08 marzo 2016

Entrar. Salir. Entrar.


En La habitación, de Lenny Abrahamson, hay dos películas sobre aislamiento y la incapacidad de salir de él: la primera es la que sucede en el interior de una caseta de herramientas durante la mitad del metraje. La segunda, fugaz, se encarna en el padre de la joven secuestrada, incapaz de mirar, tocar o hablar a su nieto, hijo del secuestrador. Y que acaso genera uno parecido en su hija, al enviarla de nuevo a un lugar aislado de su cabeza en el que sigue sin saber qué ocurre fuera.
Forzado a vivir súbitamente en un mundo que desborda opciones sin que ninguna deje de ser menos real que la anterior, el niño añora la habitación como se ha de añorar un búnker que al tiempo que te encierra te protege, simplificando lo que tu mente ha de abordar. A través de sus ojos suceden los dos momentos más estremecedores: cuando, recién escapado, ve por primera vez el cielo y las calles pasar, además, a la velocidad a la que lo hacen yendo en coche. Y cuando, finalmente, pide volver a la habitación para hallarla despojada de cuanto tuviera de mágico, de paraíso generado por su madre para él.
Cuento conjunto de la vida interrumpida –en el caso de la joven madre- y de la que te expulsa de una parte idílica de la infancia -en el niño-, La habitación acaba hablando de los dolores del nacimiento segundo una vez que te devuelven al útero, de cómo tus recuerdos empujan hacia fuera y hacia dentro simultáneamente. De cómo lo que sabes es también una habitación angosta en la que tanto miedo da salir como quedarse.  

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