El puente entre lo real y lo irreal, que hiciera la fama y la fortuna de
Spielberg en sus comienzos- es, a las puertas de su séptima década de vida, uno
entre el presente y el pasado. Lo es cada una de sus tres últimas películas
-War horse, Lincoln y esta El puente de los espías. Y lo que en sus lejanas
historias de extraterrestres fuera la proximidad con lo humano, en sus últimas
viene siendo la de otros extraterrestres, solo en apariencia más humanos, al
contacto extrañado y no bien acogido, con lo humano general.
Más interesantemente, lo que viaja por ese puente hacia el pasado viene
siendo, de vuelta, un carril que aspira a traer cosas nuevas, y no siempre
amables, sobre la condición aceptada de la identidad norteamericana. Si en
Lincoln no costaba ver la peripecia de Obama pugnando por ser lo que nadie parece
dispuesto a esperar de un presidente, atribulada y cambiante relación
demócrata-republicana incluida, en El puente de los espías, la elección de un
abogado insobornable para defender a quien ya ha sido juzgado antes de empezar
cuenta del sistema de libertades de ese país algo que pudiera no necesitar de
una guerra fría para suspender derechos o considerarlos un lujo prescindible. El
abuso policial o la barbarie hecha índice de posesión de armas es un muro más
alto que el de Berlín y no menos bárbaro.
Inclusos sostenido por un retrato, clásicamente spielbergiano, de un
héroe demasiado perfecto para tener nacionalidad o hablar en una lengua que
pueda ser entendida, los dos bandos que sostienen la historia, superpuestos a
los obvios, son un puente entre ideas irrompibles: una, que la verdad está al
servicio de la ventaja negociadora. Otra, que en una guerra a veces lo más
difícil es saber quién la gana.
Si las argucias con que uno y otro bando –el norteamericano, el
soviético- camuflan y revenden la verdad y la desconfianza recuerdan sin
problemas a cualquier ronda de negociación actual de la Organización Mundial de
Comercio, la noción de rehenes y escudos humanos trasciende épocas y países
para hablar, como el mejor cine de Spielberg, de un conflicto moral que se
refugia en individuos para huir de la sociedad, y vuelve a esa intemperie una
vez que el héroe hace lo que puede.
Como la verdad más allá de sistemas políticos totalitarios –la URSS post
Stalin- o fantasmagorías hechas en casa con el mismo manual de instrucciones
que las bombas –el macartismo-, los individuos que ya no son de nadie
atraviesan la película como la sospecha o la posibilidad de jugar con ventaja: la
vulnerabilidad del espía ruso en manos de su país una vez devuelto no es muy
distinta de la que gravita sobre el piloto norteamericano una vez vuelto al
suyo. La misma posibilidad de traición, la misma fe gratuita en que confiar en
él sea menos rentable, y más inmediato para la tranquilidad nacional, que
creerle culpable, sea cual sea la realidad. Que al cabo es indemostrable, como
la ideología sometida a demasiada presión.
El guión es brillantemente honesto al ubicar la lupa sobre el culpable
obvio –el espía ruso- y hacer depender de él la suerte de un segundo rehén en
manos rusas. En una película sobre héroes improbables –el abogado es puro
dechado de las virtudes, tan preferidas como fácilmente fraudulentas, en que a su
país le gusta verse encarnado- hacer depender el heroísmo verdadero, íntimo y a
costa propia, resulta el de quien más daña la sociedad estadounidense en
tiempos de guerra.
Como la verdad, la mayor mentira también espera al final para mostrarse: “No importa lo que piense la gente”
–dice ese abogado/Hanks al piloto que vienen de intercambiar y que le jura que
no le han sonsacado nada. Solo que eso –lo que piense la gente- es la causa del
delirio paranoico que combaten. Justo eso –la gente- atenta contra la vida de
un hombre cuyo trabajo –defender la verdad- parece incompatible con el modo de
vida americano. Justo eso –lo que la gente llama pensar cuando es apenas preferir-
lo que hace a uno –piloto- jugarse la vida, y tener que matarse antes de caer
en manos enemigas- y al otro –abogado- ir a defender la vida de un soldado sin
que el gobierno que se lo pide se muestre en público a favor de ese mismo
empeño.
La frase que recurrentemente repite el espía soviético cuando le preguntan si tiene miedo –“¿serviría de algo?”- habla, finalmente, del puente real que en todo conflicto entre países elige las aguas más frías debajo para negociar, chantajear o exigir en nombre de la seguridad nacional o la defensa de un modo de vida que para generar estupidez, crueldad y crimen solo necesita una pista que poder anunciar como rehén en manos enemigas. Congelados en tiempos distintos del mismo país, quienes esperan en ese puente en la escena clave, a un lado y a otro, también son Frank Capra y Spielberg.
La frase que recurrentemente repite el espía soviético cuando le preguntan si tiene miedo –“¿serviría de algo?”- habla, finalmente, del puente real que en todo conflicto entre países elige las aguas más frías debajo para negociar, chantajear o exigir en nombre de la seguridad nacional o la defensa de un modo de vida que para generar estupidez, crueldad y crimen solo necesita una pista que poder anunciar como rehén en manos enemigas. Congelados en tiempos distintos del mismo país, quienes esperan en ese puente en la escena clave, a un lado y a otro, también son Frank Capra y Spielberg.
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