La piel del mundo, desollada y vuelta a ensamblar en el siglo XV, era recorrida a finales del siglo XIX por máquinas de vapor que, habiendo salido de los telares de la revolución industrial, cosían las ciudades vía trenes, reduciendo la distancia entre países y más aún la que la colonización de Norteamerica dejó disponible para sus antiguos pobladores.
Uno de quienes la recorrieron a bordo de esos trenes, tan indígena y
caricaturizable a ojos de los colonos como los indios que ya apenas asomaban,
fue el escocés Robert Louis Stevenson. Su libro De praderas y bosques, en busca
de América, recoge las anotaciones tomadas durante su trayecto desde Nueva York
a San Francisco, específicamente la observación de los aborígenes más comunes y
visibles: los colonos entre los que viajaba.
“El frío, la humedad, el clamoreo,
los obstáculos que se presentaban, iguales a los que uno ve en las pesadillas,
habían intimidado por completo nuestro ánimo. Todos aceptamos ese purgatorio de
la misma forma que un niño acepta las condiciones del mundo” –escribió al
poco de empezar el viaje. Aunque improbable, quizá alguno de quienes viajaba en
esos vagones atestados de inmigrantes había recorrido los estados de Dakota
sesenta años antes, entre las expediciones de tramperos locales que pugnaban
con los mercaderes franceses por el comercio de pieles en tierras indígenas.
Dirigida por Alejandro González Iñárritu, El renacido (2015) es un tren que
va de un tiempo a otro, del dueño de un mundo a otro. Las pieles que trasiegan
al principio, y que abandonan en medio de un ataque Sioux, se reencarnan en el
cambio de piel que sufre un trampero abandonado para sobrevivir. Los indios que
cabalgan hacia un intento de justicia básica se cruzan con la mezquindad de un
trampero convertido en alimaña. En el intercambio de roles, nadie gana. Todos
son expulsados de un sitio mejor: de la paternidad uno; del ejército otro; de
la vida, tantos; de la fortuna, quienes la buscaran; de sus tierras, unos y
otros: los que llegan a un territorio inhóspito y quienes serán expulsados de
él.
El conflicto que es desembarcado en el paraíso ha sido tratado ya en cine:
más cercano a la peripecia pura del Renacido en Las aventuras de Jeremías
Johnson (Pollack, 1972), más cercano a la revelación que experimenta en El
nuevo mundo (Malick, 2006). Ésta última, narración del encuentro de la pureza y
la suciedad en el asentamiento que daría lugar a Virginia en 1606, es también
la del idealismo del colono inglés que la protagoniza (“los hombres no se saquearán unos a otros” –dice entre los mandamientos
de la arcadia nueva) y la de su visión del mundo indígena -“son apacibles, afectuosas, fieles, carecen de malicia y picardía. No
poseen palabras que denoten la mentira, el engaño, la codicia, la envidia, la
calumnia y ni siquiera el perdón… no tienen celos ni sentido de la propiedad”.
Su visión de la naturaleza de los colonizadores, que comparte con la de
Jeremías Johnson, aún separada por dos siglos, es la de pertenecer a una plaga,
de ser parte activa de un tumor
insaciable e inconmovible: tras establecer contacto con una tribu indígena y
aprender sus costumbres, al ser reintegrado al fuerte inglés, a su mundo, a su
idioma, a sus códigos morales y legales, nota en el acto la pérdida: el odio,
la mezquindad, la miseria, la maldad que les corroe. La forma obvia en que no
pertenecen a ese lugar, cómo no tienen forma de ser el nuevo mundo.
Recordando un relato infantil que le contara su niñera, Stevenson cita las
hazañas de Custaloga, un guerrero indio que, en el último capítulo, “muy cortésmente se quitaba la pintura del
rostro y se convertía en sir Reginald No-sé-qué… la idea de que un hombre fuera
un guerrero indio y luego abandonara su condición para convertirse en
aristócrata era algo que no podía concebir. Ofendía a la verdad, como la
fingida ansiedad de Robinson Crusoe y otros por escapar de una isla
deshabitada”. Cuando, recorriendo las infinitas llanuras de Ohio, las
compare con un paraíso llano, será para advertir que “temía que el diablo lo frecuentaba de cuando en cuando”.
Si adueñarse de semejante paisaje interminable ensanchó la sensación de
superioridad racial que el hombre blanco sentía ante los indios, el diferencial
de civilización técnica aceleró esa distancia hasta convertir a los recién
llegados en dueños de una tierra elegida, y a los recién domeñados en un orden
animal solo ligeramente necesitado de alfabetización. “Comencé a regocijarme por ese despertar de la vida, como si se tratara
de una rica propiedad que hubiera heredado” –escribió Stevenson mientras
atravesaba Pensilvania, quizá sintiendo alrededor justo eso: cuán heredar un
potosí era más importante que considerar la legalidad moral de sus dueños
previos.
Cuando un jefe indio quiere dar caza a Jeremias Johnson, envía a sus
guerreros de uno en uno, como si el combate con un gran oponente mereciera un
trato justo. Cuando Stevenson observa por fin a uno de los pocos indios que ve
en su periplo, es para presenciar la burla cruel y abusiva de los blancos que
viajan con él en el tren. Al mirar hacia quienes viajan en su vagón, apestando
el mundo a su paso, y compararlo con el odio que despierta el vagón ocupado por
chinos, dirá que “solo somos humanos en
virtud de las ventanas abiertas”. Cuando en El renacido el protagonista se
levanta de la tienda improvisada que un indio ha realizado de la nada para
salvarle la vida, es para descubrir que ese indio cuelga ahora de un árbol, a
manos de tramperos como él.
La sobreexplotación de los recursos naturales y la enloquecida carrera
demográfica y bélica crearon la emigración masiva de los siglos XIX y XX: “la hambrienta Europa y la hambrienta China
se desbordaban por sus puertas en busca de alimentos, y aquí llegaban a
encontrarse cara a cara. Las dos oleadas se habían enfrentado: el este y el
oeste fracasaron por igual; todo el ancho mundo estaba explorado y condenado.
No existía el Dorado.” –escribió Stevenson ya en 1880. “¡Vuélvanse!” –les gritaban quienes
viajaban en dirección contraria, ya de vuelta a la costa este y a sus países de
origen.
Lo que dejara dicho de sus compañeros de viaje chinos –“solo Dios sabe si tuvimos algún pensamiento en común durante todo ese viaje, o si sus ojos veían el mismo mundo que percibían los míos”- permea la experiencia de colonización en literatura y cine. Stevenson, que apreció “el silencioso estoicismo de la conducta” y lamentó “la patética degradación de la apariencia” de los escasos indios que vio, se avergonzó de lo que “llamamos civilización”. Es ese tren de vida el que solo se detiene para llenar sus calderas con trozos de mundos nuevos.
Lo que dejara dicho de sus compañeros de viaje chinos –“solo Dios sabe si tuvimos algún pensamiento en común durante todo ese viaje, o si sus ojos veían el mismo mundo que percibían los míos”- permea la experiencia de colonización en literatura y cine. Stevenson, que apreció “el silencioso estoicismo de la conducta” y lamentó “la patética degradación de la apariencia” de los escasos indios que vio, se avergonzó de lo que “llamamos civilización”. Es ese tren de vida el que solo se detiene para llenar sus calderas con trozos de mundos nuevos.
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