29 enero 2016

el divino tesoro de la soledad


En la exploración de la soledad sin consuelo posible que Paolo Sorrentino viene realizando desde Il divo (2008), el incremento arduo en las dosis de soledad o consuelo ha hallado su filo en la demanda social de compañía, en el cóctel de fama y poder que sufre cada uno de los protagonistas de sus cuatro últimas películas, y que vuelve la soledad un fruto extraño, entre buscado e incomprendido: si en El divo, Andreotti paseaba por las calles solitarias y nocturnas de Roma seguido por la escolta correspondiente al primer ministro, en Un lugar donde quedarse (2011) un segundo divo, esta vez una estrella de rock, pasaba sus días mortecinamente a la búsqueda del pasado. Si en La gran belleza (2014), un vividor purgaba su abismo interior en los ácidos del estómago social, en Juventud (2015) un director de orquesta asiste a su conversión inexorable en un perfecto silencio.
Para acentuar la escala de vulnerabilidad, en las últimas películas todos ellos están ya jubilados, aunque los únicos que parecen darse cuenta son ellos mismos: al vividor le siguen pidiendo escriba, al músico que cante, al director que dirija. Su inexorable soledad viene así del lugar en el que uno está más indefenso: el propio interior. Pues todos ellos podrían no estarlo. Al contrario de lo que sufren tantos, a ellos les piden permanentemente que dejen de estarlo. Si Juventud representa una novedad es porque el grado de declive físico que representa Fred Ballinger /Caine no ha estado antes en su cine. El Cheyenne que Sean Penn encarna en Un lugar donde quedarse arrastra sus pasos más por indolencia o herencia tóxica. E incluso perfectamente taimado el Andreotti de El divo, más bailón el Jep Gambardella de La gran belleza (ambos encarnados por Toni Servillo) emanan una preeminencia más allá de sus cuerpos, que por lo demás, solo se mueven despacio en la primera como si atravesar los pasillos de la política italiana durante décadas solo fuera posible a cámara lenta.
Genuinamente lenta, físicamente atemorizada, entre el pudor y las deudas impagadas, la soledad de Ballinger, aunque comparta rasgos con la de Andreotti, es nueva. Y Sorrentino la aísla aún más haciendo que la comparta con la de otro anciano –Mick/Harvey Keitel- que derrocha vigor, energía, ganas de desarrollar proyectos, y que además pasa la película rodeado de cuatro jóvenes guionistas con los que prepara una película. Si Ballinger pertenece, y se comporta como tal, a otro siglo, Mick vive subido a éste. Si Ballinger no dice una sola palabra cuando su hija le dispara un resumen vitriólico del pasado oculto, Mick no solo dice saberlo todo del amor, de hecho se dedica a escribir sobre ello, y tanto pudiera saber que apenas es capaz de recordar si estuvo o no con la mujer que anega en celos a Ballinger. Incluso la tercera presencia anciana que sobrevuela la historia –la actriz encarnada por Jane Fonda- se presenta en el balneario que comparten ambos para renunciar al pasado (en forma de película) para optar por el futuro, en forma de serie de televisión.
Para compensar, si los pasos que daban Andreotti, Cheyenne y Gambardella eran todos hacia el pasado, incluidos los de que quienes les rodean, los de Ballinger se asoman a una idea de sí mismo que podría incluir la redención: atemorizado por problemas de salud que podrían no haber existido nunca, lo que le espera en adelante es –en palabras de su médico- la juventud. Incluso si eso, en el acto de visitar a su mujer que vegeta en un hospital desde hace años, es simultáneo a volver al pasado para poder quedar, por fin, libre de él, para dejar de verlo delante, allí donde debería estar el futuro.
Si la redención del pasado es, como en las películas anteriores, el tema de Juventud, la aparición de un actor vestido de hitler (que también se apoya en una presencia infantil para buscar la claridad ansiada), que desayuna en el comedor ante la mirada pasmada del resto de invitados podría contar lo mismo desde un nivel más abstracto pero igual de incómodo a efectos prácticos: ambientada en un balneario austríaco, la aparición de una forma de pasado tan reconocible como paralizante afirma nuestra vulnerabilidad a formas de vejez menos visibles e igual de destructoras: la política, la racial, la de la inocencia tan generosamente asumida.
Y esa –la búsqueda de la juventud- podría ser el de la única salvación disponible: quien menos pareciera aspirar a ella –Ballinger- es acaso el que aún puede hallarla. Y quien parece vivir inmerso en ella –Mick- es quien no soporta que se la arrebaten tras tantos años disfrutándola. El testamento que se te niega es el que pudiera hacer la vida menos llevadera. Y que tanto se parece, en el diferencial entre expectativas y realidad, a esa búsqueda del final perfecto para el guión que busca Mick y la forma en que gestiona su propia despedida: nada más decir que hará una cosa para salir de la decepción reciente, hace justo la contraria.
Todos ellos –desde Andreotti a Cheyenne, desde Gambardella a Ballinger- vivían cuando Philip Roth publicó Everyman en 2006 –mucho más apropiado título que el traducido aquí: Elegía. Historia de las muertes sucesivas, y previas a la definitiva, de un hombre cuyos nexos con la vida se van debilitando a medida que la vejez y la decadencia física se imponen a sus deseos, y específicamente, a la tan distinta vejez de su hermano, pleno de vigor, salud y relación con el mundo. Sorrentinamente, es el relato de una soledad segregada cuando la dependencia de una o varias personas esenciales da paso a una impotencia que se parece demasiado a la muerte en vida. Y cuyo lema  -“No se puede rehacer la realidad. Tómala como viene”- discurre opuesto a la metáfora inicial: el hijo de un relojero que cuando trata de poner en marcha los que le gustan, los estropea más de lo que están. 
En novelas y películas, como fuera de ellas, la vejez pudiera hallar su peor anestesia no en la escasa convivencia con lo nuevo, con lo joven, sino en la comparación perdida con otra forma de vejez mejor, más activa, despierta, pudiente, o solo más sana. El ingrediente que falta en los solitarios de Sorrentino es la clave de bóveda de esa otra historia de deterioro desigual que es Amor, de Haneke (2012) donde las renuncias personales, y las torturas que conllevan, lo son por empatía y no por vacío.
Transformado su cuerpo en un almacén de artilugios artificiales diseñados para evitar el derrumbe, reprimir los pensamientos sobre su propia desaparición nunca había requerido tanta diligencia y astucia” –escribe Roth. “Si en la soledad de sus largas noches, cedía a la tentación de llamar a uno u otro, luego siempre se sentía entristecido y derrotado… tenías que esforzarte por impedir que tu mente te saboteara con su ávida revisión del pasado pletórico”.
La vejez como reducto a salvo del sabotaje constante al pasado o al futuro es un pasillo angosto y Sorrentino ha escogido una y otra vez, para encarnarla, rostros que lo llenen en el acto: Servillo, Penn, Caine y Keitel llenan de melancolía incluso los instantes en que parecen estar ganando, o como escribió Roth, en que se permiten no saber quienes están perdiendo, y cuánto, alrededor: “De haber sido consciente del sufrimiento mortal de cada hombre y mujer a los que había conocido durante sus años de vida profesional, de la dolorosa historia de pesar, pérdida y estoicismo de cada uno, de miedo, pánico, aislamiento y terror, de haber conocido cada cosa que les había sido arrebatada y que en otro tiempo había sido vitalmente suya, y la manera sistemática en que eran destruidos…”.
Incluso cuando gastarlo en fiestas podría camuflarlo –Gambardella- el insomnio, “la tristeza terminal” (Roth) es la misma en Cheyenne, Andreotti y Ballinger. Tiene que ver con la culpa, con lo que, paradójicamente, se mantiene insoportablemente joven, inalterado, capaz de gritar sus demandas a pleno pulmón mientras el resto de ti envejece y se adentra en la noche.

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