18 marzo 2016

abrazados al árbol del bien y el mal


La búsqueda en India de una planta que resucitaba a los muertos ayudó al nacimiento de la literatura en español e inspiró los cuentos y fábulas que pueblan todo el mundo occidental” –escribe Winston Manrique Sabogal en El País 7.3 con motivo de la reedición de Calila y Dimna, escrita a mediados del siglo XIII. Y que coincide en cines estos días con El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra.
El árbol de la vida serpentea por las religiones hasta anclarse, vía Cristianismo, en el símbolo de una existencia libre del pecado original, que los misioneros llevaron a las Indias occidentales en el siglo XV y XVI, allí donde los árboles y la mitología precolombina crecían tanto y tan próxima la una a los otros que ni su tala para propiciar fuertes logró la deforestación casi completa de su población hasta bien entrado el siglo XVII.
Siglos antes de que el rey leopoldo II de Bélgica sembrase un árbol de la muerte por cada vida hallada en El Congo a finales del siglo XIX, la conquista de las Indias a manos de los imperios español y portugués enterró cuantas culturas hallara bajo cruces hechas de la misma madera que antes diera forma a dioses con forma y propiedades de animal. Los ríos que alimentaran a millones de indígenas fueron empleados para transportar epidemias y armas que evangelizaban más rápidamente que la biblia.
Siglos después, extinguidas las fiebres en un lado, brotó en Europa la de los Gabinetes de curiosidades, que en el siglo XVIII, ya adscritas mayoritariamente a Bibliotecas públicas, Sociedades y Academias, evolucionaron hacia la especialización temática, y un siglo más tarde dieron lugar a lo que hoy conocemos como Museos.
Constituidos en una era en la que el conocimiento científico se abría paso entre las brumas del permiso divino, las colecciones, organizadas arbitrariamente a medida que los nuevos especímenes se acumulaban y recalificaban el orden previo, tanto iniciaban el dibujo de un árbol de la vida como, en el caos, celebraban que éste solo pudiera venir de Dios. La alucinación estaba ya en el propio proceso de búsqueda, anclado en lo bizarro y lo monstruoso, en lo que podía, alternativamente, ser catalogado de misterioso por la ciencia y de fabuloso por la fe.
La superstición que guardaba un bote o mostraba un cuerpo disecado acabó por atraer su antídoto: el carácter híbrido, en el límite de distintos órdenes naturales, de algunas de sus muestras generó debates y éstos trajeron consigo la investigación metódica, el genuino pensamiento científico que actuó de ventilador llegado el día.
Esas aspas esparcieron por el mundo científicos que regresaron a las Indias en busca de lo que sus ancestros no terminaran de exterminar. Dos de esos viajeros fueron Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes. La película de Guerra traza el viaje de ambos, separados por 30 años, respectivamente previos a la Primera y a la Segunda Guerra Mundial.
Su historia, que es la de la búsqueda de cierto árbol del bien –la yakruna- repta por los ríos que uno parece ascender y el otro descender: el primero de forma altruista, digamos suficientemente científica; el segundo, sibilínamente interesado en sus aplicaciones comerciales. El trasfondo de la Guerra que guía al segundo sirve de metáfora del olvido de las propiedades de la búsqueda que guían al primero. Ha de trascenderse que el segundo sea norteamericano y el primero alemán.
La historia es tanto la de quien busca lo que no sabe cómo hallar, como la del guía indígena –el mismo en ambos casos- que preferiría no volver a buscar aquel árbol por no saber ya si lo es del bien o del mal. Habiendo olvidado casi todo, el guía que acompañara el intento del alemán vuelve a navegar el mismo río tres décadas después en busca de una parte de sí mismo que pudiera crecer junto al árbol.
En ambos viajes, las ensoñaciones se superponen: las visiones que anuncian tu destino; las que, por contaminación cultural, dejan brújulas nuevas en manos de quienes aún no las conocen; las que inducen a despojarse de cuanto llevas; las que a amasarlo todo aunque sea mediante dibujos. Y específicamente, las que, como malas hierbas, crecen en torno a las vidas que habitan los márgenes del río.
El catolicismo represor, que para mejor advertir sus iluminaciones crea hogueras en las que quemar a quienes no ven a dios con la nitidez adecuada es, en la segunda venida del viajero, un paseo por las ruinas del intento evangelizador: al arribar a lo que fuera una misión treinta años antes, el reino de un loco ha tomado el relevo: un italiano que se cree el Mesías sojuzga a los indígenas creyentes con métodos de crueldad y patetismo alucinados. Rodeados por oriundos amazónicos, el encuentro de dos blancos occidentales es un teatro espectral para espectadores enloquecidos o deseando enloquecer, y que acaba aflorando lo peor de ambos mundos. Cuando no recuerda a Apocalipsis now, retrotrae a El hombre que pudo reinar, en clave alucinógena.
Hubo una película anterior sobre el árbol de la vida, contada también en varios viajes, separados por el tiempo, encarnados en los mismos protagonistas. La dirigió Darren Aronofsky en 2006. Se llamó La fuente de la vida. La serpiente es allí un tumor cerebral en la mujer de un investigador que experimenta con un árbol extraño que solo crece en Guatemala y podría salvarla. Es el mismo árbol de la vida que, siglos antes, el mismo protagonista buscara para el reino de España en las selvas guatemaltecas. El mismo, también, que en un futuro de exploración espacial, verá morir un astronauta al tiempo que el recuerdo de la mujer que amara.
La soledad que busca en el árbol de la vida una respuesta viaja de la película de Aronofsky a la de Guerra como lo hace la Fuente convertida en río. No es el abrazo lo que cura la serpiente de la ensoñación, sino su ausencia. El guía –Karamakate- solo accede a ayudar al primer explorador a condición de que le devuelva el pueblo al que pertenece y que cree desaparecido. Adecuadamente volcado, la caída de Adán y Eva –indígenas y simultáneamente exploradores a la búsqueda de cuanto se les ofrezca- habría sido el drama de saberse solos en el paraíso. Es justo la lección que Karamakate más querría olvidar mientras conduce a las avanzadillas del mundo civilizado hacia la serpiente que señale qué morder y cómo.

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