29 diciembre 2015

Cimientos del puente


El puente entre lo real y lo irreal, que hiciera la fama y la fortuna de Spielberg en sus comienzos- es, a las puertas de su séptima década de vida, uno entre el presente y el pasado. Lo es cada una de sus tres últimas películas -War horse, Lincoln y esta El puente de los espías. Y lo que en sus lejanas historias de extraterrestres fuera la proximidad con lo humano, en sus últimas viene siendo la de otros extraterrestres, solo en apariencia más humanos, al contacto extrañado y no bien acogido, con lo humano general.
Más interesantemente, lo que viaja por ese puente hacia el pasado viene siendo, de vuelta, un carril que aspira a traer cosas nuevas, y no siempre amables, sobre la condición aceptada de la identidad norteamericana. Si en Lincoln no costaba ver la peripecia de Obama pugnando por ser lo que nadie parece dispuesto a esperar de un presidente, atribulada y cambiante relación demócrata-republicana incluida, en El puente de los espías, la elección de un abogado insobornable para defender a quien ya ha sido juzgado antes de empezar cuenta del sistema de libertades de ese país algo que pudiera no necesitar de una guerra fría para suspender derechos o considerarlos un lujo prescindible. El abuso policial o la barbarie hecha índice de posesión de armas es un muro más alto que el de Berlín y no menos bárbaro.
Inclusos sostenido por un retrato, clásicamente spielbergiano, de un héroe demasiado perfecto para tener nacionalidad o hablar en una lengua que pueda ser entendida, los dos bandos que sostienen la historia, superpuestos a los obvios, son un puente entre ideas irrompibles: una, que la verdad está al servicio de la ventaja negociadora. Otra, que en una guerra a veces lo más difícil es saber quién la gana.
Si las argucias con que uno y otro bando –el norteamericano, el soviético- camuflan y revenden la verdad y la desconfianza recuerdan sin problemas a cualquier ronda de negociación actual de la Organización Mundial de Comercio, la noción de rehenes y escudos humanos trasciende épocas y países para hablar, como el mejor cine de Spielberg, de un conflicto moral que se refugia en individuos para huir de la sociedad, y vuelve a esa intemperie una vez que el héroe hace lo que puede.
Como la verdad más allá de sistemas políticos totalitarios –la URSS post Stalin- o fantasmagorías hechas en casa con el mismo manual de instrucciones que las bombas –el macartismo-, los individuos que ya no son de nadie atraviesan la película como la sospecha o la posibilidad de jugar con ventaja: la vulnerabilidad del espía ruso en manos de su país una vez devuelto no es muy distinta de la que gravita sobre el piloto norteamericano una vez vuelto al suyo. La misma posibilidad de traición, la misma fe gratuita en que confiar en él sea menos rentable, y más inmediato para la tranquilidad nacional, que creerle culpable, sea cual sea la realidad. Que al cabo es indemostrable, como la ideología sometida a demasiada presión.
El guión es brillantemente honesto al ubicar la lupa sobre el culpable obvio –el espía ruso- y hacer depender de él la suerte de un segundo rehén en manos rusas. En una película sobre héroes improbables –el abogado es puro dechado de las virtudes, tan preferidas como fácilmente fraudulentas, en que a su país le gusta verse encarnado- hacer depender el heroísmo verdadero, íntimo y a costa propia, resulta el de quien más daña la sociedad estadounidense en tiempos de guerra.
Como la verdad, la mayor mentira también espera al final para mostrarse: “No importa lo que piense la gente” –dice ese abogado/Hanks al piloto que vienen de intercambiar y que le jura que no le han sonsacado nada. Solo que eso –lo que piense la gente- es la causa del delirio paranoico que combaten. Justo eso –la gente- atenta contra la vida de un hombre cuyo trabajo –defender la verdad- parece incompatible con el modo de vida americano. Justo eso –lo que la gente llama pensar cuando es apenas preferir- lo que hace a uno –piloto- jugarse la vida, y tener que matarse antes de caer en manos enemigas- y al otro –abogado- ir a defender la vida de un soldado sin que el gobierno que se lo pide se muestre en público a favor de ese mismo empeño.
La frase que recurrentemente repite el espía soviético cuando le preguntan si tiene miedo –“¿serviría de algo?”- habla, finalmente, del puente real que en todo conflicto entre países elige las aguas más frías debajo para negociar, chantajear o exigir en nombre de la seguridad nacional o la defensa de un modo de vida que para generar estupidez, crueldad y crimen solo necesita una pista que poder anunciar como rehén en manos enemigas. Congelados en tiempos distintos del mismo país, quienes esperan en ese puente en la escena clave, a un lado y a otro, también son Frank Capra y Spielberg.

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