11 diciembre 2015

Desde la ciudad viva


En los primeros años de la década de 1920, varios en Alemania competían por crear la obra que les abriría las puertas del futuro. Dos de los que acabarían siendo más prominentes –hitler y el compositor Erich Wolfang Korngold- incluso iban a pugnar por compartir el título de su obra respectiva. Llegó antes Korngold y la ópera que se convertiría en su pieza más representada –La ciudad muerta (1920)- dejó a hitler a merced de un título más ambiguo –mi lucha (1924)- pero con los mismos muertos dentro. Entre el esfuerzo de uno y otro iba a colarse Wilhelm Furtwängler, nombrado director de la Filarmónica de Berlín en 1922.
En 1934 el régimen nazi forzó a éste a dimitir por dirigir y defender música creada por uno de los autores proscritos –Paul Hindemint. Y cuatro años más tarde, hizo que Korngold se exiliara doblemente: de su condición alemana, al residir desde entonces en Estados Unidos; de su condición de músico representable, al ser incluido en la misma lista que Hindemint.
El jerarca nazi, que como otros –stalin, mao, kim jong-un- odiaban la realidad pero amaba la ficción, vía devoción por el cine norteamericano, de haber sabido el alcance de su estupidez habría exiliado a Korngold incluso de no mediar su ascendencia judía: pues al tiempo que exiliaba a éste, exportaba al enemigo un arma que ganaba las guerras desde un área con la que no podía competir la industria alemana: Korngold como los también judíos Bernard Herrmann y Franz Waxman, liderados por los comandantes en jefe, Alfred Newman y Max Steiner, aportaron al cine norteamericano sus raíces musicales, la forma sinfónica que Miklós Rosza devolvió a tierra europea décadas después, en forma del sonido que tomó el cine épico en los cincuenta. Y que es el núcleo mismo del superviviente, y tiranosaurius rex del género, John Williams.
El ascenso del nazismo se produjo en paralelo el desarrollo del cine norteamericano como industria ya consciente de su potencial, y muchos de aquellos compositores fueron demandados por la industria antes incluso de haber probado suerte en el terreno natural al que optaban mientras estudiaban. No Korngold, que había compuesto una veintena de obras –desde sonatas para piano a óperas- cuando se trasladó a Hollywood para componer. Solo aguantó ocho años al servicio de lo que consideraba argumentos pueriles, o puerilmente plasmados respecto a las posibilidades que ofrece la composición en la que fue formado. Solo hitler hubiera disentido en lo que al valor de esa opinión se refiere.
Simon Rattle nació dos años antes de que Korngold muriera, y apenas unos meses después de que lo hiciera Furtwängler. Décadas antes de que fuera nombrado director de la Filarmónica de Berlín, Rattle dirigió la música de Patrick Doyle para Enrique V, de Kenneth Branagh. Y hace una década, la de Tom Tywker para El perfume. Este mismo año, en el concierto anual que la Filarmónica celebra al aire libre en junio  Waldbüne, Berlín, y que cada año escoge un tema y un director, Rattle elegía entre las músicas compuestas para cine, la que Korngold compusiera para Las aventuras de Robin Hood, en 1938. Algunos círculos se cierran al mismo tiempo que se abren más.

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