29 enero 2016

el divino tesoro de la soledad


En la exploración de la soledad sin consuelo posible que Paolo Sorrentino viene realizando desde Il divo (2008), el incremento arduo en las dosis de soledad o consuelo ha hallado su filo en la demanda social de compañía, en el cóctel de fama y poder que sufre cada uno de los protagonistas de sus cuatro últimas películas, y que vuelve la soledad un fruto extraño, entre buscado e incomprendido: si en El divo, Andreotti paseaba por las calles solitarias y nocturnas de Roma seguido por la escolta correspondiente al primer ministro, en Un lugar donde quedarse (2011) un segundo divo, esta vez una estrella de rock, pasaba sus días mortecinamente a la búsqueda del pasado. Si en La gran belleza (2014), un vividor purgaba su abismo interior en los ácidos del estómago social, en Juventud (2015) un director de orquesta asiste a su conversión inexorable en un perfecto silencio.
Para acentuar la escala de vulnerabilidad, en las últimas películas todos ellos están ya jubilados, aunque los únicos que parecen darse cuenta son ellos mismos: al vividor le siguen pidiendo escriba, al músico que cante, al director que dirija. Su inexorable soledad viene así del lugar en el que uno está más indefenso: el propio interior. Pues todos ellos podrían no estarlo. Al contrario de lo que sufren tantos, a ellos les piden permanentemente que dejen de estarlo. Si Juventud representa una novedad es porque el grado de declive físico que representa Fred Ballinger /Caine no ha estado antes en su cine. El Cheyenne que Sean Penn encarna en Un lugar donde quedarse arrastra sus pasos más por indolencia o herencia tóxica. E incluso perfectamente taimado el Andreotti de El divo, más bailón el Jep Gambardella de La gran belleza (ambos encarnados por Toni Servillo) emanan una preeminencia más allá de sus cuerpos, que por lo demás, solo se mueven despacio en la primera como si atravesar los pasillos de la política italiana durante décadas solo fuera posible a cámara lenta.
Genuinamente lenta, físicamente atemorizada, entre el pudor y las deudas impagadas, la soledad de Ballinger, aunque comparta rasgos con la de Andreotti, es nueva. Y Sorrentino la aísla aún más haciendo que la comparta con la de otro anciano –Mick/Harvey Keitel- que derrocha vigor, energía, ganas de desarrollar proyectos, y que además pasa la película rodeado de cuatro jóvenes guionistas con los que prepara una película. Si Ballinger pertenece, y se comporta como tal, a otro siglo, Mick vive subido a éste. Si Ballinger no dice una sola palabra cuando su hija le dispara un resumen vitriólico del pasado oculto, Mick no solo dice saberlo todo del amor, de hecho se dedica a escribir sobre ello, y tanto pudiera saber que apenas es capaz de recordar si estuvo o no con la mujer que anega en celos a Ballinger. Incluso la tercera presencia anciana que sobrevuela la historia –la actriz encarnada por Jane Fonda- se presenta en el balneario que comparten ambos para renunciar al pasado (en forma de película) para optar por el futuro, en forma de serie de televisión.
Para compensar, si los pasos que daban Andreotti, Cheyenne y Gambardella eran todos hacia el pasado, incluidos los de que quienes les rodean, los de Ballinger se asoman a una idea de sí mismo que podría incluir la redención: atemorizado por problemas de salud que podrían no haber existido nunca, lo que le espera en adelante es –en palabras de su médico- la juventud. Incluso si eso, en el acto de visitar a su mujer que vegeta en un hospital desde hace años, es simultáneo a volver al pasado para poder quedar, por fin, libre de él, para dejar de verlo delante, allí donde debería estar el futuro.
Si la redención del pasado es, como en las películas anteriores, el tema de Juventud, la aparición de un actor vestido de hitler (que también se apoya en una presencia infantil para buscar la claridad ansiada), que desayuna en el comedor ante la mirada pasmada del resto de invitados podría contar lo mismo desde un nivel más abstracto pero igual de incómodo a efectos prácticos: ambientada en un balneario austríaco, la aparición de una forma de pasado tan reconocible como paralizante afirma nuestra vulnerabilidad a formas de vejez menos visibles e igual de destructoras: la política, la racial, la de la inocencia tan generosamente asumida.
Y esa –la búsqueda de la juventud- podría ser el de la única salvación disponible: quien menos pareciera aspirar a ella –Ballinger- es acaso el que aún puede hallarla. Y quien parece vivir inmerso en ella –Mick- es quien no soporta que se la arrebaten tras tantos años disfrutándola. El testamento que se te niega es el que pudiera hacer la vida menos llevadera. Y que tanto se parece, en el diferencial entre expectativas y realidad, a esa búsqueda del final perfecto para el guión que busca Mick y la forma en que gestiona su propia despedida: nada más decir que hará una cosa para salir de la decepción reciente, hace justo la contraria.
Todos ellos –desde Andreotti a Cheyenne, desde Gambardella a Ballinger- vivían cuando Philip Roth publicó Everyman en 2006 –mucho más apropiado título que el traducido aquí: Elegía. Historia de las muertes sucesivas, y previas a la definitiva, de un hombre cuyos nexos con la vida se van debilitando a medida que la vejez y la decadencia física se imponen a sus deseos, y específicamente, a la tan distinta vejez de su hermano, pleno de vigor, salud y relación con el mundo. Sorrentinamente, es el relato de una soledad segregada cuando la dependencia de una o varias personas esenciales da paso a una impotencia que se parece demasiado a la muerte en vida. Y cuyo lema  -“No se puede rehacer la realidad. Tómala como viene”- discurre opuesto a la metáfora inicial: el hijo de un relojero que cuando trata de poner en marcha los que le gustan, los estropea más de lo que están. 
En novelas y películas, como fuera de ellas, la vejez pudiera hallar su peor anestesia no en la escasa convivencia con lo nuevo, con lo joven, sino en la comparación perdida con otra forma de vejez mejor, más activa, despierta, pudiente, o solo más sana. El ingrediente que falta en los solitarios de Sorrentino es la clave de bóveda de esa otra historia de deterioro desigual que es Amor, de Haneke (2012) donde las renuncias personales, y las torturas que conllevan, lo son por empatía y no por vacío.
Transformado su cuerpo en un almacén de artilugios artificiales diseñados para evitar el derrumbe, reprimir los pensamientos sobre su propia desaparición nunca había requerido tanta diligencia y astucia” –escribe Roth. “Si en la soledad de sus largas noches, cedía a la tentación de llamar a uno u otro, luego siempre se sentía entristecido y derrotado… tenías que esforzarte por impedir que tu mente te saboteara con su ávida revisión del pasado pletórico”.
La vejez como reducto a salvo del sabotaje constante al pasado o al futuro es un pasillo angosto y Sorrentino ha escogido una y otra vez, para encarnarla, rostros que lo llenen en el acto: Servillo, Penn, Caine y Keitel llenan de melancolía incluso los instantes en que parecen estar ganando, o como escribió Roth, en que se permiten no saber quienes están perdiendo, y cuánto, alrededor: “De haber sido consciente del sufrimiento mortal de cada hombre y mujer a los que había conocido durante sus años de vida profesional, de la dolorosa historia de pesar, pérdida y estoicismo de cada uno, de miedo, pánico, aislamiento y terror, de haber conocido cada cosa que les había sido arrebatada y que en otro tiempo había sido vitalmente suya, y la manera sistemática en que eran destruidos…”.
Incluso cuando gastarlo en fiestas podría camuflarlo –Gambardella- el insomnio, “la tristeza terminal” (Roth) es la misma en Cheyenne, Andreotti y Ballinger. Tiene que ver con la culpa, con lo que, paradójicamente, se mantiene insoportablemente joven, inalterado, capaz de gritar sus demandas a pleno pulmón mientras el resto de ti envejece y se adentra en la noche.

25 enero 2016

entra un caballo por el lado derecho del escenario


En la transición del mundo preindustrial al que iba a usar la técnica para fabricar guerras en serie, muchos de los que venían del siglo XIX empezaron el XX como actores de una ficción rentable, que permitía la subsistencia de los testigos de aquel mundo mientras pagaba al mismo tiempo su declive irreversible: amerindios y colonos reconvertidos en símbolos respectivos de lo conquistado y lo heroico despidieron la mítica de la colonización del Oeste norteamericano escenificando en ferias y circos lo que décadas antes había sido una lucha feroz por el territorio que era en realidad por la técnica dominante. El ferrocarril fue el gran colonizador. También en Europa, donde las tropas enviadas a combatir en los albores de la Primera guerra mundial bajaban de los trenes como un desfile de trajes coloristas y un mapa de la guerra que se libraba a caballo, con ataques a las líneas enemigas que se efectuaban andando en perfecta alineación, un teatro que las ametralladoras pronto cambiaron y que tiene un reflejo más acerado en otra forma teatral -Días felices, de Beckett-, escrita en 1962, cuando los trenes dejaban ya paso al avión como medio de transporte más utilizado.
En ese tránsito teatralizado del XIX al XX, también el gran dinero tuvo su papel en la comedia que arrasaba un mundo para erigir uno más rentable: cuando en 1906 Edward S. Curtis ideó el retrato profundo de la cultura india que se extinguía del paisaje que habitaran durante siglos, encontró financiación parcial en J.P. Morgan. Es decir, quien financiara la creación de la Corporación del acero de Estados Unidos –que nutría a los fabricantes de trenes y navíos- y llegara a controlar compañías de ferrocarril ayudó a Curtis a documentar el rostro último de la población exterminada para dar paso a los que, provenientes de Carolina del Norte, China o Italia, subían y bajaban de trenes y barcos para empezar una nueva vida a partir de una nueva muerte, tal y como había sucedido unos miles de kilómetros más al sur en la conquista de las Indias por los reinos de España y Portugal.
En una de las fotografías que tomara Curtis, un indio Hopi señala las marcas en una piedra, es el anuario de derrotas infringidas a los enemigos en generaciones previas. En otra, un grupo de indios Arikara reza en círculo alrededor de un cedro sagrado. En otra un Halibut cazador de ballenas aparece arrodillado junto al agua que contiene a su presa para rendirle honores. Ese mismo hombre se bañaba vigorosamente, frotaba su cuerpo con ramas e imitaba los movimientos de la ballena a la que luego daría caza. En su declive comercializado, lo teatral que celebraba lo icónico, lo que el gran público quería ver, ocultaba la pérdida de algo más profundamente teatral que tenía que ver, no con la relación del tema con sus espectadores, sino con el propio escenario en que sucedía: la conquista de la relación del hombre con su entorno trajo la del hombre ligado a su dinero. Es esa pérdida la que aún vestimos con plumajes no menos ostentosos que los que se pueden ver estos días en la exposición La ilusión del lejano Oeste, en el Thyssen.  

24 enero 2016

el friso del estilo



Pintados por Edvard Munch con apenas dos años de diferencia, la Primavera en el Paseo Karl Johann (1890) iba a desembocar en el Atardecer en el Paseo Karl Johann (1892) con la suavidad con que un plan urbanístico habría demolido y vuelto a construir la calle. La distancia entre uno y otro va de observar la búsqueda del estilo desde lejos, a acercarse a quienes iban a mostrarlo en su obra desde entonces. De ver los temas desde fuera a ponerse delante de ellos. De contemplarlos a interrumpirlos.
A finales del XIX, el mundo era un espejo explícito: la angustia, la melancolía, la depresión severa que Munch sintiera salir de dentro, estaba fuera en trazos imposibles de ignorar: por cada infierno personal, por cada guerra íntima que, en Noruega o en China, uno quisiera volcar en lienzo, el mundo aportaba otra: Munch vivió para ver las dos guerras mundiales del siglo XX. Y aún se las apañó para alcanzar su etapa más vital, más colorista, a los 46 años, en un tiempo en que la esperanza de vida raramente iba más allá de los 65 años y tenía en los 50 una meta frecuente. Cuando regresó a Noruega en 1909 tras años viviendo en Francia o Alemania y empezó a pintar paisajes y a emplear colores más luminosos para expresar la desolación, el mundo preparaba ya los tonos más lúgubres de la paleta.
La coincidencia es incluso atroz: el año (1905) que Munch empieza a exponer en Praga algunos de sus cuadros bajo el epígrafe El friso de la vida, un hitler de 16 años abandonaba los estudios pensando que su futuro estaba en la pintura. Praga sería años más tarde la primera capital ocupada por la Alemania nazi.
En el delirio del alcohol, la soledad y la tristeza incurable, Munch no estaba solo. Muy cerca, en Suecia, August Strindberg coronaba su friso de la muerte y la locura escribiendo en esas mismas fechas su Sonata de los espectros. Uno y otro parecen haber pintado y escrito su obra respectiva mirando la del otro. Munch pintó repetidas veces acerca de los celos, la soledad y la melancolía. Hay media docena de cuadros en los que una mujer vampiro muerde el cuello de un hombre, y en uno de ellos éste abraza al ser que le está matando. Incluso cuando decidió mostrar el amor en un aspecto menos tóxico –El beso (1898)- las caras de los amantes desaparecen en un gesto amorfo sin rasgos que solo explican los cuerpos entrelazados. Cuando pintó a un hombre y una mujer solos en una playa, fue para mostrarles distantes, separados cuando más fácil se diría sentirse próximo al otro.
Como si habitados por Strindberg, a quien frecuentó, ni un solo cuadro de Munch recoge una sonrisa. Ensimismados, cabizbajos, derrotados, sus cuadros están poblados de seres sin esperanza. Y ninguno más que él: la agonía, el pánico, el insomnio, la mudez que reflejaba ni siquiera le servía de consuelo a una forma de soledad que lo era, enfermizamente, a la manera de Strindberg -“Viví una época de transición” –escribió Munch- “era la mujer quien tentaba y seducía al hombre y luego le traicionaba”.
Como aquel en sus escritos, pintó los mismos temas en variaciones pequeñas, como si quisiera sentirlo, dolerle mejor o al menos más veces. En la exposición que el Thyssen le dedicó hasta hace unos días, bajo el epígrafe “amor” eran abrumadora mayoría los cuadros de celos y mujeres vampiro a los que regresó durante décadas. De cuantos pintores ven reducida su vida a una obra emblemática, pocas tan bien elegidas como el grito de Munch. Pintada en 1893, acaso imaginada en un viaje a Paris en 1889 en el que pudo observar a una momia peruana, el grito venía al mundo el mismo año que nacía hitler.

23 enero 2016

Libreto dejado en casa


Lo que Les Arts Florissants y el Théâtre des Bouffes de Nord traen estos días a los Teatros del Canal es una paradoja vestida de obra de Molière musicada por Lully, solo que uno solo lo sabe una vez dentro: integrados los subtítulos en la escenografía e iluminados de tal forma que hace imposible su lectura, queda leer la obra antes de acudir. Solo que ésta no es, ni de lejos, la mejor de Molière. A partir de su lectura, uno no iría a verla. El riesgo es entonces perderse la maravilla que es en manos de Clément Hervieu-Léger y William Christie. Termina hoy, dejándonos a merced de paradojas más mediocres.

22 enero 2016

Hijos de Lanzmann


El cine ha correspondido con dignidad cuando ha querido reflejar el destino que del holocausto a manos nazis dejara su descripción literaria: si los supervivientes que vivieron para describir el horror –un Primo Levi, un Paul Celan- no lograron salir con vida de su propia memoria, la obra documental de Claude Lanzmann refleja ambas prisiones –la vivida por los supervivientes, y la que el propio Lanzmann ilustra al haber desarrollado toda su obra dentro de los estrictos límites de aquel infierno, tan estrictos en su caso que ni uno solo de sus documentales (algunos de diez horas de duración) muestra una sola imagen de archivo.
El filtro de la ficción, el de la recreación, fracasa en literatura con menor visibilidad que algunos de sus intentos cinematográficos. Y ha de verse como un acto de justicia que intentos de crear una representación verosímil como El hijo de Saúl (2015), de Lászlo Nemes, acaben por convocar a personajes que Lanzmann pusiera en su obra.
Contada por la cámara como si un testigo pegado al protagonista caminara tras él igual de sonámbulo, con el mismo y minimizado enfoque de las cosas, como si la irrealidad trajera el desenfoque del mundo que queda a apenas un metro, hecho de sonidos y lamentos cuya fuente no vemos, es cine documental. Honra a Lanzmann sin ser el modelo que éste creara para formular lo informulable.
Incluso alcanza algo insospechado: al concluir como lo hace la peripecia de la rebelión y fuga de un grupo de prisioneros de Auschwitz en agosto de 1944, logra que lo que parezca ficción sea lo que Lanzmann documentó en su Sobibor 14 de octubre de 1943, 16h. Allí escaparon 600 prisioneros, de los cuales sobrevivió uno de cada diez. Ningún otro intento de evasión tuvo éxito en un campo de exterminio nazi.
El delirio que Nemes pone en la mente afiebrada de Saúl –enterrar en el propio campo, con el rito judío, a uno de los fallecidos en la cámara de gas- es un espejo fiable del grado de suicidio probable que esperaba a quienes acabaron lográndolo en Sobibor. Uno de sus héroes reales fue Yehuda Lerner. Él es el documental de Lanzmann.
El de Nemes trata del fracaso, de la debilidad como germen de aquel. También de la lucha contra la resignación y el fatalismo, de cómo algo que describió Levi –la conversión del hombre en algo que ya no es un hombre para poder serlo un día más- hizo simultáneos el afán por sobrevivir a costa del otro con la planificación de una rebelión que necesitaba del esfuerzo y el sacrificio común.
Pero es en la cualidad de la locura de Saúl donde más se acerca a lo descrito por Levi: acostumbrado a tratar con muertos, a verlos entrar en las cámaras de gas y despojarlos después, su interés por los vivos decae como si ya no estuvieran, como si solo el desvelo irracional por un muerto mereciera todos sus esfuerzos. Cuando está a punto de hacer matar a otro sonderkommando si éste no le ayuda es porque solo le considera vivo mientras habla con él.
La invención de un hijo que enterrar –la única rebelión que cree posible- no es menos fabula que el intento por huir de un campo de exterminio, pero el primero pudo haber sido tan probable como el segundo imposible. Lerner contaba cómo lograron matar a once hombres de las SS antes de huir. De cuantos imprevistos debieron sopesar los diseñadores del genocidio, ninguno debió de parecerles más improbable que la rebelión. Y acertaron. Ni siquiera la fuga de Sobibor es relevante, dada la magnitud del crimen.
Pero algo ocurrió cuando Lerner mató a un soldado nazi con un hacha. Preguntado por Lanzmann, aquel dijo haber sentido alegría. Solo una vez sonríe Saúl en la película de Nemes y es al ver surgir a un niño vivo, uno que no necesitara ser enterrado. Lerner, como Thomas Blatt –otro fugado de Sobibor que años más tarde exhumó la memoria adormecida del nazi karl august frenzel en una entrevista en 1984- devolvió a cuantos Saúles hubiera esperando su muerte algo que no podían ni imaginar: cómo morir en un campo de exterminio podía servir para desenterrar algo que los nazis dieron por sepultado desde el principio, algo que podía moverse, levantarse, alzar la mano, luchar por su muerte, ya que no por su vida. El padre sin hijos que dice ser Saúl es Lerner.

21 enero 2016

En un mundo más pequeño


Los temas que contiene En un mundo mejor (2010), de Susanne Bier, operan como ideas que se llevaran a la escuela mutuamente: la responsabilidad adulta en preservar a un criminal de tu opinión si ésta interfiere con tus obligaciones deontológicas; la forma en que enseñar la lección adecuada a un niño podría ser la que menos esté preparado para entender; y más globalmente, cómo la lección que un niño necesitaría entender es justo la que el resto de adultos parece despreciar explícitamente.
Y todo podría ser una misma toxicidad racial anclada en Dinamarca: el matonismo brutal que un niño ejerce sobre otros más pequeños es de la misma naturaleza –ignorada por los maestros que no ocultan saberlo- del que, en un taller de coches, permiten impasiblemente los compañeros del matón que agrede a un hombre pacífico y razonador. La razón última en ambos casos es la identidad de las víctimas: son suecos, no daneses. La violencia contra el extranjero, aunque hable tu idioma, vista como tú y sea en todo idéntico a ti, brutal en uno de los países más prósperos y civilizados del mundo, es contada en paralelo a la que el hombre agredido –un médico cooperante que trabaja en África- trata de paliar, igual de indefenso en ambos continentes.
La lección propuesta por Bier viaja de un niño a otro, del que es asesinado en la tripa de su madre a machetazos, solo para dilucidar la apuesta de qué sexo oculta el vientre henchido, al que, en Dinamarca, decide que la injusticia nacida del abuso por la fuerza bruta merece el castigo que la ley parece desatender o despreciar. El paralelismo sufre al cargar en el niño que vive en el lado civilizado un odio cercano al nihilismo, disparado en todas direcciones, y que permite compararlo con esa mezcla de crimen gratuito e indefensión física que sufre el señor de la guerra africano.
Solo que con ello se pierde equilibrio en el lado más enfermizamente desequilibrado –el danés. Merced a esos rasgos psicópatas en el niño que ansía vengar la brutalidad impune del mecánico, la historia que Bier más querría mostrar -el poco tiempo que podría transcurrir antes de que un niño considere algo profundamente injusto- se difumina en el relato ambiguo del precio de la justicia tomada por tu mano. Y para eso mejor serviría una conciencia adulta, más entrenada en el combate diario entre el deseo y el acto. El mundo es siempre mejor a ojos de un niño. El trance de perder esos ojos quizá generaría un drama más real si mientras lo intentan no dejaran de ser niños.

20 enero 2016

Un calavera en Guanjuato


Una de las ventajas de los maestros recientes es que sirven también para sobreponer un estilo adecuadamente volcado sobre el de quienes, antes que ellos, lo expresaban con más voluntad que pericia. Así, el cine va ganando en Paolo Sorrentino lo que Peter Greenaway parece haber llevado al límite del desperdicio. Y casi parece adrede estrenar Juventud, de aquel, apenas quince días después de llevar a salas, y verla evaporarse, Eisenstein en Guanajuato, de éste. Peripecia de su iniciación sexual durante su estancia en México en 1931, contado mediante elipsis todo lo que no sea el acto sexual –en sí explícito-, la película de Greenaway, espectral a ratos como si honrara el metraje que Eisenstein dejó rodado, es tan alucinada en el retrato de ficción como irritante en el espejo real.
Mostrada su estancia en México como un acto de desatino y hedonismo descerebrado, ofusca lo único de lo que Eisenstein podría esperar compasión: pues por cada día de sol en México, iba a esperarle una noche interminable, pesadilla del esfuerzo, la impotencia y la amargura que debió afrontar, incapaz no solo de terminar de rodar, sino siquiera de poder montar el material. Solo décadas después de muerto, uno de los operadores que viajaran con él a México ordenó como pudo el material a partir del story board dejado por aquel.
El resultado es desigual, acompasado al ritmo de unas melodías dignas de Mantovani o del gremio de fabricantes de ascensores, que se contempla con una mezcla de pena y desperdicio que no decae. Lastrada, entre otras cosas, por un uso inequívocamente volcado hacia la causa comunista de un material que le fue encargado a Eisenstein con la condición de evitar justo eso. El documental que nunca fue se comercializa hoy en dvd como un monstruo de Frankenstein cuyos trozos no pudieran defenderse. Entre el Jack Lemmon de La carrera del siglo y el Tom Hulce que encarnara a Mozart en Amadeus, el Eisenstein de Elmer Bäck –depravadamente incoherente e infantilizado- hubiera gustado a Stalin. Seguramente tanto como una película de Greenaway sobre éste habría gustado a Eisenstein. A igualdad de fidelidad en la mirada, al menos la fantasía dolería menos.

19 enero 2016

Can you hear me, mayor Dave?


Las dos películas rodadas hasta la fecha por Duncan Jones –Moon (2009) y Código fuente (2011) parecen puestas en escena de algunas de las letras que su padre –David Bowie- escribiera a principios de los setenta sobre el aislamiento del hombre en el espacio, que es decir, sobre la conversión del hombre en el espacio en que confinado. Narración de las vidas reencarnadas o repetidas en un molde idéntico (Moon) y de la que, volviendo de la muerte, sirve para prevenir otras (Código fuente), tienen esa cualidad que con suerte emana la música pop: la ecuación que a mayor brevedad, compensa con mayor intensidad. El mundo no funciona así, pero y si además de buscar a un padre en el hijo, pudieras encontrarle, vestido de otra forma, con otra cara y otro pelo, en el silencio de un escenario donde antes el griterío lo llenara todo.

18 enero 2016

Uli-ses



Uno se acuesta muchos días sin saber por qué he de hacerlo, por qué acabar el día si en él no logré tanto de lo que querría, si no he llegado a sentir, disfrutar, usar o distinguir parte de lo que cada día debería aportar a un hombre antes de poder dar un día por terminado, por empleado, antes de poder estrenar uno nuevo. Pero los días se suceden sin que sean colmados, con más intento que plenitud. Y uno, que ha visto a mi tía Uli crear y mantener unida una familia tan magnífica como compleja, asistir a ella desde un centro que era también eso que no es automático -el núcleo- piensa que ella debía acostarse cada día sin saber qué es eso que yo siento cada noche. Bendita ella, y benditos los días que estuvo entre nosotros, completándonos.

06 enero 2016

Hombre sentado a esperar a Shakespeare


Una de las exposiciones que muestra estos días La casa del lector, en Matadero, no necesita del autor que la convoca. Ediciones antiguas de clásicos de la literatura universal ubicadas junto a retratos recientes de quienes las escribieran –De Racine a Joyce, de Quevedo a Woolf- componen sin ayudas una muestra, repartida entre ediciones asequibles y otras lujosas, en varias lenguas, de lo mejor que viene estando a disposición de quien quiere leer, y a la que, con solo sumar una etiqueta que señale en qué bibliotecas hallarlos todos, podría incluso estar patrocinada por una promotora que aspirara a contar lo relativo que es el espacio exiguo de las casas hoy día, puesto que mucho de lo que antes las llenara puede hallarse hoy gratuitamente en bibliotecas por doquier.
Pero junto a cada uno de estos libros, abiertos y cerrados, hay unos folios ocupados por una letra ilegible, de renglones, eso sí, académicamente rectos y con un interlineado regular, que hablan de quien poseyó todos esos libros, y muchos más. Alguien que los leyó durante el tiempo suficiente como para luego, llegado un día, poder redactar un curso de literatura británica para un solo alumno. Ese hombre fue Giuseppe di Lampedusa. Y el beneficiario del curso, un joven –Franceso Orlando- al que conoció cuatro años de morir.
Tres días a la semana, ambos se veían en el apartamento de Lampedusa y el joven leía –traducía, podría decirse- las veinte páginas que Lampedusa había escrito para ese día. Dos años más tarde, ambos saltaron a la literatura francesa. El curso resultó más breve, incompleto en su avance. En parte porque en paralelo también desarrollaba otro, de literatura española leída en español, que un segundo joven cercano a él –Gioacchino Lanza- había sugerido. Y en parte porque tras medio siglo de lectura –Lampedusa moriría apenas cumplidos los sesenta- en su cabeza se abría paso algo nuevo, algo que antes no había aparecido, y para lo que debía darse prisa. La necesidad de escribir comenzó a gritar dentro de él. El gatopardo llamaba para sumarse a los cuatro mil libros que componía la biblioteca lampedusiana, y que éste no llegaría a ver impreso, siquiera aceptado por una editorial.
Soy una persona que ésta muy sola” –anotó en 1954, apenas comenzado a soltar el hilo de esos cursos- “de mis dieciséis horas de vigilia cotidiana, al menos diez las paso en soledad. Y no presumo, al fin y al cabo, de leer todo el rato, me divierto construyendo teorías”. Taciturno, solitario, Lampedusa se refugió en la literatura para huir de un mundo que le disgustaba, le deprimía y le paralizaba, y en el que renunció a casi todo lo que cualquier hombre gozaba en la Italia de su era: matrimonio e hijos, y casi a los amigos, a los que solo la conversación sobre literatura ubicaba en un lugar confortable.  
El curso que decodificada Orlando –Orlando- era solo el resultado de saberse ya lo que llevaba contándose durante décadas. Es decir, la necesidad de no perder también eso.
Quizá la improbable habilidad del joven de decodificar su letra animó a Lampedusa a pensar que lo que no había sido capaz de transmitir en persona podría hacerlo por escrito. El príncipe de Lampedusa creó al príncipe de Salina, y éste –el gatopardo del título- gozó de cuanto aquel habría soñado: viril, dotado de una superioridad física y moral sobre el resto, de una ascendencia natural sobre cuantos le rodean, enérgicamente dueño de una familia numerosa, que ama y es amado por mujeres más jóvenes. Y que solo es vulnerable al carisma y el encanto natural de su sobrino, Tancredi, al que apoya cuando está de acuerdo y cuando no. No puede calcularse la pérdida, lo injusto, que supone no haber llegado a ver a Burt Lancaster encarnar a ambos: a él y al gatopardo.
Las raras veces que dejaba su palacio, Lampedusa llevaba en el bolsillo un ejemplar de alguna obra de Shakespeare como otros llevan sagrarios o colonia con los que tolerar los olores que salgan al paso. Escribir es una pulsión que, en buena parte, tiene que ver con desear leer, adecuadamente afinado, lo que uno piensa. Finalmente escribir es solo desear leer. Y esa debía ser una tentación débil en Lampedusa, pues, incluso encarnado en otras áreas de interés (astronomía), éste se sabía de memoria el anhelo que consume al príncipe de Salina.
Uno cree que, de haber vivido lo suficiente, Lampedusa no solo honraría la categoría de escritor-de-una-sola-obra, que le incluye, sino la más delicada de los Barteblys, los que dejan de escribir un día y jamás vuelven a hacerlo. Sin explicar por qué, simplemente vuelven a su palacio y siguen leyendo, acaso los libros ya leídos. Hoy, para afrontar el mundo, hay quien lleva en el bolsillo un libro suyo.

05 enero 2016

La academia documental




Instalado en el límite de eso que Panahi viene de contar en Taxi Teherán –la ficción vestida de discurso documental-, si las películas de Guerín se sirven de lo que se diría real para contar lo que no se diría en ninguno de los dos géneros, La academia de las musas es una destilación avanzada: a partir de un curso sobre la cualidad de las musas desde Dante y su vigencia hoy, Guerín construye el relato de un profesor que es, a su vez, musa para sus alumnas, y seductor de la musieidad en ellas. Y sobre ese, el de ese mismo profesor, refugiado en la literatura como en Troya ante las acusaciones de infidelidad. Dante da paso a los infiernos, que son el lenguaje como mundo autónomo, lo que la seducción de lo literario vuelve innecesario, o la lucha de las edades por el mismo amor, aunque lo llamen de forma distinta. La cultura como pulsión construye así una ficción más, que no necesita lo documental para revelar su valor, ese otro sexo que es el anacronismo poderoso.