30 diciembre 2015

del amor brujo


De las ocho tragedias históricas que Shakespeare escribió, solo Enrique VIII no debía estar prevista, pues quince años habían transcurrido desde El rey Juan (1597) cuando la escribió. En medio, Shakespeare alternó comedia y tragedia. Inserto en medio de esos quince años, el penúltimo de sus reyes, Macbeth (1606) venía en lo espectral de Hamlet (1601) y en lo fantástico posible de El sueño de una noche de verano (1596). Si los fantasmas que se le aparecen no vinieran para torturarle, ni habría pestañeado, acostumbrado a que la brujería sea aceptable en tanto que su horóscopo sea halagador.
Como ese otro rey –Ricardo III-, Macbeth solo siente miedo de los fantasmas que vienen a recordarle sus crímenes pasados. Pero no de las brujas que, desde el principio, profetizan su auge y su caída. Lo que separa a Macbeth del resto de reyes shakesperianos, y le acerca al príncipe Hamlet, es la convivencia con lo sobrenatural mientras no sea una amenaza. Y como aprende tarde, para desgracia de Banquo, también con lo inútil de sobreponerse a sus designios. Por eso, cuando Macduff le advierte finalmente de que fue sacado del vientre de su madre muerta, Macbeth se siente rendir, no ante el hombre, sino ante la maldición que le condena a no morir a manos de nadie nacido de mujer.
Desconfiado de sus cercanos y familiarizado con brujas, Macbeth las emplea como Ricardo III al Duque de Buckingham: como mano ejecutora tras la que esconderse, hasta que la mano empieza a opinar por sí misma y no a favor. Por eso Macbeth es también la historia de una profecía mal entendida que no renuncia a sus propias culpas, y elegantemente planteado por Shakespeare, no la de una marioneta que lamentara ser juguete de otros.
Quizá por eso la película de Justin Kurzel inicia la peripecia de Macbeth como la de un profeta él mismo, que lanza a la batalla a casi niños a los que envía en realidad a la muerte, como si listo para afrontar el mismo juego que él viene de jugar con otros indefensos. Si la primera secuencia muestra el entierro del hijo único de Macbeth, y el rito elegido –monedas en los ojos cerrados- se repite al honrar al soldado caído, Macbeth podría ser un niño más, acaso en manos de tres madres crueles que solo por casualidad resultan también brujas.
El niño simboliza varias cosas en manos de Kurzel: acompaña a las brujas y encarna la presencia divina a la que lady Macbeth habla previo a desear morir y lograrlo. En el pulido del texto original, el guión de Jacob Koskoff, Michael Lesslie y Todd Louiso respeta la línea en la que ella dice estrellaría la cabeza de su hijo recién nacido contra el suelo si eso supusiera dudar en su voluntad, pero añade algo turbador: un asomo de piedad en un carácter eminentemente malvado como el suyo al hacerla llorar cuando presencia la ejecución de los niños de Macduff en la hoguera.
La evolución insospechada de su conciencia –en el texto, el de una asesina implacable que enloquece como si lo fuera buscando- sucede mientras una más coral se impone desde las primeras escenas, explícitamente sangrientas: cuanta más sangre bombeada hacia el cuchillo que entra a buscarla, más pacífico es pronunciado el verso. Con excepción de momentos puntuales, la prosodia de Fassbender y de Cotillard, pero también la del resto, es la de quien leyera un largo poema, pura furia y temor paralizados, que se escribe en tiempo real, mientras se mata o muere.
El resultado es una tragedia atravesada por una sensación de distancia entre lo dicho y lo vivido, o el de unos hechos que fueran descritos con la extraña paz de quien los comete mientras otro los ordena desde dentro de ti, como si la profecía de las brujas alcanzara a todos, tal y como el vestuario de Jacqueline Durran iguala a reyes y campesinos.
Las brujas guían a Macbeth como a Edipo la esfinge. En su delirio, el cadáver de un caído conduce a Macbeth hasta la tienda en que duerme Duncan. La película entera parece segregar guías inesperados: la amiga con la que voy al cine dice sentir algo parecido a la ternura hacia Macbeth, cierta comprensión honda de su dolor. Como si la tortura o el miedo que no te sacas de encima y te arrastra al delirio valieran lo que la maldición que se te ofrece. Que quizá es solo esa otra pregunta: qué pasaría si Macbeth supiera a tiempo lo que las brujas están ofertando. Si, como en la versión de Kurosawa, el futuro rey solo aceptaría ir a ese matadero impulsado por razones humanas como la codicia, y no fantasmales, que prometen una sangre real que solo lo es cuando la sientes bajar desde el estómago.

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