14 febrero 2016

Un Cuento de invierno griego


Diez años después de que Rosecratz y Guildestern embarcaran llevando a bordo el oráculo contrario al que pensaran, dictando su muerte y no la de Hamlet, Shakespeare añadió en El cuento de invierno un destino mejor explicado para quienes se embarcan rumbo a Bohemia, donde abandonar a la hija repudiada del rey de Sicilia, Leontes. Y ese destino tenía que ver con el viaje al que ese barco no tenía forma de llegar: Shakespeare ubicó a Bohemia y luego a Delfós en islas respectivas (lo que no son), quizá para contar que el viaje que estaba contando iba más lejos: a la antigua Grecia, de cuya dramaturgia clásica tomó elementos mientras los tomaba de un romance publicado por Robert Greene doce años antes.
Ninguno más sutil que el nombre del personaje –Antígono- encargado de abandonar, que es lo mismo que enterrar, el bebé al que se deja en tierra de fieras, y que le acabará costando su propia vida. Tan próximo a Antígona, el personaje que Sófocles puso a pugnar el derecho de su hermano a ser enterrado, y cuyo intento pagará con su vida. Los más obvios: el destino que juega a favor de la niña recién nacida, y que provoca, simultáneamente, la muerte de quien la abandona y la de quienes, en el barco que espera para devolverlos, perecen al mismo tiempo. O ese oráculo al que Leontes decide consultar, y que, recién desdeñado, provoca la muerte instantánea de su otro hijo, y aparentemente la de su mujer.
Pero también el símil con la orden de muerte que, en Edipo rey, Layo dicta contra su hijo, alertado por el oráculo, que deviene en exilio ignorado y así, en la misma profecía que Layo no supiese leer y que será su ruina y la de su descendencia. Shakespeare ya había creado antes, en Macbeth, una historia circular en la que el oráculo es malinterpretado, pero las brujas no son dioses, y el destino que éstas ordenan es, desde el principio, una forma de hundir a quien tanto hará para merecerlo.
Si hay un cuento de invierno es Macbeth. El de los reyes idénticos de Bohemia y Sicilia –Leontes y Políxenes- es una parábola con más comedia que tragedia. Y cuyo tema –el de los celos absurdamente generados y pagados con creces- había volcado ya Guillén de Castro cuatro años antes, en El curioso impertinente, como la tragedia explícita que Shakespeare leyó en Greene y convirtió en comedia con víctimas, pero no tanto que no pudiera acabar bien, pese a que tanto Leontes como Políxenes actúan, sucesivamente, como embajadores de los Capuletos y los Montescos, que solo buscaran la ruina de su descendencia. Hasta que no tienen más remedio que practicarlo, todo el bien que hay en la historia emana de cualquiera menos de ellos. Uno y otro son puro invierno. Si la falsa estatua de Hermione hubiera cobrado vida solo para lamentar la muerte segunda de su hija perdida, para así morir por segunda, y esta vez verdadera, el cuento triste que dice ir a contar el infeliz Mamilio sería justo eso.

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