30 abril 2015

del ancho de vía



Parte no escasa del alivio que aporta ir al psicólogo tiene que ver seguramente con el hecho de que el interés de alguien por escuchar contar tu vida no incluye, desde el lado del oyente, la devolución constante de una opinión personal basada en lo que se comparte y lo que no. Y de alguna forma eso permite un relato autónomo, con más tiempo y espacio para buscar una coherencia que acaso sí posee y no vemos porque la vida sucede simultánea y contradictoriamente, y no menos en el pasado que en el futuro. Las notas que nota el oyente tienen algo de crítica literaria.
Incluso si en los primeros momentos, sobre todo si uno no ha estado antes en el psicólogo, acaso son dos lectores los que hay en la habitación: uno leyéndose a sí mismo, el otro, invitado a la lectura. El interés del éste es, esos primeros días, absoluto y al tiempo minucioso. No solo busca escuchar los hechos, sino lo que opinas de ellos, cómo te sientes respecto a ellos, un logro que llega es sentirse preguntado por lo qué harías si no fueras tú.
La idea de que no hay mejor novela que una vida adecuadamente explicada tiene, en la vida real, el inconveniente de darse en forma de relatos breves, entrecortados para dar voz a otras voces. Lo que aspira a una forma novelada clásica, que incluye la omnisciencia, se expresa en nuestro contacto diario como teatro, donde la acción, y el control de la misma, está siempre en manos de varios autores.
La narración de una vida no excluye esas voces, pero, al ordenarlas, les da un sentido más concreto, hace confluir los múltiples senderos en uno más ancho, en el que los acontecimientos simulan un orden, una jerarquía. Solo que eso, incluso lógica, es una ficción en sí misma, y crea otra ficción al construirse para un desconocido: la de que estructurar las razones más profundas de lo que haces, o no haces, basta para seguir haciéndolas o no, para sentirse justificado.
Si eso se parece a protegerse es porque el surtido de anhelos que nos conforma nunca se gestiona mejor que observado como una línea de actos consecutivos, en el que dar un paso hacia delante impide ver el que dejas detrás, o retrocederlo. Y eso es lo menos literario que hay. Asi que lo que ha de suceder es que uno va al psicólogo a tratar de ser un personaje, con deberes medidos, fijados por alguien que, incluso teniendo nuestros rasgos, es un autor al que pedir responsabilidades sin llegar a compartirlas del todo. Y uno, quizá como cualquiera, prefiere la vida del personaje. Porque es la única que puedo permitirme no entender mientras la vivo como si me la impusieran. Hamlet acaso solo experimenta paz cuando puede echarle la culpa al espectro que le dice qué hacer y a quién. 

no suponen lecciones futuras


La misma semana en que Francisco González advierte del regreso a los viejos hábitos del crédito arriesgado, a lomos del programa de impresión masiva de dinero del BCE, el presidente de la patronal bancaria dice que la banca tardará 10 años en duplicar la rentabilidad. Fiados a un objetivo deseable del 10% anual, se pondera como “ni alcanzable ni deseable” el volver a los beneficios de la década 1998-2008, con rentabilidades frecuentes del 20% anual. El objetivo es, pues, la mitad de la productividad de aquella que llevó al desastre. Que suena a la mitad de posibilidades de repetirlo. Obvio que fueron los programas perversos de incentivos los que alentaron a las sucursales bancarias a vender lo que fuera a quien fuera, se muestra el alcance real de la lección: permitirse estafar apenas a uno de cada dos clientes. En esos diez años previstos, la deuda pública difícilmente duplicará el 100% actual, y ni falta que hace, pues con aumentar en un 0% las ayudas públicas a cajas y bancos con delitos probados, seguirá siendo negocio inflar una entidad financiera y dejarla explotar llegado el día. 

29 abril 2015

el veneno del consuelo



Recala el Globe londinense en Madrid como parte de la gira que lleva su montaje magnífico de Hamlet por todo el mundo –todo es justo eso, los 205 países- durante dos años, y El País recoge esto de su director, Dominic Dromgoole: “Hamlet es una obra cambiante que obtiene respuestas muy distintas en distintos lugares. Retadora allí, inspiradora allá, como consuelo en otro sitio”. “Consuelo” y “Hamlet” son, en una misma frase, lo que la cabeza y el resto del cuerpo de Rosencratz una vez desembarcados del barco que les trae de Dinamarca: una idea sin vasos sanguíneos que la unan a la otra idea.
No abundan las obras de Shakespeare en las que el consuelo juega un papel –esto es, obtenido y no solo necesitado-, y más fácilmente es hallarlo, por su propia naturaleza, en comedias –pienso en El sueño de una noche de verano-, y aun más fácilmente en aquellas en la que su ausencia es tanta como el deseo de hallarlo -Coriolano, El mercader de Venecia, Otelo, El rey Lear.
Aún sin que eso les convierta en inocentes, el dolor de Coriolano, de Shylock, de Otelo, de Lear no tiene consuelo posible, como tampoco el de las víctimas de Ricardo III o de Macbeth. Con toda su vastedad, Hamlet es el reino del desconsuelo: no lo tiene Ofelia, que muere enloquecida; el rey Hamlet, sin paz una vez muerto; Polonio, que lo hace en el lugar de otro; Laertes, que pierde incluso cuando gana; el rey Claudio, que ni un segundo goza de su reino robado; Gertrudis, a la que asedian los fantasmas de los vivos y los muertos; por supuesto el príncipe Hamlet, que aúna los secretos de todos e incluso el de los muertos (además de hablar con el espectro de su padre, lo hace con el cráneo de su antiguo bufón).
Y sin embargo Dromgoole tiene razón, en la medida en que la tiene este montaje. Ágil, cuidadoso, hondo, divertido y creativo, sin un minuto concedido a lo que sabemos de la obra, o lo que creemos saber de su personaje principal, el consuelo inmediato, que se inhala nada más sentado a la butaca, es el de no ver como obligatorias las visiones rutinarias, sabidas, que junto a un personaje centenario entregan la visión prevista, o más fácilmente reconocible, y que purgan en Shakespeare lo mismo que en Lope, Moliere o Lorca: la obra contada a partir del hecho probado de que nos sabemos el final. Consuelo de que el barco que expulsa a Hamlet al final del acto tercero no llega nunca a Inglaterra y sigue viaje hasta hoy, en la flotilla en la que viajan también el holandés errante, el capitán Achab, el Nautilus, Ulises o la Hispaniola. 

28 abril 2015

Tribulaciones del cómplice


Escrita medio siglo después de Las tribulaciones del joven Werther (1774) y medio siglo antes de Hedda Gabler (1890), El asesinato como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, añade a ambas lo que tanto Goethe como Ibsen iban a escribir del suicidio como uno de los bellos acuerdos: la necesidad de un cómplice.
Si Goethe matizó el suyo a principios de su vida, Ibsen esperó al final, y quizá en ello, bifurcó ese sentimiento en dos obras –Hedda Gabler y Solness el constructor. Escrito a los 24 años (Goethe) o a los 62 (Ibsen), ambos sabían de qué hablaban: si el primero ni siquiera modificó en su novela el nombre de la mujer de la que se enamorara un par de años antes, el segundo volcó en Solness la desazón, que él mismo experimentaba, de un anciano cerca ya del momento en que su fama debiera dejar paso a otros, y el malestar ante la relación de Kaia Fosli y Ragnar Brovik era, en la vida real, la de su hijo, prometido con la hija de su mayor competidor por la preeminencia literaria noruega. Respecto a Hedda Gabler, el mismo Ibsen, que se inspiraba, casi literalmente, en personas y peripecias reales, dejaría dicho “haber caminado junto a Hedda Gabler bajo los soportales de Munich”.
En su definición del suicidio como el arte de buscar cómplices, Ibsen ubicó en Hedda Gabler y Solness el constructor el relato desde los dos lados –en la primera, desde la mente del cómplice; en la segunda desde la de la víctima. Más sútilmente, en ambos casos creó suicidas que conviven con sus asesinos en igualdad de condiciones, o al menos, de información: Si Gabler es manipuladora y un espectro de sí mismo, construído a medida, su víctima –Eilert Lovborg- ansía tanto la autodestrucción como que sea otro el responsable. Si Solness acepta que el hallazgo de la alegría conlleve su sacrificio, la joven Hilde Wangel es el ángel exterminador que aquel ha estado esperando.
Detrás de la convicción de cada una de las víctimas –un último estertor que ponga fin a su delirio respectivo- late el mismo anhelo de plenitud como pulsión extrema, definitiva, en las manos de sus cómplices e instigadoras. Gabler anima a Lovborg a matarse en nombre de la belleza, de un último gesto de superioridad moral sobre el mundo que incluye cómo y dónde dispararse. Wangel dice oír arpas en el aire mientras Solness cae desde lo alto de la torre a la que le ha impelido a subirse.
El nexo más hondo entre ambas obras es también el que late en su relación con el Werther de Goethe: más allá de la fragilidad y el desvarío propio, el asesino real es el amor hondo y doliente, el que sobrevive a los obstáculos que lo vuelven imposible, solo para despeñarse desde más arriba, desde un lugar más bello y más mortal. Goethe hizo que la propia Charlotte llevase a Werther las pistolas con las que se mata. Ibsen calcó el método en Hedda Gabler, y prácticamente en Solness: el tejado de la torre a la que éste se sube es también, acaso sobre todo, el del castillo en el aire que viene de jurarle construir a su amor imposible, la joven Wangel.
Se turnan la rueda de la contradicción: el movimiento que dejan de tener las vidas por fuera –Solness envejecido, Gabler casada con un pusilánime- se queda a agitar por dentro a sus protagonistas: “Me he cansado de bailar” –dice Gabler cuando su antiguo amante, Lovborg, le pregunta cómo ha podido casarse con alguien como Jorge Tesman. Pero acto seguido miente la posesión del manuscrito perdido por aquel, como si bailar sobre la verdad que podría salvarle la vida fuera aquello para lo que nació.
La juventud a la que explícitamente teme Solness, y que le convierte en mezquino, es el perfume en que viene envuelta su condena, en forma de adolescente, a la que acepta solo porque a ésta no le preocupa el desvarío del constructor, solo el suyo. La Charlotte de Goethe, que teme el destino fatal de Werther, solo lo hace tras besarle y sellar así su destino.
De no haber escrito Ibsen antes a Gabler que a Solness, acaso la superviviente de éste –la joven Wangel- habría crecido para convertirse en Hedda Wangel, no hija del general Gabler, sino segregada a partir del constructor, lista para cargar esa otra arma que es admitir su amor por Lovborg, y que disparará contra sí misma al final de la obra, matándose. No ocurrió porque en Ibsen no hay niños que sobrevivan a su madre, ni en Solness ni en Gabler, embarazada al suicidarse. Tampoco en la Nora de Casa de muñecas, que abandona a los suyos como quien saca la basura. O en Espectros, donde el incesto inadvertido carga contra los padres, separando a los hijos. Ese otro cómplice, la propia paternidad, es el primero que se rechaza. 

19 abril 2015

evangelio según estamos



Se loa justamente el papel del papa Bergoglio en diversos casos históricamente perdidos, súbitamente encontrados, y la pregunta acerca de la capacidad de presión de una multinacional más, aunque ésta lo sea de la moral, es menos relevante que la que plantea escuchar la voz de quien, representando a un dios, es inesperadamente coherente con lo que de aquel se dice querer o esperar. Uno no imagina al presidente de un país negociando con el papa como si hablara con dios, asi que lo que ha de ocurrir es simplemente el encuentro de un hombre con otro, simbolizando ambos el apoyo de millones de fieles. Así, que el mediático Wojtyla o el acorralado Raztinger no hicieran en lustros lo que éste Bergoglio en un año habla de esa cualidad de la iglesia católica recogida en el nuevo testamento: la capacidad de usar el agua del bautismo para lavarse las manos, puesto que, de acuerdo los poderes con el pueblo, quién querría crucificar a Barrabás si se puede someter a referéndum, aunque se sepa sobornado. 

18 abril 2015

entre el miedo y el bostezo



Los tres niños de entre 7 y 10 años ubicados en la segunda fila del patio de butacas del Auditorio Nacional el 10 de abril asombrosamente aguantan sin chistar las músicas de Bernard Herrmann para Hitchcock, la directamente tétrica de Wojcieck Kilar para el Drácula de Coppola, o el adagio tristísimo de James Horner para Aliens. Y quizá lo hacen mirando de reojo, sin entender a qué les han traído, el programa de mano en el que, bajo el epígrafe “Monstruos y villanos” nombra la aproximación de este año de la Orquesta Nacional a la música de cine. Clásicamente, los susurros que discretamente acompañan la presencia infantil en un concierto hecho de material adulto, se transforman en “bravos” cuando los últimos temas resultan ser algunos de los compuestos por John Williams para La guerra de las galaxias.
La apuesta del INAEM por convocar a públicos más jóvenes a un espacio habitualmente ocupado por músicas del XVIII, XIX y XX pasa, desde hace algunos años, por emplear las músicas compuestas para cine –y este año, los videojuegos- como cebo con que iniciar en sonidos que, llegado el tiempo, podrían incluir a Mozart, Bach o Shostakovich. De las apuestas de este año –una proyección de La comunidad del anillo con música en directo, y el programa de videojuegos- el programa del día 10 es el peor hilvanado, y no necesariamente por culpa del INAEM. Loable como sea llevar a tres niños a un concierto de música sinfónica, es peculiar hacerlo a partir de la lectura del programa que sus padres pudieron consultar en la web. Aunque solo sea porque el INAEM oferta programas para niños, de menor duración y más claro enfoque pedagógico.
Como el propio niño, la música de cine no está obligada a sonar bien, a ser autónoma en una sala de conciertos, despojada de las imágenes para las que creada. Y lo que un adulto extrae de su memoria para completar el nexo es un imposible para un niño de esa edad, que, de los temas de las doce películas escuchadas, apenas habrá visto La sextalogía galáctica. Uno habría dado una oreja por escuchar lo que los niños de detrás decían a sus padres mientras sonaba la Cantata de las nubes de tormenta, que Arthur Benjamin compusiera en 1934 para la primera versión de El hombre que sabía demasiado. 

17 abril 2015

16 abril 2015

afanes del justiciero



Para quienes guardan el dominical y lo leen a lo largo de la semana, el reportaje principal de El País, que hace cuatro días recogía el mito esforzado de la abogacía de alto nivel y su inmersión en la macroeconomía, ve añadir hoy en el mismo periódico un epílogo que es más interesante como prólogo: Emilio Cuatrecasas, que presta su apellido a uno de los mayores bufetes de Europa, ha aceptado una condena de dos años de cárcel por fraude a Hacienda que incluye el pago conjunto (regularización y multa) de 5.5 millones de euros. La noticia añade que, especializado el bufete en asesoramiento tributario, el imputado “goza de todo el apoyo de los socios”. Traído del Libro del éxodo, en el que se cuenta la actitud del pueblo liberado mientras Moisés recibe las tablas de la ley, ese don del que representa las garantías y pruebas de la ley: la disposición perfecta para defraudarlas. 

12 abril 2015

cosas que hacer antes de morir, o mientras mueres



Ver a Silvia Pérez Cruz, anoche en la sala de cámara del Auditorio Nacional. O esperar a que el ciclo Fronteras, que este año ha traído a Ute Lemper o Anne Sophie Von Otter, vuelva a invitarla.

Four means zero



Guardado en las tripas de miles de ordenadores de los servicios secretos de cualquier país, la separación de poderes ocupa simultáneamente las carpetas más pobladas y la papelera. Convertido en software libre que cualquier gobierno rediseña para encajar en él la maniobra que necesite, por ilegal o criminal que sea, el principio de Montesquieu es una de las víctimas colaterales del terrorismo y el capitalismo contemporáneo. Los intersticios entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, ocupados por la vulneración de derechos elementales –la apropiación de privacidad o la negación de derechos laborales son solo formas del mismo explosivo- recortan desde hace años la capacidad de los individuos de mantenerse tan alejados del estado como éste de tantos de ellos. 
Por eso probablemente entre capturar, vivo o no, a un terrorista o a Edward Snowden, el gobierno estadounidense acaso priorizaría a éste último, porque la onda expansiva de sus revelaciones es infinitamente mayor que cualquier bomba, llega a más sitios, compromete una mayor parte de la actividad política de su país hoy día. La llamada a un patriotismo burdo es el pegamento último que unifica los tres poderes hasta convertirlos en un engrudo impenetrable y opaco, y en ello el documental de Laura Poitras es tan revelador, porque muestra en Snowden al eslabón más avanzado del patriotismo: el ciudadano. Para quien en ese país no se sienta especialmente afectado por la mentira obvia, es decir, por el delito contra las leyes de Estados Unidos que representan las declaraciones de altos cargos del ejército estadounidense faltando a la verdad en el Congreso o delante de un tribunal, queda la individualidad extrema –pregonada hasta el despropósito por el partido republicano- que supone en ese país el más elemental de los derechos: la libertad del ciudadano ante el estado. Las revelaciones de Snowden son una enmienda al poder desatado, y paranoico, de un gobierno que escoge comportarse con la misma falta de escrúpulos que una multinacional, y eso acaba contando la verdad última de los derechos del hombre hoy.  
La Agencia de Seguridad Nacional estadounidense, como muchas otras, invade la privacidad de sus ciudadanos accediendo a datos sobre su vida privada que exceden del todo cualquier filtro posible relacionado con la seguridad de un país. Y es porque, como demuestra la colaboración de empresas de telefonía en ello, un ciudadano se transforma en poco más que un consumidor nada más votar. No es la exposición patética de la mengua de derechos de un ciudadano norteamericano lo que tiene a Snowden exiliado en Rusia, sino la radiografía del consumidor de política visto a través de drones, ordenadores y directivas presidenciales anticonstitucionales. Las cosas no tienen derechos por las que poder luchar. Orwell lo escribió en un tiempo en que, como con Snowden, todo lo que podía hacer el sistema es tacharle de comunista. O por qué creen que vive en Rusia. 

11 abril 2015

pieza suelta busca plano



Cuatro años desde que J.C. Chandor contara en Margin Call la importancia de las estructuras globales que esperan en la sombra, intactas, perfectamente enhebradas, su oportunidad de deflagrar, El año más violento narra la realidad opuesta, aunque su apariencia sea la misma: el paso implacable de lo que no confabula contra ti, lo que simplemente se da por acumulación de sedimentos –precariedad, chantaje, discreción, márgenes ajenos de maniobra. Sospechado el robo sistémico de gasóleo a un empresario como una maniobra de sus competidores, la película acaba contando que son las pequeñas cosas operando a su antojo las que simulan un orden o iniciativa que no existe, que no hace planes contra ti. La desprotección resultante es tan real como la que cuenta Margin Call, y más aún, pues si algo cuenta la parábola de David el hebreo es la necesidad de que el adversario tenga el tamaño que tus armas necesitan. 

09 abril 2015

National proud



Entras en una sala, te sientas, hay diez personas escasas. Y entonces cada uno de los cuadros colgados en la pared se transforma cada tanto en otro, las personas también, y entre las nuevas hay restauradores, comisarios, responsables de marketing, de finanzas, el propio director del museo. Una de las mejores razones para entender lo que aún aporta entrar en un cine es entender lo que imposiblemente puede aportarte entrar en un museo como la National Gallery. Incluso las tres horas de duración del documental de Frederick Wiseman, estos días en cines, parece honrar la experiencia real de caminar un museo de esas dimensiones.
Y también el poder adherido a sus muros: en tres ocasiones asoma la noción del arte como depositario, o vector transmisor, del poder, y en cada una de ellas es para acabar hablando de independencia, de cierta dignidad no ligada al retrato que se espera de ti. La más literal es cuando el director de la institución recuerda cómo Enrique VIII, recién separado de su tercera mujer, Jane Seymour, envía a Hans Holbein a Dinamarca a retratar a Cristina de Dinamarca en 1838 para averiguar si podría sentirse suficientemente atraído por ella, cómo en ello Holbein escoge la posición frontal, y más descriptiva, para el retrato, y cómo finalmente ella, tras dejarse retratar, rechaza el ofrecimiento matrimonial del que, por entonces, era el hombre más poderoso del mundo.
En la segunda, una de las guías recuerda a un grupo de adolescentes la necesidad de tener siempre presente el papel del dinero procedente de la venta de esclavos en la fundación del Museo, el papel lamentable jugado por el país de todos ellos en la magnificencia que les rodea en ese instante. La tercera, cuando, en una reunión interna de varios departamentos, el director defiende en solitario el derecho de la National Gallery de preguntarse, y negar, la fama llegada de cualquier lado, sea el maratón de Londrés o una fundación con fines benéficos. Como sucede en un paseo real por cualquier museo, las razones por las que detenerse ante cualquier obra son tan variadas como las propias obras. En un mundo en el que la dignidad y la independencia ocupan el lugar de los bocetos dejados tras el trazo último de los actos, pagar una entrada de cine es, a veces, además de una invitación al gozo, un sutil acto de protesta. 

05 abril 2015

pirámide vacacional


Al volver de un viaje todo me importa menos, especialmente el todo que hay repartido en casa: papeles que guardo para leer cuando pueda o libros que compré cuyo tema espera aún su tiempo por venir, objetos que significaron algo, ropa que no uso, metros de casa en que no entro. También se tienen los días que se pasan fuera, asi que no es lo que tienes contra lo que vives. Y más probablemente ha de ser esa otra ficción: lo que necesitas contra lo que guardas para cuando te haga falta. Pero bastan unos días inmerso entre esos papeles que ahora miro como a invitados extraños para que, a la inversa, sean los días alejados los que se antojen desconocidos. No hay empate porque en la montaña uno no puede permitirse decir “me sobra casi todo lo que llevo”. Si los egipcios de la antigüedad lo hubieran entendido correctamente, las pirámides estarían construidas justo al revés.