30 abril 2007

29 abril 2007

El rey se muere, el público también

Sirva la edición reciente de los diarios de Ionesco para traer aquí aquel espléndido El rey se muere, que se viera en La Abadía hace 3 años, y en el que el gran Francesc Orella terminaba su vida desnudo bajo el sofá que le sirviera de trono, y cuya ropa de menos contrasta con la que viste estos días en el Teatro de la Zarzuela El rey que rabió, en un montaje colorista y zumbón cuyos trajes en parte recuerdan los que se vieran en un asombroso Falstaff con escenografía de Graham Vick hará unos seis años, y que anoche sobraban enteros –ropajes, telón, sofá-trono, incluso la egipcia nariz de la protagonista- a ojos de un grupo de espectadoras que lamentaban –en directo, sin esperar al intermedio- la añoranza de añejas versiones de zarzuela al uso, de cuando la platea estaba, por cierto, semivacía –como una de ellas reconocía. Les da por ser surrealistas, por qué no podrá hacerse normal –remachaban, tras hacer notar que ni la música sonaba como debía –quizá pensando que el escenógrafo ha de tener también acceso a la partitura. Al contrario que en la ópera, donde se muere todo el mundo, en la zarzuela nadie lo hace y quizá en ello piensen que ha de ocurrir lo mismo con quienes llenan, o no, el teatro. La primera de esas renovaciones necesarias concierne a quienes se acercan por vez primera a un género de difícil salida sin esa visión, lúdica y trasladada de formas y tiempos, que ya se ha visto este año en la luminosa Los sobrinos del capitán Grant, aunque en ese tránsito –en que la ópera lleva décadas inmerso en todo el mundo, como prueba La fura dels Baus subida a Wagner estos días, en Valencia- haya de padecer sentado exilio la parte de público para el que ver lo que ya se ha visto y oído antes mil veces se diría más cuestión de fidelidad que de felicidad, cobradores de la pura y dura memoria, aunque ni los materiales de que está hecha ni su aspecto original soporten ya aquella visión ajada. Con ello se acercan, aunque jamás lo sabrán, al más puro Ionesco.

28 abril 2007

maldita la intención

También los designios del señor que aprueba las campañas de publicidad son inextricables, como presuponía Millás ayer en El País, y en poca medida al necesitar una trinidad de difícil convivencia: quien cree el anuncio no necesariamente ha de saber gran cosa de aquello que habla –por raro que esto suene, los motivos a los que apelar son siempre los mismos, y con saber las razones del consumidor basta y sobra-, más arduo se antoja que quien ha de aprobar el anuncio sepa de literatura, y puede pensarse que, al igual que el creativo respecto de su parapeto, aquel no ha de necesitar más conocimiento que el de imaginar lo que el consumidor sabe, a su vez, de libros. Éste es, precisamente, el último miembro de la trinidad mencionada, y si es tan fácil ponerse en su lugar –asomarse sin gran duda a lo que quiere o gusta- es porque tanto el creativo como el que aprueba el anuncio tienden a pensar que el consumidor, de puro parecernos todos, no puede pensar muy distinto de lo que uno. Y nada hace pensar que no sea así puesto que uno pasa mucho más tiempo siendo consumidor que haciendo o aprobando anuncios. Ni dios lee a los poetas, malditos o benditos, y esa es, de todas las certezas probables, la que más clara tienen los tres lados del proceso, asi que a uno se le antoja que lo que choca en todo esto es que la razón que unos y otros creen recomendable –leer poesía- es una que , de pura lejanía- suena más a promesa electoral, y como tal ha de verse, pues promover la lectura ha de pasar –este es el gran secreto- por algo tan simple como renunciar a hacer o tratar de idiotas a quienes ven la televisión o se asoman al mundo a través de los demás medios, y en eso la política de la comunidad de Madrid no es menos transparente en la gestión de su televisión local de lo que lo es en ese tramite obligado que es simular un esfuerzo publicitario por pretender algo –fomentar leer- que se repudia fuera de la marquesina en todas direcciones.

20 abril 2007

cambios, los minimos

Hubo un tiempo –siempre- en que las naciones, los reinos, los condados, los barrios, cualquier emperador de su casa que hubiera de vender una agresión necesaria tenían a mano –siempre- un agravio posible que –esgrimían- nadie más podía sufrir o entender puesto que ninguna geografía es igual, como tampoco idioma o acento alguno, traje regional, tipo de hortalizas y así todo rasgo identitario. Y si las amenazas del cambio climático lo igualan todo en la magnitud de sus efectos, ni siquiera una guadaña tan igual para todos es suficiente a nuestros ojos para vernos como un solo culpable. Gobiernos de países apenas arribados a las orillas primeras de la prosperidad anteponen hoy ese crecimiento con sólo tener a quién apuntar como emisor anterior, como asesino con más experiencia y medios para infringir el daño. El tiempo invertido, la economía creada a partir de esa inversión componen así una más de las eternas razones incompartibles, como la geografía, el idioma o acento, los trajes regionales o el tipo de hortalizas. Creado con la idea de gravar con multas el exceso de emisiones contaminantes, éstas incluso dan nombre a un mercado en el que los países se compran y venden derechos de emisión. Que no por nada suena a ese derecho de raza, credo, sexo, casta, lengua o tierra con que la tierra se convierte en las facturas que lo explican desde siempre hasta nunca.

18 abril 2007

que tu veto derecho no lo vea

Tenemos todas las variedades de libre albedrío que merece la pena tener –dice Daniel Dennett- tenemos el poder de vetar nuestros impulsos y luego vetar nuestros vetos. –Dennis Overbye, en The New York Times, y así en El País, 7.2.

16 abril 2007

Amanecer de Apel

Espantapajaros, que no es poco...

Lo pusieron allí los mismos pájaros. Forzaron con su insistencia que palos, tela y cacharrería vieja se reunieran en una forma humana grotesca. Al principio lo respetaron por su figura imponente, y más tarde se acercaron a él hasta tomarle la medida, la materia, el alma de lata. A veces es un refugio para ellos, un espacio cómodo, un rincón donde ubicar sus nidos.

14 abril 2007

semana de la narracion, 1

Se sabe el número de muertos por el de espantapájaros: por cada uno debajo, uno encima. Lo contó mi padre y ahí está para cualquiera que lo busque. Camisa de pana del color de los gorriones, sombrero del mismo heno que todo él, la biblia descosida en una mano. Quienes vinieron a matarlo plantaron el espantapájaros encima, como una lápida de la que se esperara que además de impedir que el muerto salga, sirva para ahuyentar a quienes se acercan a sus restos. O quizá lo pensaron para poder clavarlos a la tierra después de que sus disparos les clavaran a la pistola. Algún día se pensó en llevarlos a un cementerio, votamos que no. Así los que mataron los siguen viendo, bajo las legumbres y hortalizas que se comen, venganza estéril pues éstos se alimentan de patatas cuadrúpedas y aunque los vivos no podemos, los muertos harían mejor en olvidar lo que les arruinó antes de tiempo. Tampoco está muy claro de quién es cada muerto, o más concretamente, qué espantapájaros guarda cada muerto, pues a veces se les fusilaba en racimos. Llamo mi padre al más cercano y está bien, asi presto mi muerto a la comunidad y tomo de ella la cuota de dolor y rabia que vive repartida, sembrada donde miras. Uno de aquellos pistoleros esta enterrado en un río, dentro de un coche. Lo sabemos los peces y yo, que lo vi. Dejé su cuerpo y enterré su muerte en otro sitio, removí la tierra fuera de un sembrado y planté un espantapájaros encima, es el primero en años y se sabe. Era viejo ya, como el resto de quienes mataron, tanto que quienes todavía andan por aquí no tienen forma de saber cuántos de ellos viven aún, y cuántos puedan ser matados por aquello. Les ofende el espantapájaros y alguno se ha de ir pronto, a morir fuera, a salvo de adelantos. El viento y el miedo se turnan así para venir a mover también a los vivos.

03 abril 2007

historia de otra escalera

Es más tentador el placer de pretender que dolorosa la consiguiente humillación. Al pretender se libera en nosotros la fuerza creadora de la imaginación y todos somos capaces, siempre que los pretendientes sepamos habituarnos a la vergüenza acumulada cuando nos pillan. Con independencia del talento que tengamos, aspiramos a un acto creativo emulando el valor que sólo les es dado a los genios, la valentía de descubrir cuánto podemos, a pesar de nuestras limitaciones, acercarnos a la luna. Abrazando la pretensión como herramienta y estratagema, dándonos cuenta de nuestra grandeza en vez de avergonzarnos de ella, quizá podamos sacar provecho literario y político de la distancia entre lo que nos gustaría alcanzar y lo que en efecto hemos conseguido. El éxito y el fracaso son ambos parte de la historia; el éxito celebra nuestra gloria, el fracaso marca con dignidad nuestra tragedia. Pero tanto en la gloria como en la tragedia, los pretendientes somos fabulosos. –escribe Tony Kushner en Sobre la pretensión, al respecto se imprime en el folleto que se entrega a la entrada de su adaptación de la obra de Corneille, La ilusión –estos días en La Abadía. Lo raro es que, en lo que respecta a su relación con la obra, la reflexión apunta a un personaje que la pasea como un gran pretendiente –en su acepción primera, pero también en una segunda que refiera ambición- que fracasa en ambas, pues su personalidad, su ser primero y básico, es una farsa, una “vergüenza acumulada tras otra”, ya desde antes de tratar de hacer de ella pretensión, y al que Corneille/Kurshner redimen, a la manera del Eurípides carpintero, haciendo de él una suerte de poeta utópico que , para poder salir del escenario cuanto antes, declara infierno la tierra y busca llegar a la luna, donde poder, al otro lado de la escalera, ser feliz. O quizá sólo, como también ocurre fuera de los teatros, distinguir los peldaños que van hacia arriba y los que hacia abajo.