12 diciembre 2015

gran ballena barbuda


Si hubo una gran ballena blanca antes de que Herman Melville pusiera una a recorrer el mundo, más fácilmente pudo haber sido el propio Melville sin saberlo: una que pudiera seguir, a la que dar caza Robert Louis Stevenson, rumbo a los mares del sur que Melville había visitado cuarenta años antes, a mediados del XIX, enrolado en barcos balleneros. Llamado entre los nativos Tusitala –el que cuenta historias-, Stevenson improbablemente leyó Moby Dick, porque nadie lo hizo cuando fue publicada. Pero Melville sí vivió para haber leído acaso los relatos de Stevenson. En al menos dos de ellos –el diablo en la botella, y la playa de Falesá- no le costaría ver la maldición de quien vive de lo que le destruirá.
Si la caza de un monstruo marino podía servir de metáfora de alguna búsqueda, era la de la prosperidad mínima para vivir de la literatura, y en eso Melville refulgía en todos los tonos de la palidez que da la precariedad. Dudosamente eso estaba en la mente de Ron Howard cuando dirigió En el corazón del mar (2015), y en ella, la historia de un episodio que Melville pudo haber escuchado del superviviente de un encuentro con una gran ballena. Sabiendo lo poquísimo que le reportó en vida su obra maestra, duele ver a Melville pagar en la película cuanto dinero tiene a cambio de una noche de conversación de la que saldrá la novela que le devaste anímica y financieramente.
Melville es aquí una excusa para contar de nuevo Moby Dick, esta vez sin contarla, y bien está. Llámese el barco Essex o Pequod, surque mares reales o inventados, la épica narrada por Howard es familiarmente homérica. Nathaniel Hawthorne fue uno de los pocos que lo advirtió, y en eso el guión es extrañamente cruel: Melville pudo haber tenido dudas sobre su capacidad literaria, pero no a esas alturas, y menos aún si de compararse amargamente con Hawthorne se trataba. Aunque solo fuera porque eran vecinos y amigos. Dudosamente Melville –que si la había leído- se planteó que Moby Dick no fuera sino una obra mayor, o su colapso al ver su novela pasar desapercibida no tendría sentido.
Como esa imagen magnífica inserta en la novela –la de quien pule y pule su ataúd sabiendo que el día de usarlo se acerca, y acaba sirviendo de salvavidas a otro- los días finales de Melville, como agente portuario de aduanas en New York, debían parecerle sospechosamente similares a los que, en el mundo que recibía su novela sin querer dejarla entrar, juzgaba a quienes llamaban a la puerta por su apariencia, por el tema que les hubiera llevado hasta allí. El de Melville recogía sus andanzas balleneras, y ese era un tema –el marinero- que ya había tratado en cada una de sus cinco novelas previas publicadas, a una por año. En la aduana de la mirada personal del comprador, ese era un tema que ya había dejado pasar varias veces.
A pesar de llevarse treinta años, Stevenson y Melville murieron con apenas tres de diferencia. Honrando a ambos, la película de Howard relata el canibalismo a bordo de barcas a la deriva, la obsesión fatal, y, actualizado en tiempos de fragilidad de la bioesfera, la ira y perdón final de la criatura marina que hostiga y desangra a quienes hacen lo propio con su especie. Pero ni la figura de un capitán extraviado en su ego hace olvidar el símil, aquí ausente, que viaja de Stevenson a Melville: la historia del dr. Kekyill y mr. Hyde es, en tierra firme, la misma que Melville puso en Achab y en la ballena blanca a darse caza sin dejar en ningún momento de ser la misma cosa, la misma obsesión ciega. Si Ron Howard fuera John Houston, el resto de simbiosis se echarían menos en falta.

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