06 marzo 2016

el sonido de las trompetas que se imprimen



Hay un sentido premonitorio en lo que empieza contando el último de los libros que forman el nuevo testamento –el Apocalipsis según San Juan: una advertencia repetida del apóstol contra los que pregonan y defienden otras ramificaciones del cristianismo –los Nicolaitas, la iglesia de Pérgamo, la de Tiatira, la de Sardis, la de Filadelfia, la de Laodicea. Si trataban de señalar que el fin de su mundo vendría de apóstoles cercanos y no del fondo de la tierra, no podrían haber aportado más ejemplos en los siglos venideros.
Spotlight, dirigida por Thomas McCarthy, es en primera instancia la historia de una de esas infinitas escaramuzas que enfrenta a la razón con el oscurantismo y el fanatismo desde que el catolicismo fabricó un dios tras el que parapetarse. Y es, sobre todo, más interesantemente, la epopeya de unos apóstoles venidos al mundo en el siglo XX contra otros milenarios: el encuentro de ambos, unos ascendiendo hacia la luz, y otros huyendo, cayendo de ella. yras el que parapetarse. fanatismonitas escaramuzas que la razn sus oponentes para generar el mismo tipo de fervor éstést
Solo que esto no necesita una película para revelarse al mundo. Ni siquiera un año en que El club, de Pablo Larraín, se ha visto en cines solo unos meses después de que lo hiciera Calgary, de John McDonagh, ambas en torno al mismo tema –la ocultación de delitos de pederastia protegidos por el vaticano. Si Spotlight es relevante en un área en el que éstas dos –magníficas ambas- no lo son, es porque la base misma de la existencia de un periódico –su implantación local o nacional, su arraigo en la comunidad- es también la precisa línea de defensa del catolicismo: narrada como una paulatina y ardua exhumación de pruebas, son las paletadas de tierra moral arrojadas por miembros ajenos a la jerarquía eclesial las que más nítidamente muestran la senda, cuando sendos periodistas de The Boston Globe son animados por amigos a no dañar el tejido social de Boston, la fina red de capilares morales que están en juego si se revela que el núcleo mismo de esa sensación de comunidad en torno a la iglesia está podrida.
En una de las escenas, uno de esos seres con peso en la vida social de Boston en los primeros años del siglo XXI advierte a uno de los periodistas que el impulsor del caso –el nuevo editor en jefe, recién llegado al periódico- vino a Boston y se irá rumbo a otro sitio, pero los que son de Boston se quedarán, y habrán de pagar lo que atentan contra sus más sagrados valores. Como si no necesitaras creer en la iglesia para vivir dentro de ella.
Al menos una parte de la amenaza resultó cierta: Marty Baron –que impulsara en The Boston Globe la investigación que reveló decenas de casos de pederastia en el seno de las iglesias locales- acabó recalando en Washington, donde dirigiría The Washington Post. Antes o después de que su avión despegara de una ciudad y aterrizara en la otra, los defensores de la estabilidad social a toda costa no tenían que cambiar una sílaba para localizar a quien echar la culpa del prurito investigador que podía empezar sacando a la luz la pederastia institucionalizada, y acabar derrocando un presidente: pronunciando Ben Bradlee se acertaba en ambos pronósticos.
Porque ambos habían sucedido ya: El Ben Bradlee jr. que trabajara de editor en The Boston Globe en 2002 es hijo del Ben Bradlee que en 1974 dirigió en The Washington Post las investigaciones que a partir del caso Watergate acabaron con la dimisión de nixon dos años después. Incluso las amenazas que uno escuchara en Boston en 2002 se parecían bastante a las que el otro dejara contadas en su autobiografía A good life, publicada en 1995.
“Un periodista nacido en Boston está adiestrado desde su nacimiento para no hablar de familia, dinero o sexo” –advierte en la primera página. El tabú quedó repartido a partes iguales en la familia: el padre se quedó con el dinero como trasfondo del caso Watergate, y el hijo, con la familia y el sexo como evangelios ocultos de la pederastia consentida. Lo que uno dijera de Nixon –“en su hora personal más baja, dio a la prensa su momento más sublime”- parece unificar la causa con las batallas afrontadas por el otro. Pero es solo hasta que, unas líneas más adelante, Bradlee escribe que lo único que un director necesita realmente es un buen propietario.
Lo fue Katharine Graham durante treinta años en The Washington Post, y lo fueron nixon y los papas que se turnaron la silla de san Pedro: buenos propietarios, fieles, celosos guardianes del papel que el partido republicano estadounidense y la iglesia católica aspiraba, y aún lo hace, a conservar en el mundo. Un mismo evangelio a repartir entre Nicolaitas, Pergamitas, Laodiceos. Que es decir, un mismo apocalipsis mirado desde ángulos diferentes: uno que ve en el periodismo el demonio de todos sus anhelos, otro que describe la conducta no oficial de políticos y curas.  
La convivencia con lo sagrado desde el lado investigado –tu puesto en un organigrama, o una cuota de poder- recuerda mucho al que, en Spotlight, muestra a los reporteros de The Boston Globe rezando para que un dato concuerde, para que un testigo acepte hablar, para que los propietarios del periódico –“en las altas esferas administrativas del Post eran todos católicos” –escribe Bradlee- acepten cargar con los adversarios que surgirán en el proceso.
Fervor contra fervor, adecuadamente entendido y enfocado, el periodismo es una religión. Y adecuadamente corrompido, la religión o un partido político se convierten en mal periodismo: fraudulento, mentiroso, criminal por ocultación. En 1972, tratando de restar importancia al Watergate, henry kissinger dijo que el país debía decidir si podía soportar una “orgía de recriminaciones”. Para quien abusa de niños o de derechos constitucionales, un periódico digno de ese nombre es tan humillante como una víctima que se da la vuelta y te mira a la cara mientras la estás violando.

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