29 febrero 2016

grupo RH ausente


Toda la sangre derramada a manos de los designios de reyes shakespearianos adquirió en Medida por medida (1603) el flujo del crimen en manos de quien, para derramar sangre, necesita no tenerla. Puesto el trono de Viena en manos del noble Ángelo para que haga cumplir las antiguas leyes penales que el Duque parece rehuir, el juego que éste podría estar practicando –dejar que sea otro el que tome las decisiones difíciles- solo se torna una oportunidad para redimir al propio Duque cuando el regente nombrado temporalmente por él –Ángelo- acumula en sí los defectos –lujuria, corrupción, desobediencia- que el Duque parece esperar del pueblo.
Es Ángelo y no sus súbditos quien prueba correcto el experimento del Duque. Y es justo lo que menos se espera de él lo que le condena: hasta tres veces en diez páginas se menciona como atributos de gobierno el carecer de sangre –“apenas sí confesaría que su sangre corre” –dice el Duque. “La sangre de este hombre no es más que agua de nieve” –dice Lucio. “habríais obrado igual… si la acción de vuestra sangre hubiera alcanzado el grado de energía necesario” –dice Escalo. “¿Por qué toda mi sangre afluye a mi corazón de modo que, haciéndose él mismo impotente, priva a todas mis otras facultades de la aptitud necesaria?” –admite el propio Ángelo después, ya fallida la profecía.
La ley de la viga invisible en el ojo propio mientras se advierte la paja en el ajeno adensa la sangre de Ángelo mientras nubla su capacidad de ejercer su cargo. Si no quedaba claro, Shakespeare anexó una subtrama que muestra la injusticia de ver derribados los prostíbulos de las afueras mientras se respetan los existentes en el interior de la ciudad.
Comedia de apariencias y decepciones, lo es también de la renuncia a amar en las manos equivocadas: si la caída de Ángelo se enhebra en la resistencia de la monja Isabela a salvar a su hermano a cambio de ceder su virginidad a aquel, la sangre honesta de ésta es solo el reverso de la perversión de la rectitud imposible que soporta Ángelo, cuyo chantaje por obtener los favores sexuales de Isabela es menos un acto de maldad que el único acto de amor que parece haberse permitido. Los demás no le piensan sin sangre gratuitamente.
Pero el enredo hace olvidar el tema de la obra: no la debilidad humana de Ángelo por manejarse en soledad sentimental, sino la pertinencia de leyes necesarias que no se aplican. En ese sentido, el Duque acaba la obra como la empieza: si finge alejarse de la ciudad para observar el cumplimiento de las leyes que él no aplica, al regresar confirma la tendencia: no solo perdona a Lucio –lenguaraz, mentiroso, difamador y padre huido- sino también a Ángelo, que amén de cruel, falsario y traidor, trata de asesinar a quien sabe que no lo merece.
Si en El mercader de Venecia, Shylock es víctima injusta de una interpretación torticera del derecho que le impide aplicar el contrato que tiene firmado, en Medida por medida, Ángelo podría penar ante el Duque lo mismo: primero me dais el poder de aplicar lo que vos no queréis, y luego demostráis falso, no ya mi intento, sino la propia idea de aplicarlas. El Duque es cómplice del fracaso de Ángelo. Lucio lo demuestra. Por eso ambos comparten perdón en vez de horca.

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