24 marzo 2016

tales astillas distintas


Muchas otras cosas hizo Jesús, si se escribieran una por una me parece que no cabrían en el mundo los libros que se habrían de escribir” –dice la última línea del último de los Evangelios, el de San Juan. Aunque no el último de los libros que forman la Biblia: sumados los Hechos de los apóstoles, las 21 epístolas y el Apocalípsis que le siguen, sale alguno más. Datados mayoritariamente entre los años 65 y 100 d.C., los Evangelios canónicos arduamente fueron escritos por quienes presenciaran los hechos narrados en ellos: incluso apostando por unos apóstoles diez años más jóvenes que Jesús de Nazaret, el menos anciano de ellos debía tener 88 años cuando redactó sus recuerdos.
Eso explica seguramente el diferencial de acontecimientos que va de uno a otro, como si más bien obedecieran a algo que más se hubiese escuchado que presenciado. Eso o la senectud de los evangelistas al tratar de recordar cosas acontecidas 65 años antes… en un tiempo en que la longevidad raramente debía llegar a los 60. Sin salirnos de los últimos capítulos, los que recogen en los cuatro casos la tortura y muerte de Cristo, las diferencias entre ellos son notables.
Mateo es el primero en el orden bíblico y no el menos original a la hora de recordar: desaparecido el cuerpo del sepulcro, tal y como fuera anunciado, Mateo escribe que, enterados los mismos sacerdotes que procurasen su crucifixión, “dieron una grande cantidad de dinero a los soldados, con esta instrucción: diréis que estando dormidos, vinieron de noche sus discípulos y le hurtaron”. Ninguno de los relatos posteriores de los otros tres apóstoles recogen ese hecho.
Marcos tampoco es tímido a la hora de aventurar algo que ningún otro apóstol vio: una vez delatado en el huerto de los olivos, huidos todos sus discípulos, Marcos escribe que “cierto mancebo le iba siguiendo envuelto solamente en una sábana. Al apresarle los soldados, salió corriendo desnudo”. Ni una pista posterior sobre quién pudiera ser el único valiente capaz de serle fiel cuando nadie más lo era. Ni la más mínima mención en los otros Evangelios. Marcos es también el único de los cuatro que modifica la disposición de Simón Cireneo, el hombre que ayuda a Cristo a cargar la cruz, en concreto dice “le alquilaron” donde los demás solo “obligaron”.
Marcos sugiere también algo que no aparece en lugar alguno: cómo, una vez resucitado y presentado a sus discípulos una última vez, pone en boca del Mesías cuán “en mi nombre lanzarán los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes; y si algún licor venenoso bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los enfermos, y quedarán curados”.
Lucas les gana a todos: desdeña el futuro e innova en un presente tan actual como es la ambición: en medio de la última cena, augurado por Jesús el mundo nuevo, “suscitóse entre sus discípulos una contienda sobre quien de ellos sería reputado el mayor, al establecerse el reino del Mesías”. Lucas, junto a Juan, recuerda además cómo la oreja cortada por pedro a un soldado en el huerto de los olivos fue vuelta a poner en su sitio por Jesús. Se queda sin oreja si son Mateo y Marcos quienes miran.
Lucas también recuerda lo que ningún otro apóstol: cómo, una vez entregado a Pilatos, éste “le remitió a Herodes, que en aquellos días se hallaba también en Jerusalén… y esperaba verle hacer algún milagro”. No solo que Pilatos delegase en otro la palangana en que se lavaría las manos: también el que el otro procurador esperara del farsante justo la prueba de que no lo es.
Lucas también es el único en poner en boca de uno de los ladrones crucificados junto a Jesús la devoción propia del caso –“¿Cómo, ni aun tú temes a Dios, estando como estás en el mismo suplicio –dirá al otro ladrón, que se burla- Y nosotros a la verdad estamos en él justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero éste ningún mal ha hecho”. Incluso escribe dos ángeles en el sepulcro donde Mateos y Marcos pusieran uno.
Juan es el más prolijo de los cuatro y un serio competidor de Lucas en términos de innovación: suya es la novedad de que, presentados a prender a Jesús en el huerto de los olivos, caigan en tierra al responder aquel. Aquí no hay orejas cortadas o reintegradas. Cuando Pilatos pregunta al pueblo por qué ha de condenar a Jesús, éste le responde en clave política –“si sueltas a ese, no eres amigo de César; puesto que cualquiera que se hace rey, se declara contra César”. Más aún: Juan no recuerda que Barrabás existiera o que hubiera ladrones crucificados a derecha e izquierda de Jesús.
Si ninguno leyó el testimonio de los otros mientras escribía el propio es aún más raro que pensar que sí lo hicieron, porque entonces las diferencias serían aún más inexplicables. Quien quiera que los escribiera o ensamblara en el orden canónico, no podía dejar de ver que ni siquiera pueden ser leídos como una historia en evolución obvia: todo lo que Lucas añade a los Evangelios precedentes, lo borra Juan de un plumazo. No lo matiza: lo hace desaparecer.
A la tentación de interpretar los Evangelios como respectivos borradores, publicados uno tras otro para dar mayor verosimilitud en tanto que multiplicados sus testigos posibles, se suma esa rareza que no lo es: la incongruencia preside los libros que forman el Antiguo Testamento ya desde el Génesis, verdadero despropósito narrativo, en el que el personaje principal cambia de opinión en cada página, más cuanto más enfáticamente viene de jurar una cosa y la contraria.
Desmenuzados los hechos básicos que conforman la traición y muerte de Jesús –anuncio de la traición, traición, involucración romana sin quererlo, muerte y resurrección- las diferencias en los detalles son tales que animan a pensar que o bien uno de los cuatro escritores no llegó a ver nada, o no lo hizo ninguno. Que a todos acaso les fue contada la historia, y a la imaginación de cada cual quedó hacerla más amena según la propia inventiva.
Literariamente, el relato se sostiene como ficción autónoma porque su trama es magnífica –ganas dan de volcarlo al estilo de un Sófocles para advertir la grandeza de su estructura teatral- pero su redacción, al servicio de una pedagogía, cuya torpeza curiosamente Jesús reprocha a sus discípulos cada poco, va en contra de la naturaleza misma del drama expuesto. Su materia es literatura y su estilo no. Solo así se podría crear un personaje como Lázaro –el más poderoso de los Evangelios, junto al Judas fabulado por Nikos Kazantzakis- para desaprovecharlo completamente.

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