17 marzo 2016

Elser y la nada


En cierto sentido, que hubiese indignado a ambos, la peripecia de hitler y la de quien intentara matarlo en 1939, Georg Elser, son la misma. Y sendas películas de Oliver Hirschbiegel apuestan por ello: si en El hundimiento (2004) hitler aparece como lo que seguramente fue: un ser absolutamente a salvo de la cordura, que arrastró al abismo a una población que, como es habitual, delegó en un solo ser toda cuestión moral que atañera al mundo, en 13 minutos para matar a hitler (2015), el retrato de Elser es el de un ser ajeno a todo lo que le rodea, sumido en su propia concepción de lo bueno y lo criminal, idéntico a hitler en su aislamiento mental absoluto, solo que en sentido inverso.
Medidas como un díptico acerca de lo improbable, la suerte de ambos –suicidados: uno por mano propia, otro a medio plazo- habla de la capacidad humana de ir en contra de la corriente: si hitler escribió Mi lucha en una celda, Elser diseñó su plan rodeado de una Alemania ya nazificada hasta su último rincón. Si aquel inventó un programa político imposiblemente nauseabundo, hervido en el lodo desastroso de la I guerra mundial, Elser sacrificó su vida en aras de una necesidad íntima igual de improbable en su tiempo. A igualdad de probabilidades de triunfar, ambos fracasaron. Y no por mucho.
Si la historiografía de la segunda mitad del siglo XX ha explicado a hitler como el eslabón perdido de una especie que en realidad siempre estuvo ahí, dentro de cada casa alemana de la época, la memoria de Elser podría representar al suicida improbable que solo sumó a la voluntad obvia de cualquier ser sensato el imposible esfuerzo por llevarlo a cabo. Esa guerra no tenía soldados disponibles, y los que hubiera podido tener habían sido eliminados antes, como cuenta la peripecia de los comunistas alemanes opuestos al partido nazi. Quienes recuerden La cinta blanca (2009), de Haneke, recordarán que la lección imposible en ésta lo era ya en aquella, y su rostro es el mismo: el de Elser aquí, el del maestro de escuela a merced de la barbarie allí.
Cruzados con elegancia sus destinos por Hirschbiegel, cuando hitler ordena torturar a Elser hasta que diga lo que necesita oír y no la verdad, lo que dice de éste es que su decisión –la de un alemán especialmente lúcido- no puede deberse a un proceso razonado, al fruto de una inteligencia perspicaz, sino a la obediencia de consignas, al eslogan adecuadamente obedecido, y si es de manos de comunistas no alemanes, mejor. Quien sino hitler debía entender qué según qué comportamientos criminales solo se entienden si media el chantaje, la orden de acatar y no de analizar.
Sembrada en la conciencia del jefe de los torturadores, la huella de esa semilla dejada por Elser es finalmente castigada con la contundencia que El hundimiento hurtó a quienes, convencidos de la locura de hitler, prefirieron su propia inmolación. También eso habla de la imposibilidad de ser Elser a cara descubierta, más cuanto más cerca del núcleo del infierno. En el país que inventara el mito de Fausto, cuántos más Elser extrañamente no existieron para tanta disposición a ver la venta de almas en la casa de enfrente.

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