Como si una obra sobre el dibujo específico de un
plan general fuera más fiable si antes has diseñado, entrado y salido de
espacios más pequeños, más parciales, El maestro constructor, la historia de un
hombre que ve llegar el relevo de sus días de gloria profesional al tiempo que
un trazo inesperado de vida sentimental se cuela por una rendija, fue escrita
por Ibsen a los 64 años.
Quizá por eso Jonathan Demme ha esperado hasta los
69 para adaptarla a cine. La ha adaptado de forma extraña y en ello los cines
de Estados Unidos parcialmente y los de nuestro país en su totalidad no la han
estrenado pese a llevar dos años ya en el cajón. Paradójicamente, en eso se
parece más al futuro, no de Solness, sino de su relevo, el joven Ragnar Brovik.
Pero esa es otra historia.
Aunque uno no lo sepa hasta el final, la que ha
rodado Demme también es otra historia, casi idéntica a la de Ibsen, salvo por
un detalle ínfimo: en vez de ser la peripecia de Solness la del auge y caída
(literal) desde las alturas de su propio ego, es aquí la de ese sueño en los
ojos de quien, en el texto de Ibsen, le eleva y le despeña de forma real. Ibsen
escribió sobre un Príncipe de Salina noruego de finales del XIX, y Demme ha
escogido ser él quien se despeñe desde más arriba.
Extrañamente, el gatopardo que diseñara Ibsen
–viril, activo, poderoso, plenamente capaz de seguir siendo su memoria aún- es aquí,
en el guión de Wallace Shawn, un remedo de mister Scrooge –viejo, pequeño, de
expresión aniñada- tan perfecto para ser encarnado por el actor elegido para
ser Solness. Tan perfecto que ese actor es también Wallace Shawn. En un rasgo
de cordura en medio del despropósito, la película empieza y acaba con Solness
agonizando en una cama rodeado de enfermeras, algo que Ibsen hubiera reservado
a Demme y a Shawn.
Si en el texto teatral, Solness es verosímilmente
capaz de enamorar a una joven de 22 años que se presenta para reclamar una
deuda contraída diez años antes, en la película la pretensión es risible desde
la mera posibilidad. Y dado que, en el enfoque de Demme y Shawn, es la joven
-Hilde Wangel- quien lo está soñando todo, a la luz de la elección del actor
protagonista uno se pregunta si no hubiera sido mejor que fuera él quien lo
soñara.
En otro movimiento raro, Demme escoge rodar la
farsa cámara en mano y con la luz que entra en ese momento por la ventana, como
el primer Von Trier, como si fuera teatro, o peor aún, como si fuera vida. Si
la película no es del todo espantosa, es porque la interpretación de Lisa Joyce
como Hilde le confiere un rasgo de ángel negro, cuya energía parece esconder un
propósito oscuro, tenebroso, como si la caída de Solness fuera, no desde más
arriba, sino hacia más abajo. Es difícil saber cuál de las dos locuras, la de
Solness y la de Hilde, bebe más de la otra. Y especialmente triste para quien
conozca el texto de Ibsen, pues Solness, que pasa la obra penando que su mujer
le piense loco, no lo está, al contrario.
La de Demme es una historia sobre la insania que
lo permea todo, y aunque ese material está en Ibsen también en forma de
sospecha, aquí esa duda verosímil recae sobre cualquiera, incluso Ragnar parece
al borde del desvarío. Todo eso se soporta porque mientras más capas insalubres
se acumulan en casa de Solness, y en su cerebro quemado por los celos, más valor
adquiere la escena final, cuando, en contra de sí mismo, de su esposa, del
doctor, el maestro constructor escala hasta lo alto de la torre sabiendo que
será para caer. Es la caída la que le da sentido a todo.
Durante la proyección en el auditorio del museo Thyssen, en Madrid, no pocos abandonaron la sala, incapaces de aguantar la pesadilla. Quizá algunos de los que aguantaron lo hicieron esperando esa forma prodigiosa de redención que Ibsen puso al servicio de Solness al final. Pero no, Hilde lo ha soñado todo desde los pies de la cama del moribundo, cama que en ningún momento ha abandonado. La caída hurtada a Solness, y la vida plena que Ibsen puso en él para merecerla, es súbitamente, ya del todo, la de Demme.
Durante la proyección en el auditorio del museo Thyssen, en Madrid, no pocos abandonaron la sala, incapaces de aguantar la pesadilla. Quizá algunos de los que aguantaron lo hicieron esperando esa forma prodigiosa de redención que Ibsen puso al servicio de Solness al final. Pero no, Hilde lo ha soñado todo desde los pies de la cama del moribundo, cama que en ningún momento ha abandonado. La caída hurtada a Solness, y la vida plena que Ibsen puso en él para merecerla, es súbitamente, ya del todo, la de Demme.
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