En los primeros años de la década de 1920,
varios en Alemania competían por crear la obra que les abriría las puertas del
futuro. Dos de los que acabarían siendo más prominentes –hitler y el compositor
Erich Wolfang Korngold- incluso iban a pugnar por compartir el título de su
obra respectiva. Llegó antes Korngold y la ópera que se convertiría en su pieza
más representada –La ciudad muerta (1920)- dejó a hitler a merced de un título
más ambiguo –mi lucha (1924)- pero con los mismos muertos dentro. Entre el
esfuerzo de uno y otro iba a colarse Wilhelm Furtwängler, nombrado director de
la Filarmónica de Berlín en 1922.
En 1934 el régimen nazi forzó a éste a
dimitir por dirigir y defender música creada por uno de los autores proscritos
–Paul Hindemint. Y cuatro años más tarde, hizo que Korngold se exiliara doblemente:
de su condición alemana, al residir desde entonces en Estados Unidos; de su
condición de músico representable, al ser incluido en la misma lista que
Hindemint.
El jerarca nazi, que como otros –stalin, mao,
kim jong-un- odiaban la realidad pero amaba la ficción, vía devoción por el
cine norteamericano, de haber sabido el alcance de su estupidez habría exiliado
a Korngold incluso de no mediar su ascendencia judía: pues al tiempo que
exiliaba a éste, exportaba al enemigo un arma que ganaba las guerras desde un
área con la que no podía competir la industria alemana: Korngold como los
también judíos Bernard Herrmann y Franz Waxman, liderados por los comandantes
en jefe, Alfred Newman y Max Steiner, aportaron al cine norteamericano sus
raíces musicales, la forma sinfónica que Miklós Rosza devolvió a tierra europea
décadas después, en forma del sonido que tomó el cine épico en los cincuenta. Y
que es el núcleo mismo del superviviente, y tiranosaurius rex del género, John
Williams.
El ascenso del nazismo se produjo en paralelo
el desarrollo del cine norteamericano como industria ya consciente de su
potencial, y muchos de aquellos compositores fueron demandados por la industria
antes incluso de haber probado suerte en el terreno natural al que optaban
mientras estudiaban. No Korngold, que había compuesto una veintena de obras
–desde sonatas para piano a óperas- cuando se trasladó a Hollywood para
componer. Solo aguantó ocho años al servicio de lo que consideraba argumentos
pueriles, o puerilmente plasmados respecto a las posibilidades que ofrece la
composición en la que fue formado. Solo hitler hubiera disentido en lo que al
valor de esa opinión se refiere.
Simon Rattle nació dos años antes de que Korngold
muriera, y apenas unos meses después de que lo hiciera Furtwängler. Décadas antes
de que fuera nombrado director de la Filarmónica de Berlín, Rattle dirigió la
música de Patrick Doyle para Enrique V, de Kenneth Branagh. Y hace una década,
la de Tom Tywker para El perfume. Este mismo año, en el concierto anual que la Filarmónica
celebra al aire libre en junio Waldbüne,
Berlín, y que cada año escoge un tema y un director, Rattle elegía entre las
músicas compuestas para cine, la que Korngold compusiera para Las aventuras de
Robin Hood, en 1938. Algunos círculos se cierran al mismo tiempo que se abren
más.
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