“La búsqueda en India de una planta que
resucitaba a los muertos ayudó al nacimiento de la literatura en español e inspiró
los cuentos y fábulas que pueblan todo el mundo occidental” –escribe
Winston Manrique Sabogal en El País 7.3 con motivo de la reedición de Calila y
Dimna, escrita a mediados del siglo XIII. Y que coincide en cines estos días
con El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra.
El
árbol de la vida serpentea por las religiones hasta anclarse, vía Cristianismo,
en el símbolo de una existencia libre del pecado original, que los misioneros
llevaron a las Indias occidentales en el siglo XV y XVI, allí donde los árboles
y la mitología precolombina crecían tanto y tan próxima la una a los otros que
ni su tala para propiciar fuertes logró la deforestación casi completa de su población
hasta bien entrado el siglo XVII.
Siglos
antes de que el rey leopoldo II de Bélgica sembrase un árbol de la muerte por
cada vida hallada en El Congo a finales del siglo XIX, la conquista de las
Indias a manos de los imperios español y portugués enterró cuantas culturas
hallara bajo cruces hechas de la misma madera que antes diera forma a dioses
con forma y propiedades de animal. Los ríos que alimentaran a millones de
indígenas fueron empleados para transportar epidemias y armas que evangelizaban
más rápidamente que la biblia.
Siglos
después, extinguidas las fiebres en un lado, brotó en Europa la de los Gabinetes de curiosidades, que en
el siglo XVIII, ya adscritas mayoritariamente a Bibliotecas públicas,
Sociedades y Academias, evolucionaron hacia la especialización temática, y un
siglo más tarde dieron lugar a lo que hoy conocemos como Museos.
Constituidos en una era en la que el conocimiento científico se abría paso
entre las brumas del permiso divino, las colecciones, organizadas
arbitrariamente a medida que los nuevos especímenes se acumulaban y
recalificaban el orden previo, tanto iniciaban el dibujo de un árbol de la vida
como, en el caos, celebraban que éste solo pudiera venir de Dios. La
alucinación estaba ya en el propio proceso de búsqueda, anclado en lo bizarro y
lo monstruoso, en lo que podía, alternativamente, ser catalogado de misterioso
por la ciencia y de fabuloso por la fe.
La superstición que guardaba un bote o mostraba un cuerpo disecado acabó
por atraer su antídoto: el carácter híbrido, en el límite de distintos órdenes
naturales, de algunas de sus muestras generó debates y éstos trajeron consigo
la investigación metódica, el genuino pensamiento científico que actuó de
ventilador llegado el día.
Esas aspas esparcieron por el mundo científicos que regresaron a las Indias
en busca de lo que sus ancestros no terminaran de exterminar. Dos de esos
viajeros fueron Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes. La película de
Guerra traza el viaje de ambos, separados por 30 años, respectivamente previos
a la Primera y a la Segunda Guerra Mundial.
Su historia, que es la de la búsqueda de cierto árbol del bien –la yakruna-
repta por los ríos que uno parece ascender y el otro descender: el primero de
forma altruista, digamos suficientemente científica; el segundo, sibilínamente interesado
en sus aplicaciones comerciales. El trasfondo de la Guerra que guía al segundo
sirve de metáfora del olvido de las propiedades de la búsqueda que guían al
primero. Ha de trascenderse que el segundo sea norteamericano y el primero
alemán.
La historia es tanto la de quien busca lo que no sabe cómo hallar, como la
del guía indígena –el mismo en ambos casos- que preferiría no volver a buscar
aquel árbol por no saber ya si lo es del bien o del mal. Habiendo olvidado casi
todo, el guía que acompañara el intento del alemán vuelve a navegar el mismo
río tres décadas después en busca de una parte de sí mismo que pudiera crecer
junto al árbol.
En ambos viajes, las ensoñaciones se superponen: las visiones que anuncian
tu destino; las que, por contaminación cultural, dejan brújulas nuevas en manos
de quienes aún no las conocen; las que inducen a despojarse de cuanto llevas; las
que a amasarlo todo aunque sea mediante dibujos. Y específicamente, las que,
como malas hierbas, crecen en torno a las vidas que habitan los márgenes del
río.
El catolicismo represor, que para mejor advertir sus iluminaciones crea
hogueras en las que quemar a quienes no ven a dios con la nitidez adecuada es,
en la segunda venida del viajero, un paseo por las ruinas del intento
evangelizador: al arribar a lo que fuera una misión treinta años antes, el
reino de un loco ha tomado el relevo: un italiano que se cree el Mesías sojuzga
a los indígenas creyentes con métodos de crueldad y patetismo alucinados. Rodeados
por oriundos amazónicos, el encuentro de dos blancos occidentales es un teatro espectral
para espectadores enloquecidos o deseando enloquecer, y que acaba aflorando lo
peor de ambos mundos. Cuando no recuerda a Apocalipsis now, retrotrae a El
hombre que pudo reinar, en clave alucinógena.
Hubo
una película anterior sobre el árbol de la vida, contada también en varios
viajes, separados por el tiempo, encarnados en los mismos protagonistas. La dirigió
Darren Aronofsky en 2006. Se llamó La fuente de la vida. La serpiente es allí
un tumor cerebral en la mujer de un investigador que experimenta con un árbol extraño
que solo crece en Guatemala y podría salvarla. Es el mismo árbol de la vida
que, siglos antes, el mismo protagonista buscara para el reino de España en las
selvas guatemaltecas. El mismo, también, que en un futuro de exploración
espacial, verá morir un astronauta al tiempo que el recuerdo de la mujer que
amara.
La soledad que busca en el árbol de la vida una respuesta viaja de la película de Aronofsky a la de Guerra como lo hace la Fuente convertida en río. No es el abrazo lo que cura la serpiente de la ensoñación, sino su ausencia. El guía –Karamakate- solo accede a ayudar al primer explorador a condición de que le devuelva el pueblo al que pertenece y que cree desaparecido. Adecuadamente volcado, la caída de Adán y Eva –indígenas y simultáneamente exploradores a la búsqueda de cuanto se les ofrezca- habría sido el drama de saberse solos en el paraíso. Es justo la lección que Karamakate más querría olvidar mientras conduce a las avanzadillas del mundo civilizado hacia la serpiente que señale qué morder y cómo.
La soledad que busca en el árbol de la vida una respuesta viaja de la película de Aronofsky a la de Guerra como lo hace la Fuente convertida en río. No es el abrazo lo que cura la serpiente de la ensoñación, sino su ausencia. El guía –Karamakate- solo accede a ayudar al primer explorador a condición de que le devuelva el pueblo al que pertenece y que cree desaparecido. Adecuadamente volcado, la caída de Adán y Eva –indígenas y simultáneamente exploradores a la búsqueda de cuanto se les ofrezca- habría sido el drama de saberse solos en el paraíso. Es justo la lección que Karamakate más querría olvidar mientras conduce a las avanzadillas del mundo civilizado hacia la serpiente que señale qué morder y cómo.
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