29 abril 2007

El rey se muere, el público también

Sirva la edición reciente de los diarios de Ionesco para traer aquí aquel espléndido El rey se muere, que se viera en La Abadía hace 3 años, y en el que el gran Francesc Orella terminaba su vida desnudo bajo el sofá que le sirviera de trono, y cuya ropa de menos contrasta con la que viste estos días en el Teatro de la Zarzuela El rey que rabió, en un montaje colorista y zumbón cuyos trajes en parte recuerdan los que se vieran en un asombroso Falstaff con escenografía de Graham Vick hará unos seis años, y que anoche sobraban enteros –ropajes, telón, sofá-trono, incluso la egipcia nariz de la protagonista- a ojos de un grupo de espectadoras que lamentaban –en directo, sin esperar al intermedio- la añoranza de añejas versiones de zarzuela al uso, de cuando la platea estaba, por cierto, semivacía –como una de ellas reconocía. Les da por ser surrealistas, por qué no podrá hacerse normal –remachaban, tras hacer notar que ni la música sonaba como debía –quizá pensando que el escenógrafo ha de tener también acceso a la partitura. Al contrario que en la ópera, donde se muere todo el mundo, en la zarzuela nadie lo hace y quizá en ello piensen que ha de ocurrir lo mismo con quienes llenan, o no, el teatro. La primera de esas renovaciones necesarias concierne a quienes se acercan por vez primera a un género de difícil salida sin esa visión, lúdica y trasladada de formas y tiempos, que ya se ha visto este año en la luminosa Los sobrinos del capitán Grant, aunque en ese tránsito –en que la ópera lleva décadas inmerso en todo el mundo, como prueba La fura dels Baus subida a Wagner estos días, en Valencia- haya de padecer sentado exilio la parte de público para el que ver lo que ya se ha visto y oído antes mil veces se diría más cuestión de fidelidad que de felicidad, cobradores de la pura y dura memoria, aunque ni los materiales de que está hecha ni su aspecto original soporten ya aquella visión ajada. Con ello se acercan, aunque jamás lo sabrán, al más puro Ionesco.

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