Los
tres niños de entre 7 y 10 años ubicados en la segunda fila del patio de
butacas del Auditorio Nacional el 10 de abril asombrosamente aguantan sin
chistar las músicas de Bernard Herrmann para Hitchcock, la directamente tétrica
de Wojcieck Kilar para el Drácula de Coppola, o el adagio tristísimo de James
Horner para Aliens. Y quizá lo hacen mirando de reojo, sin entender a qué les han traído, el programa de mano en el
que, bajo el epígrafe “Monstruos y villanos” nombra la aproximación de este año
de la Orquesta Nacional a la música de cine. Clásicamente, los susurros que
discretamente acompañan la presencia infantil en un concierto hecho de material
adulto, se transforman en “bravos” cuando los últimos temas resultan ser algunos
de los compuestos por John Williams para La guerra de las galaxias.
La
apuesta del INAEM por convocar a públicos más jóvenes a un espacio habitualmente
ocupado por músicas del XVIII, XIX y XX pasa, desde hace algunos años, por emplear
las músicas compuestas para cine –y este año, los videojuegos- como cebo con
que iniciar en sonidos que, llegado el tiempo, podrían incluir a Mozart, Bach o
Shostakovich. De las apuestas de este año –una proyección de La comunidad del anillo
con música en directo, y el programa de videojuegos- el programa del día 10 es el
peor hilvanado, y no necesariamente por culpa del INAEM. Loable como sea llevar
a tres niños a un concierto de música sinfónica, es peculiar hacerlo a partir
de la lectura del programa que sus padres pudieron consultar en la web. Aunque
solo sea porque el INAEM oferta programas para niños, de menor duración y más
claro enfoque pedagógico.
Como
el propio niño, la música de cine no está obligada a sonar bien, a ser autónoma
en una sala de conciertos, despojada de las imágenes para las que creada. Y lo
que un adulto extrae de su memoria para completar el nexo es un imposible para
un niño de esa edad, que, de los temas de las doce películas escuchadas, apenas
habrá visto La sextalogía galáctica. Uno habría dado una oreja por escuchar lo
que los niños de detrás decían a sus padres mientras sonaba la Cantata de las
nubes de tormenta, que Arthur Benjamin compusiera en 1934 para la primera versión
de El hombre que sabía demasiado.
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