28 diciembre 2015

El despertar del bostezo


Como demostrara Gravity, de Cuarón, hace poco, lo que proyectos antiguos acaban esparciendo en el espacio podría ser justo lo que necesitan proyectos nuevos para fracasar. La atmósfera de un estudio de cine podría parecerse demasiado a la que dejas atrás al elevarte: quienes encargaron a J.J. Abrams la continuación de la saga de Star Wars, en realidad estaban encargando dos: la que éste venía de realizar con éxito con una de las otras dos franquicias espaciales –Star Trek- (la tercera sería Alien), y la reinvención de una trilogía (la de Lucas, Kershner y Marquand) necesitada de olvidar otra (la de Lucas).
Quizá porque el segundo objetivo es terreno minado tras la conversión de Lucas al lado infantiloide, Abrams parece haberse concentrado en repetir exactamente el primero, manteniendo lo que garantizara la conexión allí –Leonard Nimoy cumpliendo como vínculo generacional lo que Ford, Hamill y Fisher aquí- pero reformulando el nexo con la primera película de la saga en 1977 de la forma menos sutil posible: volviéndola a rodar, plano por plano. Y aún más, hasta parecer un grandes éxitos de las seis películas previas.
La presencia de chatarra procedente de las seis películas precedentes –gigantescas naves varadas en el desierto, de las que la protagonista extrae trozos con los que ganarse la vida- es algo más que una forma de bajar a tierra el conflicto: las tramas avanzan hasta superponer un episodio a otro, y no precisamente con timidez o pudor más esperable en Lawrence Kasdan, que ya participara en películas previas de la saga:
El drama que en La guerra de las galaxias hacía salir al héroe de una vida de chatarrera clona la de Luke como granjero, cuyos padres, como aquí, “nunca van a regresar”. La revelación que vertebraba El imperio contraataca –Luke hijo de Vader- es aquí la de Kylo Ren a partir de Han Solo. Incluso el nexo con aquel Obi Wan Kenobi se mantiene: Han llama a su hijo por su nombre: Ben. El droide que porta el mensaje clave es un modelo actualizado de R2D2. La estrella de la muerte cuenta con la misma arma. Su destrucción es la de aquella primera. El personaje que explica el destino de todos recuerda a Yoda. La conspiración para derrocar la república parece sacada de un resumen de la segunda trilogía. La traición a Luke por parte de su aprendiz se diría el núcleo mismo del manual de instrucciones jedi. El Halcón milenario cambia de manos del mejor piloto improbable a uno que también lo es. El aislamiento de Luke, en un planeta lejano, es el de Yoda. Incluso lo más irrelevante lo es de la misma forma que ya conocemos -esa cantina que aspira a ser explícitamente idéntica.
Solo la tentación del lado luminoso que dice –cierto o no- sentir el nuevo Vader añade algo a la peripecia, no mucho más intensamente vertebrada, en torno al asunto pararreligioso que sustenta lo mejor de la saga y sirve de fondo útil para lo peor. Apenas John Williams subsiste de momento a la reinvención de la idea en manos de Lucas.
La paradoja asoma al revisar el momento clave de la trilogía –el “tú eres mi padre”- que cualquier menos Lucas podría haber entendido: las quejas de éste sobre el vuelco dado por Abrams al formato visual –más retro, grasiento, mundano- cuenta de todo esto esa verdad que viene de muy lejos, y que es lo único que Lucas, a su pesar, no puede vender a Disney: cómo la paternidad de unos materiales no implica necesariamente saber qué hacer con ellos, o sacarles el mejor partido. Otra forma de verlo es que si Lucas tuviera tantos midiclorianos en la sangre de cineasta como acciones de Lucasfilm, La amenaza fantasma sería mucho mejor película.
A la espera de la evolución de la saga, la redención del serial aspira aún a algo que el tratamiento de la fuerza como nebuloso eje sigue necesitando como si fuera eso –no hallarla- lo que permite su subsistencia: la espera de la reencarnación útil. También esa cuota de fidelidad excesiva al original religioso puede encontrarse: uno tras otro, los evangelios son, en gran parte de sus capítulos, idénticos, mera copia se diría. El despertar se parece aún al mismo sueño. Y éste al bostezo conocido.

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