viene de casos igual de perdidos: la del sacerdote que halla, no a dios, sino su ausencia; la de la viuda que ve la amputación reciente como hecha del mismo azar que le diera la dicha perdida; la de la hija del asesinado que escoge hablar con el asesino. Como si el consuelo naciera del paisaje irlandés rural, la bruma de la normalidad envuelve, con igual reparto de claridad y sombra, la amenaza, el crimen y su asimilación: los planos que se suceden tras el desenlace de la tragedia son de una cotidianeidad plena y dichosa, libre de alteraciones, disfrutada por todos, e incluso en el caso del millonario abrumado por la falta de apetito vital, de algo que más podría ser perplejidad que desconsuelo.
Que la desaparición de quien encarna el perdón, el sacrificio y la voluntad de ayudar desemboque en un entorno sin conflicto aparente con el significado del crimen tiene que ver con otro crimen previo que asoma varias veces -la pederastia en el seno anónimo e impune de la iglesia católica- y que acaso expresa en normalidad tras un asesinato lo que, durante décadas o siglos, fue forzosa convivencia con crímenes igual de previsibles, sabidos y no evitados.
El gesto de valentía que define la vocación cristiana del protagonista –elegir el sacrificio y no la huida- explica quizá ese atributo de la normalidad social: cómo la inacción, la indiferencia, nace de saber que, no importa tu cuota de responsabilidad en algo, las culpas y la inocencia se reparten siempre. Que pagar por otros conlleva, antes o después, también cobrar por otros. 

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