En
cierto sentido, que hubiese indignado a ambos, la peripecia de hitler y la de
quien intentara matarlo en 1939, Georg Elser, son la misma. Y sendas películas
de Oliver Hirschbiegel apuestan por ello: si en El hundimiento (2004) hitler
aparece como lo que seguramente fue: un ser absolutamente a salvo de la
cordura, que arrastró al abismo a una población que, como es habitual, delegó
en un solo ser toda cuestión moral que atañera al mundo, en 13 minutos para
matar a hitler (2015), el retrato de Elser es el de un ser ajeno a todo lo que
le rodea, sumido en su propia concepción de lo bueno y lo criminal, idéntico a
hitler en su aislamiento mental absoluto, solo que en sentido inverso.
Medidas
como un díptico acerca de lo improbable, la suerte de ambos –suicidados: uno
por mano propia, otro a medio plazo- habla de la capacidad humana de ir en
contra de la corriente: si hitler escribió Mi lucha en una celda, Elser diseñó
su plan rodeado de una Alemania ya nazificada hasta su último rincón. Si aquel
inventó un programa político imposiblemente nauseabundo, hervido en el lodo
desastroso de la I guerra mundial, Elser sacrificó su vida en aras de una
necesidad íntima igual de improbable en su tiempo. A igualdad de probabilidades
de triunfar, ambos fracasaron. Y no por mucho.
Si
la historiografía de la segunda mitad del siglo XX ha explicado a hitler como
el eslabón perdido de una especie que en realidad siempre estuvo ahí, dentro de
cada casa alemana de la época, la memoria de Elser podría representar al
suicida improbable que solo sumó a la voluntad obvia de cualquier ser sensato
el imposible esfuerzo por llevarlo a cabo. Esa guerra no tenía soldados
disponibles, y los que hubiera podido tener habían sido eliminados antes, como
cuenta la peripecia de los comunistas alemanes opuestos al partido nazi.
Quienes recuerden La cinta blanca (2009), de Haneke, recordarán que la lección
imposible en ésta lo era ya en aquella, y su rostro es el mismo: el de Elser
aquí, el del maestro de escuela a merced de la barbarie allí.
Cruzados
con elegancia sus destinos por Hirschbiegel, cuando hitler ordena torturar a
Elser hasta que diga lo que necesita oír y no la verdad, lo que dice de éste es
que su decisión –la de un alemán especialmente lúcido- no puede deberse a un
proceso razonado, al fruto de una inteligencia perspicaz, sino a la obediencia
de consignas, al eslogan adecuadamente obedecido, y si es de manos de
comunistas no alemanes, mejor. Quien sino hitler debía entender qué según qué
comportamientos criminales solo se entienden si media el chantaje, la orden de
acatar y no de analizar.
Sembrada en la conciencia del jefe de los torturadores, la huella de esa semilla dejada por Elser es finalmente castigada con la contundencia que El hundimiento hurtó a quienes, convencidos de la locura de hitler, prefirieron su propia inmolación. También eso habla de la imposibilidad de ser Elser a cara descubierta, más cuanto más cerca del núcleo del infierno. En el país que inventara el mito de Fausto, cuántos más Elser extrañamente no existieron para tanta disposición a ver la venta de almas en la casa de enfrente.
Sembrada en la conciencia del jefe de los torturadores, la huella de esa semilla dejada por Elser es finalmente castigada con la contundencia que El hundimiento hurtó a quienes, convencidos de la locura de hitler, prefirieron su propia inmolación. También eso habla de la imposibilidad de ser Elser a cara descubierta, más cuanto más cerca del núcleo del infierno. En el país que inventara el mito de Fausto, cuántos más Elser extrañamente no existieron para tanta disposición a ver la venta de almas en la casa de enfrente.
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