05 diciembre 2015

Solness el soñador


Como si una obra sobre el dibujo específico de un plan general fuera más fiable si antes has diseñado, entrado y salido de espacios más pequeños, más parciales, El maestro constructor, la historia de un hombre que ve llegar el relevo de sus días de gloria profesional al tiempo que un trazo inesperado de vida sentimental se cuela por una rendija, fue escrita por Ibsen a los 64 años.
Quizá por eso Jonathan Demme ha esperado hasta los 69 para adaptarla a cine. La ha adaptado de forma extraña y en ello los cines de Estados Unidos parcialmente y los de nuestro país en su totalidad no la han estrenado pese a llevar dos años ya en el cajón. Paradójicamente, en eso se parece más al futuro, no de Solness, sino de su relevo, el joven Ragnar Brovik. Pero esa es otra historia.
Aunque uno no lo sepa hasta el final, la que ha rodado Demme también es otra historia, casi idéntica a la de Ibsen, salvo por un detalle ínfimo: en vez de ser la peripecia de Solness la del auge y caída (literal) desde las alturas de su propio ego, es aquí la de ese sueño en los ojos de quien, en el texto de Ibsen, le eleva y le despeña de forma real. Ibsen escribió sobre un Príncipe de Salina noruego de finales del XIX, y Demme ha escogido ser él quien se despeñe desde más arriba.
Extrañamente, el gatopardo que diseñara Ibsen –viril, activo, poderoso, plenamente capaz de seguir siendo su memoria aún- es aquí, en el guión de Wallace Shawn, un remedo de mister Scrooge –viejo, pequeño, de expresión aniñada- tan perfecto para ser encarnado por el actor elegido para ser Solness. Tan perfecto que ese actor es también Wallace Shawn. En un rasgo de cordura en medio del despropósito, la película empieza y acaba con Solness agonizando en una cama rodeado de enfermeras, algo que Ibsen hubiera reservado a Demme y a Shawn.
Si en el texto teatral, Solness es verosímilmente capaz de enamorar a una joven de 22 años que se presenta para reclamar una deuda contraída diez años antes, en la película la pretensión es risible desde la mera posibilidad. Y dado que, en el enfoque de Demme y Shawn, es la joven -Hilde Wangel- quien lo está soñando todo, a la luz de la elección del actor protagonista uno se pregunta si no hubiera sido mejor que fuera él quien lo soñara.
En otro movimiento raro, Demme escoge rodar la farsa cámara en mano y con la luz que entra en ese momento por la ventana, como el primer Von Trier, como si fuera teatro, o peor aún, como si fuera vida. Si la película no es del todo espantosa, es porque la interpretación de Lisa Joyce como Hilde le confiere un rasgo de ángel negro, cuya energía parece esconder un propósito oscuro, tenebroso, como si la caída de Solness fuera, no desde más arriba, sino hacia más abajo. Es difícil saber cuál de las dos locuras, la de Solness y la de Hilde, bebe más de la otra. Y especialmente triste para quien conozca el texto de Ibsen, pues Solness, que pasa la obra penando que su mujer le piense loco, no lo está, al contrario.
La de Demme es una historia sobre la insania que lo permea todo, y aunque ese material está en Ibsen también en forma de sospecha, aquí esa duda verosímil recae sobre cualquiera, incluso Ragnar parece al borde del desvarío. Todo eso se soporta porque mientras más capas insalubres se acumulan en casa de Solness, y en su cerebro quemado por los celos, más valor adquiere la escena final, cuando, en contra de sí mismo, de su esposa, del doctor, el maestro constructor escala hasta lo alto de la torre sabiendo que será para caer. Es la caída la que le da sentido a todo.
Durante la proyección en el auditorio del museo Thyssen, en Madrid, no pocos abandonaron la sala, incapaces de aguantar la pesadilla. Quizá algunos de los que aguantaron lo hicieron esperando esa forma prodigiosa de redención que Ibsen puso al servicio de Solness al final. Pero no, Hilde lo ha soñado todo desde los pies de la cama del moribundo, cama que en ningún momento ha abandonado. La caída hurtada a Solness, y la vida plena que Ibsen puso en él para merecerla, es súbitamente, ya del todo, la de Demme.

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