Quizá porque Ray Bradbury vivió una época en que el
mundo, en plena guerra fría, parecía poder, o querer, saltar por pedazos a cada
rato, sus relatos cruzan y otra vez los mismos temas como si de un gran relato
recomenzado cada veinte páginas se tratara, y algunas de sus novelas se cuentan
como trozos traídos de sus compilaciones de relatos. Esa noria generó una real,
y Bradury la empleó de núcleo de su tercera novela, La feria de las tinieblas
(1962), historia de una feria tenebrosa que arrastra entre sus atracciones un
tiovivo capaz de añadir o quitar años a conveniencia.
Relato de iniciación visto a través de los ojos de
dos niños, es también, puesto en práctica, el de los peores temores del
inspector de Climas Morales que en uno de los relatos de
Crónicas Marcianas, ordena destruir una casa construida a imagen y semejanza de
la Usheriana que Poe imaginara en sus Cuentos de imaginación y misterio: el del
triunfo de la imaginación, de la fantasía literaria aplicada al mundo real.
El miedo a lo que los libros podían hacerle al
mundo recorre la literatura bradburiana como una fábula moral -Fahrenheit 451- o,
más frecuentemente, como huella de un tiempo de barbarie, ya ajado como los
libros desaparecidos. Y que en La feria de las tinieblas es su reverso
exacto: el triunfo de Poe, de la imaginación desatada volcada contra quienes
viven una existencia tan plácida que bien podría considerarse preámbulo de los
días oscuros por venir, de los días de Climas Morales. “Allí ardieron también
Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de
fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro” –se lee en Crónicas Marcianas.
Padre de uno de los protagonistas de La feria de las
tinieblas, Charlie Halloway, que lamenta haber tenido a su hijo demasiado tarde,
y a sí mismo, nunca; que explica la tristeza como viruta del acto de ser bueno,
y la alegría general como una forma posible de cobardía; que desearía una
máquina del tiempo mientras una que sí lo es amenaza con destruir a su hijo; que
cree en leer la vida como acto tan digno de valor como pueda serlo la de
escribirla a la velocidad de la niñez, solo podía ser bibliotecario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario