Extinto el formato (aunque Tarantino lo haya recuperado ahora) que
empezaba las películas con una Obertura y a veces incluía una segunda, en
medio, a modo de Entreacto, no digamos ya la posibilidad que en los cincuenta
aún se permitía ubicar a veces, a modo de preámbulo, unas palabras del
productor o director del estudio (Ben Hur o Frankenstein lo tienen), y a merced
los títulos de crédito de la voracidad publicitaria de las cadenas de televisión,
las notas al margen quedan para quien quiera buscarlas, o para quien, en los
cines, aún permanece sentado no sea que los créditos finales aporten algo,
siquiera sea la continuidad del clima, Sufragistas ubica a modo de colofón
discreto la lista de países que permiten el voto femenino y la fecha
–trágicamente reciente en muchos de ellos- en que ese derecho fe adoptado.
Sufragistas, que sería quizá una película más equilibrada si dirigida
por un hombre, se ve como el relato de la convivencia entre el hombre de
Cromañón y el de Neandertal. O más exactamente, tal las narraciones del racismo
organizado, como el momento en que la especie preeminente ha de compartir poder
con la sojuzgada. Como en toda fase del progreso humano, el coraje libra sus
propias luchas mientras la estupidez pelea las suyas. La película de Sarah
Gavron recoge las trincheras de ambos lados y en lo militante de su visión uno
cree que se pierde, aunque se muestre, el peso valioso que del conflicto habría
contado la visión más detallada del otro tabú que libraba esa guerra al tiempo
que las mujeres en la Inglaterra de 1913: el que pugnaban los hombres
favorables a la equiparación de derechos. No porque fuese más crudo o peor
tratado que el de las mujeres, sino porque, al contrario que el que libraban
las sufragistas, el masculino no era una opción necesaria. El hombre que
escogía ponerse del lado de las mujeres lo hacía llevado por un grado de
compromiso que no era valentía sino traición.
En la película el marido de la sufragista más indómita es el personaje masculino más contenido de cuantos contiene. Millones como él acudieron a la Primera Guerra mundial con una idea decimonónica del combate que las ametralladoras segaron pronto, enviando al mundo al periodo salvaje que la Segunda gran guerra solo terminó de confirmar. Mientras las ratas devoraban a cientos de miles de hombres caídos entre una trinchera y otra, en las ciudades de las que salieran, cientos de miles de mujeres luchaban por ocupar los puestos de los ausentes. No pocos de quienes volvieron de las trincheras debían saber que las ratas verdaderas que aspiraban a multiplicar su presencia a costa del hombre no eran las que luchaban por sus derechos en las calles, a plena luz del día. Contar esa historia, la de quienes volvieron de la Gran Guerra, no siendo ya los hombres que eran, a un mundo en el que las mujeres aspiraban a lo mismo, acaso merecería más una serie que una película. Y a Fassbinder.
En la película el marido de la sufragista más indómita es el personaje masculino más contenido de cuantos contiene. Millones como él acudieron a la Primera Guerra mundial con una idea decimonónica del combate que las ametralladoras segaron pronto, enviando al mundo al periodo salvaje que la Segunda gran guerra solo terminó de confirmar. Mientras las ratas devoraban a cientos de miles de hombres caídos entre una trinchera y otra, en las ciudades de las que salieran, cientos de miles de mujeres luchaban por ocupar los puestos de los ausentes. No pocos de quienes volvieron de las trincheras debían saber que las ratas verdaderas que aspiraban a multiplicar su presencia a costa del hombre no eran las que luchaban por sus derechos en las calles, a plena luz del día. Contar esa historia, la de quienes volvieron de la Gran Guerra, no siendo ya los hombres que eran, a un mundo en el que las mujeres aspiraban a lo mismo, acaso merecería más una serie que una película. Y a Fassbinder.
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