31 diciembre 2015

feliz año no-vo


Justo antes de tirarla, la agenda anual te dice esa verdad sobre los deseos que uno se pide a sí mismo en vano: no cambié la luz fundida de la campana extractora. Tampoco envié las postales francesas a Marta, la madre de Diego. Gregory Hicks jamás recibió el texto con sus diálogos en la obra que no se hizo. No anulé la cuenta en mi banco. No llamé a Xavi. No leí los artículos de Verne. No volví a ver Los juicios de Nuremberg. Nunca pagué la entrada del concierto de James Taylor. No compré calcetines. No compré ese billete de tren. No llamé a esa librería. No compré las copas de vino en Habitat. No llamé a Juan. No pedí esa hipoteca. No fui a Ferrocarril 22. No fui a la feria del Libro. No envié el libro a Leandro. No llegué a hacer las pruebas sobre postura en bici. No escribí el artículo sobre meetic. No llegamos a presentar a los laboratorios. No pagué el impuesto atrasado. No fui a ver Golfus de Roma. No fui a Mercamadrid. No escribí a Jotdown. Sigo sin tener gafas graduadas con las que poder correr. No cambié las ventanas. No logré llevar a mis primas al teatro. No leí a Durrell. No fui al taller de María Velasco. No llegué a esa lectura escénica con Lima. No he bajado a por huevos. Las cosas hay que pedírselas a quien quiere traértelas. Suerte en 2016.  

30 diciembre 2015

del amor brujo


De las ocho tragedias históricas que Shakespeare escribió, solo Enrique VIII no debía estar prevista, pues quince años habían transcurrido desde El rey Juan (1597) cuando la escribió. En medio, Shakespeare alternó comedia y tragedia. Inserto en medio de esos quince años, el penúltimo de sus reyes, Macbeth (1606) venía en lo espectral de Hamlet (1601) y en lo fantástico posible de El sueño de una noche de verano (1596). Si los fantasmas que se le aparecen no vinieran para torturarle, ni habría pestañeado, acostumbrado a que la brujería sea aceptable en tanto que su horóscopo sea halagador.
Como ese otro rey –Ricardo III-, Macbeth solo siente miedo de los fantasmas que vienen a recordarle sus crímenes pasados. Pero no de las brujas que, desde el principio, profetizan su auge y su caída. Lo que separa a Macbeth del resto de reyes shakesperianos, y le acerca al príncipe Hamlet, es la convivencia con lo sobrenatural mientras no sea una amenaza. Y como aprende tarde, para desgracia de Banquo, también con lo inútil de sobreponerse a sus designios. Por eso, cuando Macduff le advierte finalmente de que fue sacado del vientre de su madre muerta, Macbeth se siente rendir, no ante el hombre, sino ante la maldición que le condena a no morir a manos de nadie nacido de mujer.
Desconfiado de sus cercanos y familiarizado con brujas, Macbeth las emplea como Ricardo III al Duque de Buckingham: como mano ejecutora tras la que esconderse, hasta que la mano empieza a opinar por sí misma y no a favor. Por eso Macbeth es también la historia de una profecía mal entendida que no renuncia a sus propias culpas, y elegantemente planteado por Shakespeare, no la de una marioneta que lamentara ser juguete de otros.
Quizá por eso la película de Justin Kurzel inicia la peripecia de Macbeth como la de un profeta él mismo, que lanza a la batalla a casi niños a los que envía en realidad a la muerte, como si listo para afrontar el mismo juego que él viene de jugar con otros indefensos. Si la primera secuencia muestra el entierro del hijo único de Macbeth, y el rito elegido –monedas en los ojos cerrados- se repite al honrar al soldado caído, Macbeth podría ser un niño más, acaso en manos de tres madres crueles que solo por casualidad resultan también brujas.
El niño simboliza varias cosas en manos de Kurzel: acompaña a las brujas y encarna la presencia divina a la que lady Macbeth habla previo a desear morir y lograrlo. En el pulido del texto original, el guión de Jacob Koskoff, Michael Lesslie y Todd Louiso respeta la línea en la que ella dice estrellaría la cabeza de su hijo recién nacido contra el suelo si eso supusiera dudar en su voluntad, pero añade algo turbador: un asomo de piedad en un carácter eminentemente malvado como el suyo al hacerla llorar cuando presencia la ejecución de los niños de Macduff en la hoguera.
La evolución insospechada de su conciencia –en el texto, el de una asesina implacable que enloquece como si lo fuera buscando- sucede mientras una más coral se impone desde las primeras escenas, explícitamente sangrientas: cuanta más sangre bombeada hacia el cuchillo que entra a buscarla, más pacífico es pronunciado el verso. Con excepción de momentos puntuales, la prosodia de Fassbender y de Cotillard, pero también la del resto, es la de quien leyera un largo poema, pura furia y temor paralizados, que se escribe en tiempo real, mientras se mata o muere.
El resultado es una tragedia atravesada por una sensación de distancia entre lo dicho y lo vivido, o el de unos hechos que fueran descritos con la extraña paz de quien los comete mientras otro los ordena desde dentro de ti, como si la profecía de las brujas alcanzara a todos, tal y como el vestuario de Jacqueline Durran iguala a reyes y campesinos.
Las brujas guían a Macbeth como a Edipo la esfinge. En su delirio, el cadáver de un caído conduce a Macbeth hasta la tienda en que duerme Duncan. La película entera parece segregar guías inesperados: la amiga con la que voy al cine dice sentir algo parecido a la ternura hacia Macbeth, cierta comprensión honda de su dolor. Como si la tortura o el miedo que no te sacas de encima y te arrastra al delirio valieran lo que la maldición que se te ofrece. Que quizá es solo esa otra pregunta: qué pasaría si Macbeth supiera a tiempo lo que las brujas están ofertando. Si, como en la versión de Kurosawa, el futuro rey solo aceptaría ir a ese matadero impulsado por razones humanas como la codicia, y no fantasmales, que prometen una sangre real que solo lo es cuando la sientes bajar desde el estómago.

29 diciembre 2015

Cimientos del puente


El puente entre lo real y lo irreal, que hiciera la fama y la fortuna de Spielberg en sus comienzos- es, a las puertas de su séptima década de vida, uno entre el presente y el pasado. Lo es cada una de sus tres últimas películas -War horse, Lincoln y esta El puente de los espías. Y lo que en sus lejanas historias de extraterrestres fuera la proximidad con lo humano, en sus últimas viene siendo la de otros extraterrestres, solo en apariencia más humanos, al contacto extrañado y no bien acogido, con lo humano general.
Más interesantemente, lo que viaja por ese puente hacia el pasado viene siendo, de vuelta, un carril que aspira a traer cosas nuevas, y no siempre amables, sobre la condición aceptada de la identidad norteamericana. Si en Lincoln no costaba ver la peripecia de Obama pugnando por ser lo que nadie parece dispuesto a esperar de un presidente, atribulada y cambiante relación demócrata-republicana incluida, en El puente de los espías, la elección de un abogado insobornable para defender a quien ya ha sido juzgado antes de empezar cuenta del sistema de libertades de ese país algo que pudiera no necesitar de una guerra fría para suspender derechos o considerarlos un lujo prescindible. El abuso policial o la barbarie hecha índice de posesión de armas es un muro más alto que el de Berlín y no menos bárbaro.
Inclusos sostenido por un retrato, clásicamente spielbergiano, de un héroe demasiado perfecto para tener nacionalidad o hablar en una lengua que pueda ser entendida, los dos bandos que sostienen la historia, superpuestos a los obvios, son un puente entre ideas irrompibles: una, que la verdad está al servicio de la ventaja negociadora. Otra, que en una guerra a veces lo más difícil es saber quién la gana.
Si las argucias con que uno y otro bando –el norteamericano, el soviético- camuflan y revenden la verdad y la desconfianza recuerdan sin problemas a cualquier ronda de negociación actual de la Organización Mundial de Comercio, la noción de rehenes y escudos humanos trasciende épocas y países para hablar, como el mejor cine de Spielberg, de un conflicto moral que se refugia en individuos para huir de la sociedad, y vuelve a esa intemperie una vez que el héroe hace lo que puede.
Como la verdad más allá de sistemas políticos totalitarios –la URSS post Stalin- o fantasmagorías hechas en casa con el mismo manual de instrucciones que las bombas –el macartismo-, los individuos que ya no son de nadie atraviesan la película como la sospecha o la posibilidad de jugar con ventaja: la vulnerabilidad del espía ruso en manos de su país una vez devuelto no es muy distinta de la que gravita sobre el piloto norteamericano una vez vuelto al suyo. La misma posibilidad de traición, la misma fe gratuita en que confiar en él sea menos rentable, y más inmediato para la tranquilidad nacional, que creerle culpable, sea cual sea la realidad. Que al cabo es indemostrable, como la ideología sometida a demasiada presión.
El guión es brillantemente honesto al ubicar la lupa sobre el culpable obvio –el espía ruso- y hacer depender de él la suerte de un segundo rehén en manos rusas. En una película sobre héroes improbables –el abogado es puro dechado de las virtudes, tan preferidas como fácilmente fraudulentas, en que a su país le gusta verse encarnado- hacer depender el heroísmo verdadero, íntimo y a costa propia, resulta el de quien más daña la sociedad estadounidense en tiempos de guerra.
Como la verdad, la mayor mentira también espera al final para mostrarse: “No importa lo que piense la gente” –dice ese abogado/Hanks al piloto que vienen de intercambiar y que le jura que no le han sonsacado nada. Solo que eso –lo que piense la gente- es la causa del delirio paranoico que combaten. Justo eso –la gente- atenta contra la vida de un hombre cuyo trabajo –defender la verdad- parece incompatible con el modo de vida americano. Justo eso –lo que la gente llama pensar cuando es apenas preferir- lo que hace a uno –piloto- jugarse la vida, y tener que matarse antes de caer en manos enemigas- y al otro –abogado- ir a defender la vida de un soldado sin que el gobierno que se lo pide se muestre en público a favor de ese mismo empeño.
La frase que recurrentemente repite el espía soviético cuando le preguntan si tiene miedo –“¿serviría de algo?”- habla, finalmente, del puente real que en todo conflicto entre países elige las aguas más frías debajo para negociar, chantajear o exigir en nombre de la seguridad nacional o la defensa de un modo de vida que para generar estupidez, crueldad y crimen solo necesita una pista que poder anunciar como rehén en manos enemigas. Congelados en tiempos distintos del mismo país, quienes esperan en ese puente en la escena clave, a un lado y a otro, también son Frank Capra y Spielberg.

28 diciembre 2015

El despertar del bostezo


Como demostrara Gravity, de Cuarón, hace poco, lo que proyectos antiguos acaban esparciendo en el espacio podría ser justo lo que necesitan proyectos nuevos para fracasar. La atmósfera de un estudio de cine podría parecerse demasiado a la que dejas atrás al elevarte: quienes encargaron a J.J. Abrams la continuación de la saga de Star Wars, en realidad estaban encargando dos: la que éste venía de realizar con éxito con una de las otras dos franquicias espaciales –Star Trek- (la tercera sería Alien), y la reinvención de una trilogía (la de Lucas, Kershner y Marquand) necesitada de olvidar otra (la de Lucas).
Quizá porque el segundo objetivo es terreno minado tras la conversión de Lucas al lado infantiloide, Abrams parece haberse concentrado en repetir exactamente el primero, manteniendo lo que garantizara la conexión allí –Leonard Nimoy cumpliendo como vínculo generacional lo que Ford, Hamill y Fisher aquí- pero reformulando el nexo con la primera película de la saga en 1977 de la forma menos sutil posible: volviéndola a rodar, plano por plano. Y aún más, hasta parecer un grandes éxitos de las seis películas previas.
La presencia de chatarra procedente de las seis películas precedentes –gigantescas naves varadas en el desierto, de las que la protagonista extrae trozos con los que ganarse la vida- es algo más que una forma de bajar a tierra el conflicto: las tramas avanzan hasta superponer un episodio a otro, y no precisamente con timidez o pudor más esperable en Lawrence Kasdan, que ya participara en películas previas de la saga:
El drama que en La guerra de las galaxias hacía salir al héroe de una vida de chatarrera clona la de Luke como granjero, cuyos padres, como aquí, “nunca van a regresar”. La revelación que vertebraba El imperio contraataca –Luke hijo de Vader- es aquí la de Kylo Ren a partir de Han Solo. Incluso el nexo con aquel Obi Wan Kenobi se mantiene: Han llama a su hijo por su nombre: Ben. El droide que porta el mensaje clave es un modelo actualizado de R2D2. La estrella de la muerte cuenta con la misma arma. Su destrucción es la de aquella primera. El personaje que explica el destino de todos recuerda a Yoda. La conspiración para derrocar la república parece sacada de un resumen de la segunda trilogía. La traición a Luke por parte de su aprendiz se diría el núcleo mismo del manual de instrucciones jedi. El Halcón milenario cambia de manos del mejor piloto improbable a uno que también lo es. El aislamiento de Luke, en un planeta lejano, es el de Yoda. Incluso lo más irrelevante lo es de la misma forma que ya conocemos -esa cantina que aspira a ser explícitamente idéntica.
Solo la tentación del lado luminoso que dice –cierto o no- sentir el nuevo Vader añade algo a la peripecia, no mucho más intensamente vertebrada, en torno al asunto pararreligioso que sustenta lo mejor de la saga y sirve de fondo útil para lo peor. Apenas John Williams subsiste de momento a la reinvención de la idea en manos de Lucas.
La paradoja asoma al revisar el momento clave de la trilogía –el “tú eres mi padre”- que cualquier menos Lucas podría haber entendido: las quejas de éste sobre el vuelco dado por Abrams al formato visual –más retro, grasiento, mundano- cuenta de todo esto esa verdad que viene de muy lejos, y que es lo único que Lucas, a su pesar, no puede vender a Disney: cómo la paternidad de unos materiales no implica necesariamente saber qué hacer con ellos, o sacarles el mejor partido. Otra forma de verlo es que si Lucas tuviera tantos midiclorianos en la sangre de cineasta como acciones de Lucasfilm, La amenaza fantasma sería mucho mejor película.
A la espera de la evolución de la saga, la redención del serial aspira aún a algo que el tratamiento de la fuerza como nebuloso eje sigue necesitando como si fuera eso –no hallarla- lo que permite su subsistencia: la espera de la reencarnación útil. También esa cuota de fidelidad excesiva al original religioso puede encontrarse: uno tras otro, los evangelios son, en gran parte de sus capítulos, idénticos, mera copia se diría. El despertar se parece aún al mismo sueño. Y éste al bostezo conocido.

27 diciembre 2015

conviviendo con la otra especie


Extinto el formato (aunque Tarantino lo haya recuperado ahora) que empezaba las películas con una Obertura y a veces incluía una segunda, en medio, a modo de Entreacto, no digamos ya la posibilidad que en los cincuenta aún se permitía ubicar a veces, a modo de preámbulo, unas palabras del productor o director del estudio (Ben Hur o Frankenstein lo tienen), y a merced los títulos de crédito de la voracidad publicitaria de las cadenas de televisión, las notas al margen quedan para quien quiera buscarlas, o para quien, en los cines, aún permanece sentado no sea que los créditos finales aporten algo, siquiera sea la continuidad del clima, Sufragistas ubica a modo de colofón discreto la lista de países que permiten el voto femenino y la fecha –trágicamente reciente en muchos de ellos- en que ese derecho fe adoptado.
Sufragistas, que sería quizá una película más equilibrada si dirigida por un hombre, se ve como el relato de la convivencia entre el hombre de Cromañón y el de Neandertal. O más exactamente, tal las narraciones del racismo organizado, como el momento en que la especie preeminente ha de compartir poder con la sojuzgada. Como en toda fase del progreso humano, el coraje libra sus propias luchas mientras la estupidez pelea las suyas. La película de Sarah Gavron recoge las trincheras de ambos lados y en lo militante de su visión uno cree que se pierde, aunque se muestre, el peso valioso que del conflicto habría contado la visión más detallada del otro tabú que libraba esa guerra al tiempo que las mujeres en la Inglaterra de 1913: el que pugnaban los hombres favorables a la equiparación de derechos. No porque fuese más crudo o peor tratado que el de las mujeres, sino porque, al contrario que el que libraban las sufragistas, el masculino no era una opción necesaria. El hombre que escogía ponerse del lado de las mujeres lo hacía llevado por un grado de compromiso que no era valentía sino traición.
En la película el marido de la sufragista más indómita es el personaje masculino más contenido de cuantos contiene. Millones como él acudieron a la Primera Guerra mundial con una idea decimonónica del combate que las ametralladoras segaron pronto, enviando al mundo al periodo salvaje que la Segunda gran guerra solo terminó de confirmar. Mientras las ratas devoraban a cientos de miles de hombres caídos entre una trinchera y otra, en las ciudades de las que salieran, cientos de miles de mujeres luchaban por ocupar los puestos de los ausentes. No pocos de quienes volvieron de las trincheras debían saber que las ratas verdaderas que aspiraban a multiplicar su presencia a costa del hombre no eran las que luchaban por sus derechos en las calles, a plena luz del día. Contar esa historia, la de quienes volvieron de la Gran Guerra, no siendo ya los hombres que eran, a un mundo en el que las mujeres aspiraban a lo mismo, acaso merecería más una serie que una película. Y a Fassbinder.

16 diciembre 2015

el juego que otros traen


Chéjov, que escribió una obra de teatro por cada diez cuentos agradecería el esfuerzo de Brian Friel por añadir a la lista una obra basada en su relato La dama del perrito. Quizá menos que, al final abierto que escribió, Friel añadiera una fecha de caducidad que ambos protagonista del relato saben. Clásicamente hijo del XIX, el cuento de Chéjov narra el amor furtivo de un hombre y una mujer casados y no entre ellos, que acuerdan separarse tras su primer encuentro solo para descubrir que se aman, que no pueden vivir sino para el otro. Friel modificó dos aspectos esenciales: en su versión, él no es el seductor que en Chéjov sí, y, más importante, ella ama a su marido aunque él le saque 300 años. Se representa estos días en Guindalera y uno asiste a la historia familiar con el dolor habitual y aún más, que duele el de ellos, el que, en una de sus despedidas, ambos digan saber que iba a acabarse. Chéjov escribió sobre dos seres que, creyendo vislumbrar el límite del dolor respectivo, acaban descubriendo que “la parte más complicada y difícil no había hecho más que empezar”, quizá por eso el final que Friel añadió a su juego es especialmente cruel. Si Chéjov escribió que “era evidente que aquel amor tardaría mucho en acabarse, que no podía encontrarle fin”, Friel añadió una salida que es tanto alivio como condena a lo que Chéjov clásicamente describió: el deseo de lo que no puedes tener pero te consume mientras lo anhelas, y al contrario de lo que ocurre en su teatro, mientras al menos lo tienes. Hay poco juego en La dama del perrito y quizá demasiado en Friel, porque Ana Sergeyevna podría ser la Masha de Tres hermanas. Incluso si, por uno de esos azares inusuales, la actriz que encarna a ambas no fuera la misma que se dispone a saltar de uno a otro en unas semanas.

15 diciembre 2015

el señor de las langostas


Coinciden en el mundo actual dos visiones de la seducción –la que, desde plataformas online permite ligar a base de manipular contraste, color e intensidad de las fotos que se suben al perfil; y la que desde el cine de Wes Anderson apuesta por justo lo contrario: hieratismo, colores pálidos, parquedad expresiva. La nueva película de Yorgos Lanthimos –Langosta- concilia los dos mundos sin dejar de reírse de ambos.
Metáfora de una sociedad infantilizada, que a la metamorfosis que viene del mundo real –cambiar la apariencia de tus fotos hasta no reconocerte en ellas- suma la irreal –la transformación en otra cosa, un animal, de no conseguir ligar en 45 días-, honra esa otra historia rara de amor con el mundo que es el cine de Anderson, cruce de Barrio Sésamo y de inexpresividad actoral en manos de actores espléndidos al servicio, eso sí, de sátiras más o menos feroces, más o menos reconocibles.
La de Lanthimos busca en una longitud de onda distinta, más cruenta, más despiadada, lo que Anderson es amabilidad incluso en los crímenes. El paternalismo de los personajes de éste permea la obra de aquel, y en Langosta adquiere la rugosidad de un absurdo más allá del andersoniano, en el que ambos bandos son igual de estúpidos, ridículos y ciegos. Pero también igual de inocentes cuando toca serlo.
Es la clase de pureza hecha a medida de la orwelliana policía del pensamiento, y también la más cercana, familiar, encarnación del terror adulto en la máscara de la niñez, o el infantilismo adulto, que Haneke volcara en Funny Games, o Von Trier, vía crueldad impune, pero igual de infantil en su expresión irracional, en Dogville.
El aislamiento, la imposibilidad de contacto, la farsa a la hora de fingir lo que no eres conecta con la obra de Bradbury, con una forma de pureza que tiene tanto de absolutismo como de lo que William Golding puso en manos de niños jugando a ser adultos, y criminales, en El señor de las moscas. Más Beckettiana que Ionesca, más Bernhardiana que Pinteriana, la langosta con la que sueña ser el protagonista si no consigue pareja en unas horas es una elección ciega, y a eso apuesta el final de la historia: a que todo lo que tienes, o no, se gana y pierde entre brumas. O como en la estirpe de Edipo, en algo que podría ser igual tanto cuando sabes lo que eres como cuando no.

14 diciembre 2015

el día que Poe arde sin quemarse


Quizá porque Ray Bradbury vivió una época en que el mundo, en plena guerra fría, parecía poder, o querer, saltar por pedazos a cada rato, sus relatos cruzan y otra vez los mismos temas como si de un gran relato recomenzado cada veinte páginas se tratara, y algunas de sus novelas se cuentan como trozos traídos de sus compilaciones de relatos. Esa noria generó una real, y Bradury la empleó de núcleo de su tercera novela, La feria de las tinieblas (1962), historia de una feria tenebrosa que arrastra entre sus atracciones un tiovivo capaz de añadir o quitar años a conveniencia.  
Relato de iniciación visto a través de los ojos de dos niños, es también, puesto en práctica, el de los peores temores del inspector de Climas Morales que en uno de los relatos de Crónicas Marcianas, ordena destruir una casa construida a imagen y semejanza de la Usheriana que Poe imaginara en sus Cuentos de imaginación y misterio: el del triunfo de la imaginación, de la fantasía literaria aplicada al mundo real.
El miedo a lo que los libros podían hacerle al mundo recorre la literatura bradburiana como una fábula moral -Fahrenheit 451- o, más frecuentemente, como huella de un tiempo de barbarie, ya ajado como los libros desaparecidos. Y que en La feria de las tinieblas es su reverso exacto: el triunfo de Poe, de la imaginación desatada volcada contra quienes viven una existencia tan plácida que bien podría considerarse preámbulo de los días oscuros por venir, de los días de Climas Morales. “Allí ardieron también Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro” –se lee en Crónicas Marcianas.
Padre de uno de los protagonistas de La feria de las tinieblas, Charlie Halloway, que lamenta haber tenido a su hijo demasiado tarde, y a sí mismo, nunca; que explica la tristeza como viruta del acto de ser bueno, y la alegría general como una forma posible de cobardía; que desearía una máquina del tiempo mientras una que sí lo es amenaza con destruir a su hijo; que cree en leer la vida como acto tan digno de valor como pueda serlo la de escribirla a la velocidad de la niñez, solo podía ser bibliotecario.

13 diciembre 2015

esquina del personaje ausente


Si hay una forma de añadir crueldad a la que emana Fiódor Pávlovich Karamázov ha de ser llevar la novela de Dostoyevski al teatro. Es decir, suprimir a Dostoyevski del relato. No porque al dejar solo los diálogos entre los personajes, la acción o las vigas en que se asienta no sostengan el drama, sino porque, como en toda novela, es el narrador de la historia el que habla desde la cabeza de los personajes y no solo desde su boca. Y hay más voces en la cabeza que en la lengua. Dostoyevski, que halló en Siberia, condenado a la mudez, todas las voces que pondría en su novela, se introdujo en cada habitación de Los hermanos Karamázov Dostoyevski para obligarse a mirar, para intentar recuperar algo de lo que había perdido.
Y no era poco. Como Dmitri Pávlovich Karamázov, Dostoyevski purgó en un campo de trabajo un crimen que tenía otros culpables. Como Pável Fiódorovich Smerdiakov, padecía de epilepsia. Como Alekséi Fiódorovich Karamázov, se refugió en un cristianismo que le salvara la vida por la que se peleaban fuerzas más destructivas en el mundo real. Alekséi era el nombre de su hijo que murió a los tres años de epilepsia. En Siberia llegó a conocer a un hombre condenado por parricidio por la herencia, que fue liberado años después al confesar su crimen el asesino real.
Si la premisa existencial de la novela era lograr la redención del crimen paterno, salvar a Fiódor Pávlovich Karamázov siendo mejores que él, no solo sus hijos fracasan sucesivamente al participar de la muerte de éste en mayor o menor medida, sino que también sucede en dirección opuesta: la brutalidad, el ansia por quemar la vida que inocula en Dmitri no le mata menos de lo que el propio Dostoyevski inoculó sin poder evitarlo en su hijo. Quizá por eso Alekséi sobrevive a todo y a todos. Y cuánto de la condición de asesino impelido, casi obligado a ello, del epiléptico Pável Fiódorovich Smerdiakov no sería el deseo de Dostoyevski de ver a su hijo matarle antes de que fuera él quien le matara.
El relato del sufrimiento de los hijos se compone de alegaciones a los padres como la poesía acaba hablando de las brusquedades de la prosa. Literalmente: el poema sobre el gran inquisidor, que el cuarto hijo, Iván Fiódorovich Karamázov, desgrana a su hermano, Alekséi el monástico, como alegoría de la crueldad con que la religión gobierna a dios es tanto el relato de la impotencia del padre ante la mezquindad de sus hijos –en el poema Jesús baja a Sevilla un día después de que la inquisición mate a 100 personas, y al ser reconocido es encerrado por el gran inquisidor que le prohíbe añadir nada a lo que reveló en su primera llegada, nada que pueda afectar al poder de la iglesia en este mundo- como lo contrario, en esa imagen que refleja también al patriarca Karamázov en la responsabilidad del padre, por inacción o pereza, en los desmanes de sus hijos. Y que en 2007 paseó Peter Brook por el mundo en un monólogo en el que Bruce Myers juzgaba y condenada a un Jesús invisible.
Improbablemente resucitado el empeño de adaptar, no un fragmento, sino la novela entera, hasta enero el Valle Inclán acoge la formidable versión de José Luis Collado de la novela, dirigida por Gerardo Vera y encabezada por un falstaffiano Juan Echanove, a quien las líneas en que dice saber exactamente qué es, qué son todos y qué no, parecen salirle de un alma que llevara acumulando, y pervirtiendo, conocimiento desde 1880. Como su asesino, e hijo bastardo y torturado, Pável Fiódorovich Smerdiakov, el patriarca de los Karamázov puede fingir razón como aquel epilepsia.
Descarnadamente escritor y personaje de quienes le rodean, el Fiódor Pávlovich Karamázov de Echanove no solo es, así, el poder hurtado y preservado de Dostoyevski al ser llevado a escena, también esa figura que acaso su cuarto hijo, Iván Fiódorovich Karamázov, el que más lee, el que más estudia, habría visto en su padre: la de Ricardo III, de haber tenido tiempo para engendrar hijos y sobrevivirles el tiempo necesario para hacerse matar por ellos, no sin causa mejor ganada desde las manos que sostienen el cuchillo.

12 diciembre 2015

gran ballena barbuda


Si hubo una gran ballena blanca antes de que Herman Melville pusiera una a recorrer el mundo, más fácilmente pudo haber sido el propio Melville sin saberlo: una que pudiera seguir, a la que dar caza Robert Louis Stevenson, rumbo a los mares del sur que Melville había visitado cuarenta años antes, a mediados del XIX, enrolado en barcos balleneros. Llamado entre los nativos Tusitala –el que cuenta historias-, Stevenson improbablemente leyó Moby Dick, porque nadie lo hizo cuando fue publicada. Pero Melville sí vivió para haber leído acaso los relatos de Stevenson. En al menos dos de ellos –el diablo en la botella, y la playa de Falesá- no le costaría ver la maldición de quien vive de lo que le destruirá.
Si la caza de un monstruo marino podía servir de metáfora de alguna búsqueda, era la de la prosperidad mínima para vivir de la literatura, y en eso Melville refulgía en todos los tonos de la palidez que da la precariedad. Dudosamente eso estaba en la mente de Ron Howard cuando dirigió En el corazón del mar (2015), y en ella, la historia de un episodio que Melville pudo haber escuchado del superviviente de un encuentro con una gran ballena. Sabiendo lo poquísimo que le reportó en vida su obra maestra, duele ver a Melville pagar en la película cuanto dinero tiene a cambio de una noche de conversación de la que saldrá la novela que le devaste anímica y financieramente.
Melville es aquí una excusa para contar de nuevo Moby Dick, esta vez sin contarla, y bien está. Llámese el barco Essex o Pequod, surque mares reales o inventados, la épica narrada por Howard es familiarmente homérica. Nathaniel Hawthorne fue uno de los pocos que lo advirtió, y en eso el guión es extrañamente cruel: Melville pudo haber tenido dudas sobre su capacidad literaria, pero no a esas alturas, y menos aún si de compararse amargamente con Hawthorne se trataba. Aunque solo fuera porque eran vecinos y amigos. Dudosamente Melville –que si la había leído- se planteó que Moby Dick no fuera sino una obra mayor, o su colapso al ver su novela pasar desapercibida no tendría sentido.
Como esa imagen magnífica inserta en la novela –la de quien pule y pule su ataúd sabiendo que el día de usarlo se acerca, y acaba sirviendo de salvavidas a otro- los días finales de Melville, como agente portuario de aduanas en New York, debían parecerle sospechosamente similares a los que, en el mundo que recibía su novela sin querer dejarla entrar, juzgaba a quienes llamaban a la puerta por su apariencia, por el tema que les hubiera llevado hasta allí. El de Melville recogía sus andanzas balleneras, y ese era un tema –el marinero- que ya había tratado en cada una de sus cinco novelas previas publicadas, a una por año. En la aduana de la mirada personal del comprador, ese era un tema que ya había dejado pasar varias veces.
A pesar de llevarse treinta años, Stevenson y Melville murieron con apenas tres de diferencia. Honrando a ambos, la película de Howard relata el canibalismo a bordo de barcas a la deriva, la obsesión fatal, y, actualizado en tiempos de fragilidad de la bioesfera, la ira y perdón final de la criatura marina que hostiga y desangra a quienes hacen lo propio con su especie. Pero ni la figura de un capitán extraviado en su ego hace olvidar el símil, aquí ausente, que viaja de Stevenson a Melville: la historia del dr. Kekyill y mr. Hyde es, en tierra firme, la misma que Melville puso en Achab y en la ballena blanca a darse caza sin dejar en ningún momento de ser la misma cosa, la misma obsesión ciega. Si Ron Howard fuera John Houston, el resto de simbiosis se echarían menos en falta.

11 diciembre 2015

Desde la ciudad viva


En los primeros años de la década de 1920, varios en Alemania competían por crear la obra que les abriría las puertas del futuro. Dos de los que acabarían siendo más prominentes –hitler y el compositor Erich Wolfang Korngold- incluso iban a pugnar por compartir el título de su obra respectiva. Llegó antes Korngold y la ópera que se convertiría en su pieza más representada –La ciudad muerta (1920)- dejó a hitler a merced de un título más ambiguo –mi lucha (1924)- pero con los mismos muertos dentro. Entre el esfuerzo de uno y otro iba a colarse Wilhelm Furtwängler, nombrado director de la Filarmónica de Berlín en 1922.
En 1934 el régimen nazi forzó a éste a dimitir por dirigir y defender música creada por uno de los autores proscritos –Paul Hindemint. Y cuatro años más tarde, hizo que Korngold se exiliara doblemente: de su condición alemana, al residir desde entonces en Estados Unidos; de su condición de músico representable, al ser incluido en la misma lista que Hindemint.
El jerarca nazi, que como otros –stalin, mao, kim jong-un- odiaban la realidad pero amaba la ficción, vía devoción por el cine norteamericano, de haber sabido el alcance de su estupidez habría exiliado a Korngold incluso de no mediar su ascendencia judía: pues al tiempo que exiliaba a éste, exportaba al enemigo un arma que ganaba las guerras desde un área con la que no podía competir la industria alemana: Korngold como los también judíos Bernard Herrmann y Franz Waxman, liderados por los comandantes en jefe, Alfred Newman y Max Steiner, aportaron al cine norteamericano sus raíces musicales, la forma sinfónica que Miklós Rosza devolvió a tierra europea décadas después, en forma del sonido que tomó el cine épico en los cincuenta. Y que es el núcleo mismo del superviviente, y tiranosaurius rex del género, John Williams.
El ascenso del nazismo se produjo en paralelo el desarrollo del cine norteamericano como industria ya consciente de su potencial, y muchos de aquellos compositores fueron demandados por la industria antes incluso de haber probado suerte en el terreno natural al que optaban mientras estudiaban. No Korngold, que había compuesto una veintena de obras –desde sonatas para piano a óperas- cuando se trasladó a Hollywood para componer. Solo aguantó ocho años al servicio de lo que consideraba argumentos pueriles, o puerilmente plasmados respecto a las posibilidades que ofrece la composición en la que fue formado. Solo hitler hubiera disentido en lo que al valor de esa opinión se refiere.
Simon Rattle nació dos años antes de que Korngold muriera, y apenas unos meses después de que lo hiciera Furtwängler. Décadas antes de que fuera nombrado director de la Filarmónica de Berlín, Rattle dirigió la música de Patrick Doyle para Enrique V, de Kenneth Branagh. Y hace una década, la de Tom Tywker para El perfume. Este mismo año, en el concierto anual que la Filarmónica celebra al aire libre en junio  Waldbüne, Berlín, y que cada año escoge un tema y un director, Rattle elegía entre las músicas compuestas para cine, la que Korngold compusiera para Las aventuras de Robin Hood, en 1938. Algunos círculos se cierran al mismo tiempo que se abren más.