31 julio 2006

El salario y lo mínimo

La costumbre, la repetición más o menos exacta de las tareas que constituyen lo laboral tiene algo de epitafio en vida y, en según qué casos, no menos de desprestigio de la muerte. En lo primero, al grabar en la mirada el destino que nos espera cada día a la misma hora, con el mismo frío en los huesos, el mismo calor derritiendo los días o el mismo archivador viniendo a buscarnos desde la misma pared para hacernos de su misma materia. En lo segundo, al afrontar un riesgo de forma tan habitual que nuestras posibilidades de salir indemnes se nos antoje acumuladas a medida que se juega ese juego.
Workingman´s Death, de Michael Glawogger, ilustra estos días cinco ejemplos de esa costumbre de lo precario en la que la vida y sus contrarios fichan a la vez: cinco mineros ucranianos excavan la que, sin necesidad de mucha imaginación, semeja su propia tumba al horadar un túnel de cuarenta centímetros de alto apuntalado aquí y allá por lo que parecen termos de café. Matarifes nigerianos deguellan maquinalmente cientos de cabras y vacas que otros a continuación despellejan, fríen y lavan como si acarrear y convertir en cosas lo que un minuto antes estaba vivo fuera un mero podar el jardín de las delicias de El Bosco. Acarreadores de Azufre descienden la montaña Indonesa para extraer, entre sus vapores de infierno, 100 kilos de ese mineral que luego han de ascender montaña arriba mientras sortean expediciones turísticas que les ven penar con el dudoso exotismo de ir cargados como mulos a paso de marchista. Un barco petrolero enfila la costa y, como si fuera el avión y el edificio al tiempo, vara a toda máquina para que cientos de obreros metalúrgicos pakistaníes, no menos varados, lo desmembren a golpe de soplete. En unos altos hornos chinos, sus hormigas obreras anuncian la buena nueva del nacimiento del libre mercado, cuya vida prometida verán sus hijos o sus nietos.
El hierro que unos desguazan hace, un océano más allá, los cuchillos con que se desangra a los animales. Éstos son vendidos a cambio del carbón que alimenta en otro idioma los hornos gigantescos. El carbón que se exhuma fríe la carne en otro continente. Aquello que constituye la condena, el logro miserable y fugaz de quienes lo labran en una parte del mundo se revela, apenas, la combustión del infierno de quienes se afanan en otra parte. Es mejor que robar, mejor que estar muerto, mejor que pasar frío, mejor cobrar por ello una piedra que ninguna, mejor arruinar la propia espalda, los propios pulmones que hacer qué –se escucha en el documental. Una tercera costumbre, una tercera aceptación de lo fatal asoma: la de que penar es tan propio del hombre como nacer o esperar un tiempo mejor. Dios lo traerá –también se escucha. Es la repetición, la constancia de la precariedad una mecha, y basta enhebrar vidas suficientes para hacer de ellas bombas. Y si aún así la memoria es lo suficientemente benigna con uno para guardar los días con un halo mejor que lo infame de su destino diario, puede ocurrir que alguien venga de fuera a recordártelo: en la parte del documental que transcurre en Pakistán, un fotógrafo ambulante que recorre el almacén de trozos metálicos y humanos les pone un kalashnikov en las manos al fotografiarles. Después se le ve haciendo entrega de las imágenes, se las guardan, ellos, los que carecen de una vida digna, posando con un objeto en las manos que sirve para igualar el mundo, para acercar, por fin, a todos los hombres en lo mismo.

27 julio 2006

Puercos y el lenguaje como margarita

El mismo día en que el periódico recoge a Stephen Hawking advirtiendo la necesidad de seguir hablando para superar, por la mínima, ese 98% de herencia genética común que nos une a los primates, se hace público el contenido de una carta de 10 hojas escrita por el gran idiota iraní mahmud ahmadineyad a Angela Merkel en que se sugiere la colaboración de ambos países en la aniquilación de Israel. Para qué. Qué gana Irán proporcionando pruebas tan claras de su desvarío si probablemente basta el funcionamiento de una sola neurona para saber que Alemania es, de todos los países del mundo, el que con más horror acogerá la mera idea. Qué gana Irán hablando eso, qué clase de lenguaje, en apariencia común al nuestro, les aleja de aquel que pondera Hawking como instrumento de conocimiento, de entendimiento del otro. Un informe concluye que el 60% de los españoles no ha visto, oído o leído nada acerca del protocolo de Kioto. Otro, que el 28% de los adolescentes varones de madrid ignora que la homosexualidad no es una enfermedad, que el 32% ve correcto tratar despectivamente a un homosexual. Tantos pergeñando escritos cuando deberían estar leyendo, hasta que entendieran. Tantos primates -en su acepción clásica- rezando para no aprender nunca a escribir.

23 julio 2006

ruinas. 3

Exhiben los semáforos en Roma uno de sus discos –el rojo- de un tamaño mucho mayor que los otros dos, e incluso se antojan escasos los ángeles y santos desperdigados que necesita quien pasea sus calles, en las que la primera de sus ruinas se diría son los pasos de cebra, puente tambaleante que uno apenas atrevía cruzar estos días en compañía de varios, en la esperanza ligada tanto al tamaño del bulto como a las leyes de la probabilidad, y que tan similar imagina uno a la que ha de sentirse al caer junto a muchos al agua infestada de tiburones. Se vende –se perdona- como tipismos menores del carácter de una sociedad lo que es simple falta de respeto al otro, a las normas, al silencio, al derecho a no escuchar u observar la maleducación ajena. Uno sólo ha visto un muerto estos días, y de todos los milagros que por doquier honra Roma, ninguno es más creíble que el que cuenta, en solitario, al infeliz que vimos tapado por un manto plateado, en mitad de la calzada. Entonces sí, ninguna mirada lo esquivaba.

21 julio 2006

ruinas. 2

Bajo la Iglesia de la Inmaculada, en Vía Veneto, se anima la visita de la cripta de los capuchinos. La tétrica portada de National Geographic de este mes apenas amaga el espanto indecible que espera al que la recorra, y así la monja que caminaba ese raro purgatorio junto a nosotros lo hacía con un pañuelo tapando su boca, no sé si para evitar lo que entrara o lo que pudiera salir de ella. Arte funeral –reza el texto de las postales que se venden en la entrada. Esto es: cientos, quizá miles de esqueletos humanos –adultos y niños- rotos de forma que sus huesos sirven para una recreación de la decoración barroca que uno hallaría en una iglesia. Arabescos de todas las formas posibles serpentean los muros del pasillo que amaga la nave central a cuyo único extremo nacieran –murieran- las seis capillas, enrevesadas también de incontables cóxis, fémures, columnas vertebrales, metatarsos, cráneos o costillas, por cierto no sólo presuntos trozos voluntarios de los monjes capuchinos sino también los restos, ya rotos en vida, de los romanos pobres, enterrados donde ahora se levanta la iglesia.
El uso de la muerte, su promesa de adjetivos mejores, con que la iglesia se viene ganando la vida y la muerte de miles de millones de personas desde tiempo inmemorial es uno sobre cuya honestidad sólo cabe sospechar dada la falta de pruebas de post-vida, y si nadie ha vuelto de la tumba para contarlo, es ilustrativo el uso que de las pruebas de la muerte –los huesos- hacen sus prometedores. Yace Rafael al pie del muro circular interior que crece hasta convertirse en el inconcebible Pantheon, y allí ha de esperarse sin mucha prisa la resurrección, pero uno no imagina a uno solo de los desdichados de esta cripta descansando en paz, inquietos empleados al albur del dios pegamento para hacer de su muerte molduras de la tumba en esa dudosa reencarnación como yeso de un palacio simulado –las iglesias romanas son eso, palacios, conviene recordarlo.
Uno no ha estado en esos atroces cementerios al aire libre que son los centros de investigación, abiertos al público, que guardan, apilados a mayor gloria de la deshumanización en que murieron, los cráneos y otras partes del esqueleto humano pertenecientes a los millones de seres asesinados en masa en la Polonia ocupada por los nazis o la Camboya de Pol Pot, pero uno duda que el derecho a exhibir restos humanos con fines educativos sea el mismo que asiste, estupefacto, a su conversión en dioramas que los convierten en mero ornamento, donde lo que fueron personas son hoy, desmenuzadas al capricho de un decorador, imitación de guirnaldas y arabescos de escayola, apariencia de pintura, de formas coloridas, de muros engalanados, de belleza al servicio del poder. Cita a Homero Andrés Trapiello al escribir que incluso los asesinos tienen derecho a una mortaja de sombra y silencio.

20 julio 2006

bottom in wonderland

Llevábamos ya un rato en la reunión, ponderando las virtudes del proyecto, sus diferencias con otros de similar hechura, lo novedoso, la ruptura absoluta cuya presentación al público estábamos definiendo, cuando el cliente, sin cambiar demasiado la inflexión de voz, dijo que por supuesto todo es falso, que es más o menos igual que los demás proyectos de ese tipo al uso. Uno lleva muchos años trabajando en publicidad para esperar de ella una mejor cara que la que gesticula el mundo fuera de los anuncios, pero es triste la costumbre de la mentira, no en su ubicuidad –que uno no siente en su trabajo- sino en la normalidad con que se la acepta entre nosotros, entre las manifestaciones con que anunciamos un mundo mejor, uno más próspero, mejor engranado. Como si las molduras mintieran para evitarnos el trago de tener que mirar el espejo de continuo, es justo ésta la mentira que importa, ésta la que hace casi irrelevante sus neones: sólo la transmisión de la realidad mejora, se vuelve más mirable, pero no la realidad en sí, que es el mismo catálogo de depredación, impostura, sobrevaloración y disimulo que nos traemos desde siempre.
Michael Winterbottom dirigió wonderland –por una vez la inicial como minúscula es ajena-en 1999. Ese mundo de maravillas minúsculas es el de cómo la verdad exige no pocas veces que la vistamos de mentiras, aunque sea uno el emisor y a la vez el destinatario. Se miente uno como ensayo general, como si hubiéramos de probar a ser el primero de los clientes de nuestra propia mercancía. En la película las transacciones son intrafamiliares –el marido miente a su mujer, el hijo a su madre, el padre al hijo, la hija al padre, el hijo calla al alejarse, el marido calla por no oir, y casi todos a sí mismos. ¿Te puedo llamar? –pregunta una mujer al hombre del que insiste en pretender enamorarse a pesar de ver nítidamente cuán él sólo quería de ella sexo. El país de las maravillas, al que se llega una vez superados los espejos, allí donde el pudor es la primera de las baldosas amarillas, lo primero que se pisa. Como pisaba sus sueños aquel otro bottom, sin invierno delante pero con una noche peor de verano, detrás.

19 julio 2006

ruinas. 1

Llevaba unos minutos en una capilla en que se celebraba la misa en ese instante, admirando los frescos del techo y sin moverme un ápice, cuando un hombre que franqueaba la entrada se me acercó para susurrarme que la capilla no estaba abierta al turismo durante la misa. Dado que, como digo, mi actitud –ni menos serio, ni menos quieto que cualquiera- sólo se diferenciaba de la del resto en el objeto de mi atención, salí solicito. Y apenas la había abandonado, me di la vuelta y pasé justo delante del mismo hombre, me santigué y entré sin mirarle a los ojos, no sin dejar de percibir que él se hubiera dirigido a mí de haberle mirado. Debiera entonces haber vuelto la mirada al techo como la primera vez, pero preferí mirar hacia el altar, en la idea de que las normas absurdas de la iglesia –que escrutan y juzgan presencias e intuiciones con la misma ligereza y la misma falta de pruebas con que se niegan a juzgar lo que prefieren no ver delante de sus ojos- han de importar mucho menos que el amor propio y el respeto que merece un hombre al que pagan por desempeñar un trabajo. Salí al poco, le hubiera pedido disculpas, aunque al tiempo las escucharan los muros.

12 julio 2006

algunos estupefactos


en la fotografía que nos hace llegar nuestro colaborador de madrid se puede apreciar un detalle del grupo poco numeroso de ciudadanos estupefactos que ayer tarde mostraban su... digamos, disconformidad, indignación, impotencia, etc. con las actuaciones al margen del estado de derecho y del respeto a los derechos humanos tan en boga en la política internacional de la era postdemocrática, fieles exponentes de lo cual son esos dos estados en los que las decisiones políticas (?) se deciden en el despacho del mismo lobby, muy cerca del oval, tan famoso.

11 julio 2006

eroica

Mientras Haydn asiste junto a Beethoven al primero de los ensayos, otra doble presencia, que es, como la primera, encuentro de antiguos regímenes y de sentidos desprevenidos, se revela a la vez en Eroica, la espléndida producción de la BBC de 2003, dirigida por Simon Cellar Jones, acerca del significado de la tercera sinfonía de Beethoven y el auge de Napoleón y su emergente absolutismo, vistos desde un salón de la nobleza austriaca de 1804. Pero la incomprensión, la violencia emocional con que en la película se juzga la primera audición de la obra es una cuya cualidad, cuya inevitabilidad en la magnitud de lo desconocido uno cree compartir doscientos años después a poco que escuche a Hadyn. Y ni siquiera el hecho de haberla escuchado lo suficiente para sentirla familiar le priva a uno de sobrecogerse al mismo tiempo que lo hacen algunos de los actores. Obvio que justo ese es el trabajo de un intérprete, no lo es menos que una de las pruebas de la grandeza en cualquier manifestación artística es justo esa: sobreponerse a nuestra imposibilidad de escuchar, de ver, de sentir por vez primera lo que ya escuchamos o vimos hace tiempo. Tal si poseyera la cualidad de invertir las condiciones de lo emitido y lo percibido, donde la expresión de la genialidad fuera tan magnánima para con nosotros como para consentir que nuestros sentidos sean tan previsibles, tan repetitivos, tan dueños de lo que ya vieron. Como si la sinfonía pensara de nosotros: los tengo muy vistos, pero y.

06 julio 2006

Libre y no

Hay varios falsos destinos visibles a lo largo del metraje de El taxista full. Uno de ellos es la vulnerabilidad de su protagonista –un hombre que roba taxis de noche, cuando sus dueños no los emplean, y los emplea para trabajar. Su precariedad, su desubicación que roza la ingratitud hacia quienes tratan de ayudarle apunta la atención hacia una cierta conmiseración hacia el débil, hacia el desviado. Y no, es de una justicia por inventar que habla la película-documental de Jo Sol. Enfrentado a su ingreso, dictado por un juez, en un psiquiátrico, la ausencia de esa idea de justicia por hallar es desde el protagonista una furia tranquila, domada, que explica él mismo al referir aquella, su idea, como un hallazgo propio, no uno tomado de la sociedad: una idea mía –recalca el taxista sin taxi. Y si el valor de hallarla es, en su convencimiento, más valiosa que la certeza de que con ella vulnera el principio de propiedad privada, es porque en un mundo en el que un hombre no puede, la mayoría de las veces, sino tomar lo que la sociedad quiera darle, inventar una salida adquiere una acepción ética, y de hecho la definición de lo honesto tiembla en su pedestal de barro al oírle decir que en el momento de tenerla, la idea le pareció no deshonesta, una idea razonable.

Al mostrar lo injusto de castigar una forma de impunidad que deja de ser delictiva en el momento en que se imaginan sus practicantes obligados, la película es militante a favor de combatir una impunidad mayor: La acción del falso taxista perjudica a un ciudadano –dicen las leyes, y tal es cierto, pero sólo si el culpable es uno con cara y manos concretas. Si el acusado es la sociedad toda y la víctima un hombre apenas, entonces su cara y sus manos dejan de ser reconocibles, dejan de tener los rasgos visibles, dañinos, imputables que tuviera como causador y no como causado. Me sentía un poco héroe –dice. Y es un heroísmo que sus palabras -tantas veces de una simpleza que no pueden evitar agredir lo complejo de su situación como símbolo- no terminan de ocultar, refugiado en un insistido sólo querer no ir a la cárcel, sólo querer trabajar.

Ya entrados en las consecuencias del aislamiento, Jo Sol explota sin falso pudor ese doble sólo y solo –el hombre es un hombre abandonado por su mujer y su hijo, con el que no se habla, y del que se dice despreciado por su incapacidad para ganarse la vida. Añadido a las trincheras cavadas en torno al significado del vocablo “ley”, esta es una obra acerca de las definiciones como problema, empezando por esa idea de justicia que ni el falso taxista entiende ni la sociedad permite imaginar. Una y otra vez, el taxista peatón no entiende las razones de quienes le acusan, la clasificación de delito con que se juzga su sólo querer trabajar, los argumentos que privilegian el momento de forzar una puerta pero no contemplan lo que se hace tras ella. La sociedad hace bien su trabajo de desorientación, y así, éste tampoco entiende los argumentos de quienes, al sugerir describir su delito con formas menos simples que las que él enarbola, tratan de mostrarle bajo un cristal que le muestre a la luz de la sociedad como un símbolo. La idea tropieza también dentro dado que el hombre, sin decirlo, no se ve como un símbolo, sino como algo mucho más valioso: una persona. No le favorece su negativa a todo lo que no sea la exposición de esa idea razonable que es ganarse la vida haciendo productivo algo que no lo es, pero es que lo simbólico es una creación que halla su utilidad inmerso en lo social, y el taxista falso es, como tantos desposeídos, su propia sociedad.

Dicho ya que a sus ojos tal forma de ganarse la vida no observa robar, sino sólo hacer uso de un medio robado, el punto de vista del realizador también sugiere cómo ambas cosas no son lo mismo. Pueden serlo desde la ley, pero esa es justo la única de las salidas que muestra la película que no miente, una que dice: hay más leyes, otras leyes, unas que deberían proteger a quienes, mayoritariamente, no delinquen a pesar de que la sociedad les impele a ello. Y en ese encuentro de definiciones ilegibles y de perseverancia en una cierta idea de justicia más allá de la ley surge lo que pronuncia el más lúcido de sus defensores, válido aún conviviendo con ese caparazón inevitable: él aún cree en la sociedad, ese es el problema.

En tanto que confundida con la más pueril de frecuente, la idea de lo normal es una de las más necesitadas de una revisión urgente. Luchar es para el taxista de a pie la primera condición de una normalidad que en realidad no sólo no existe sino que penaliza esa creencia: la de que pudiera bastar necesitar algo y obtenerlo para validar sus métodos con ello. En esa definición de lo normal, una de las escenas más duras de la película ilustra, en la narración del falso taxista, cómo la autoridad de un padre, su valor, pudiera estar ligada a ojos de su hijo a algo tan ajeno como la imposibilidad de hallar trabajo. Pues ese es un callejón sin salida: lo que juzga tu hijo por un lado es lo mismo, exactamente lo mismo, que hace la sociedad por el otro: reducirte a lo que tienes, y juzgar sólo eso, no a quienes te impiden tener más.

Hurta espacio lo razonable, lo protestable a tanta recreación pueril de un mundo de trayectos, tarifas y pasajeros sólo en apariencia más propietarios de su suerte, y tan verídica es la supervivencia de El taxista full que ya sólo se puede ver en un cine si se acepta como necesario robarle horas al sueño, a cualquier sueño.

05 julio 2006

1000 años y una lima

Murió slobodan milosevic antes de que el juicio por crímenes contra la humanidad terminara de fijar su apellido en las enciclopedias. Acaba de morir kenneth Lay, fundador de enron y principal responsable de su quiebra que el próximo 11 de septiembre hubiera sido presumiblemente condenado a pasar el resto de su vida en la cárcel por fraude y conspiración. Y el que quienes perdieron el juicio en vida mueran antes de perderlo también delante de un jurado suena a fuga en último momento. Ojalá se mueran –se piensa muchas veces de quienes arruinan la vida de miles o millones de seres- pero es justo lo opuesto: ojalá duren tanto que se les caiga la vida a trozos, hasta que adquieran el aspecto de lo que crearon. ¿Se le morirán a dios los acusados antes de saber qué hacer con ellos?

Pieza para ballet y guillotina

Como si en vano hubiera Francois Poulenc esquivado en 1953 el encargo de componer un ballet para ser estrenado en La Scala de Milán, la ópera resultante de ese regate –Diálogos de Carmelitas- serpenteó sus textos entre las manos primeras de Georges Bernanos, quien escribió un guión a partir de la novela de Gertrud Von le Fort Die Letze am Schafott. El baile no acaba ahí: Emmet Lavery había previamente adquirido los derechos de la historia y con ellos la obligación de ser citado como tal en toda representación, y si bien su nombre no aparece ni como figurante en el folleto que acompaña el montaje que se ha visto en Madrid hasta hace unos días, sí lo hace el de unos -inéditos en la versión de Wikipedia- Philippe Agostini y Raymond Bruckberger como coautores de un guión cinematográfico en que se basa el libreto. Rezuma fe la ópera de Poulenc y en ello pesa, al parecer, no sólo la que profesaba el compositor sino la sorprendente colaboración de Bruckberger, reverendo cuya aportación hubiera uno deseado ver en aquel ballet que no llegó a ser. Pero danzaba el alma a pies juntillas en la sobrecogedora escena final en que las doce Carmelitas son guillotinadas. Como si el ballet que Poulenc no quiso en el escenario se bailara desde las butacas, petrificadas de belleza.

02 julio 2006

de lo rentable

Para afrontar los gastos de la campaña, goring convocó a los grandes empresarios a un encuentro con hitler. Asistieron gustav krupp, cuatro directivos de la IG Farben: albert vogler, de la Vereinigte Deustche Stahlwerke, y otros industriales. hjalmar schacht recuerda: después de que hitler hiciera su discurso, el viejo krupp le contestó con el más unánime respaldo de aquellos industriales a los que representaba –era presidente de la Reichsverband-. Y agregó: el sacrificio pedido será mucho más fácil de soportar por la industria si tenemos en cuenta que la elección del 5 de marzo será seguramente la última de los próximos diez años, posiblemente de los próximos cien años. Seguidamente los asistentes aportaron tres millones de marcos.
-del libro Negocios son negocios, de Daniel Muchnik.