01 febrero 2016

El novelista río


Que un escritor pueda convertirse en el libro que viene de escribir no necesita que éste contenga a aquel. Y en ello acaso la más atormentada preocupación del Foster Wallace recreado en The end of the tour –no ser la fama, la necesidad de visibilidad que sí necesita su libro- es la más extraña, puesto que la peripecia personal de Wallace permea explícitamente su novela La broma infinita, en cuya gira de promoción por Estados Unidos se basa la película de James Ponsoldt. Que ésta se base en los días que compartieron Wallace y David Lipsky, periodista de The Rolling Stone, en busca de una entrevista que nunca fue publicada, habría parecido a Wallace una broma más.
La soledad, la fragilidad, la hiperesensibilidad… en la película de Ponsoldt hay más cosas infinitas que bromas. Y todas tienen que ver con cierta capacidad sombría al servicio del escritor que solo se siente a salvo dentro de su obra: Wallace se dice ensimismado. Se confiesa a merced del utilitarismo en las relaciones sociales de quien vive diseñando las ajenas, y tomando de quien necesita lo que necesita. Su incomodidad permanente, que le hace vivir aislado en una casa aislada, es un grito de auxilio que no se permite a sí mismo dado que ya lo emite su versión impresa por todas las librerías del país.
La incapacidad, relativa o paralizante, para vivir fuera del orden que permite diseñar un mundo por escrito es la de Lampedusa, la de Kafka, la de Robert Walser. Y como la de ellos, es hija de una conciencia peligrosamente autoconsciente, donde los propios actos, como los fracasos íntimos a los que solo asiste uno, pueden actuar de cuchillos que no dejan de clavarse en tu autoestima, en tu presencia en el mundo.
Que el interlocutor de Wallace sea un escritor, que viene de publicar su propio libro y se siente en natural inferioridad, cuenta también, en la incomodidad permanente de ambos, lo difícil que es ser un personaje de otro: Wallace pena una y otra vez la extrañeza de no poder controlar la visión de sí mismo en manos de un escritor que no sea él. “El tipo de personalidad que aplaza la necesidad de que yo responda o explique cualquier cosa porque él mismo se encarga de dar mi versión de la historia en mi nombre. Y me la cuenta a mí” –escribe Wallace en su novela.
En la película también trata a Lipsky como si las obligaciones morales de éste hubieran de atenerse a su condición de habitante del mundo salido de las manos de Wallace, como si la hipersensibilidad de éste, concentrada en no herir sentimientos ajenos, tuviera ese poder de la ficción bien construida: el de encarnarse fuera de sus páginas. En el caso de Wallace, el de ser obligatoria fuera de las páginas, aunque éstas lo sean de una revista para la que su vida solo supone seis o siete hojas insertas entre anuncios.
La literatura está llena de encuentros tercos, envenenados, o brillantes entre escritores, y a veces han producido libros a la altura de ambos –Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig; La vida de Samuel Johnson, de James Boswell; o El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell. Que el cine, que junto a la televisión y las redes sociales vino a hacer irrelevante la lectura, se ocupe de una nueva historia entre escritores es un milagro. Aunque “No sé qué rostro pertenece a quien” –escribió Wallace en su novela.

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