30 agosto 2006

conciencias

Se cumplen cincuenta años de la muerte de Jackson Pollock y Bertolt Brecht. Si la conciencia se introduce en el cuadro procuro eliminarla. Es una carga extra e innecesaria –recuerda Fernando Castro Flórez en abcd que dijera Pollock. Y tan cerca, Brecht, que hizo de la conciencia la mayor carga que había de llevar sobre sus hombros el teatro y quienes asisten a él.

todo el pecado vendido

Un desdichado, enloquecido donde su comunidad viste “agraviado”, acaba de degollar a su hija por fumar, por salir con un joven no musulmán, por vestir cómo se viste en Italia y no en Irán. La comunidad musulmana a que pertenece el asesino lo acoge al principio y después lo entrega. Son demasiadas paternidades sobre la misma cabeza, y todas exigen la inexistencia de los otros: los hijos lo son de sus padres, de los dioses y del entorno en que viven. El primero de los padres niega los derechos que sobre su hijo tienen el último de ellos y al tiempo pone los del segundo por encima de los suyos propios; el último de los padres relativiza el peso del primero y expone la farsa del segundo. El segundo no sabe ni contesta, y es previsible que sea así puesto que justo eso requieren los primeros para, impostada, hablar con su voz. Más normal es pensar que si la paternidad está tan repartida también ha de estarlo lo que un hijo debe a cada uno de ellos y en esto cabe ver como saludable que sea el juicio sobre los derechos ganados de cada uno los que determinen la división, el trozo de respeto que se le debe a cada uno. Si nuestras cabezas no funcionan con semejante idea de lo merecido es porque en muchos sitios aún hay quien sugiere cortarla si la división no coincide con la que él tiene en la suya. Es un chantaje basado en deudas que se le cargan a uno aunque ni locos hubiéremos encargado la mercancía, y nadie más que las religiones tienen razones para perpetuar ese chantaje, pues aquello que ponen en la balanza sólo está en sus cabezas y cuando se ven desvaríos a la luz del día no hay necesidad ni de ver la balanza, ni tampoco las cabezas de quienes piensan de forma diferente. Como también sabe ese organismo de seccionar ideas que es la iglesia católica, todo acaba siendo el tener derecho a pensar libremente de dónde se siente uno venir, que es lo mismo que decidir a dónde, a qué pertenece uno. Que le corten la cabeza –dicen los reyes de este mundo. Cómo pretender que se vean las manos de asesino en el espejo si viven dentro de él, en su paternidad de las maravillas.

29 agosto 2006

Nubes, 1

No hay nada ahí fuera cuando uno sale al balcón, nada es ni el negro de las cosas tapadas. Como si en vez de noche tuviéramos delante no el plató de lo iluminado sino su hurto, su traslado urgente a cualquiera sabe dónde. No hay hebra de luz a la que los ojos puedan soñar acostumbrarse si perseveran lo bastante, nada que le preste su visibilidad, ni nosotros. No existe la montaña de enfrente, tampoco el río que le corre al paisaje junto al dobladillo; no los espinos, las hayas, los castaños, los robles, las higueras; no las vacas, los pastos, los sembrados; no las casas como granos. Salimos al balcón a ser dios.

20 agosto 2006

lo esperable

Mi sobrino diego –tres años- pregunta, delante de la tumba de mi padre, si acaso éste no podría salir un rato a que lo vieran y regresar después a donde esté. Como quiera que a la vez se le dice que mi padre está en el cielo –y aunque no- uno se pregunta qué orden, qué estructura del mundo sobrevive en su cabeza a sentidos de la existencia tan incompatibles –que la desaparición y el dolor que él ha visto admita visitas, una especie de eternidad a media pensión. Pero sobre todo, asumiendo que, aunque niño, su mente ha de llenar de supuestos –como hacemos los adultos- los huecos de lo que ignora o no comprende, qué mundo es el que, permitiendo su pregunta, ha de informar a otras áreas de su mente que tal vez se construyen a partir de esa premisa –que el cielo esté arriba y abajo, que un hombre pueda pasar de vivir a la vista de todos a hacerlo bajo una piedra de la que nunca sale. Quizá no de forma muy diferente se hacen las mentes adultas y algo que no entendemos pero que, aún así, aceptamos y con lo que convivimos, afecta después a la forma en que informamos partes de la conciencia que vivirían más felices, más tranquilas si lo que condicionara su desarrollo, su crecimiento, su capacidad de inventar fuera una idea en armonía con las razones del mundo y las que uno porta dentro. Diego espera en vano, quizá como ensayo del futuro sentir cómo las razones que se nos imponen sin que las entendamos, más deprisa o más despacio se nos mueren dentro –y aquí está el prodigio- sin que por ello dejemos de creer, de esperar a que salgan algún día, para verles la cara.

Para c.

18 agosto 2006

muros, 4

En el edificio nº 8 de la calle Prinz-Albrecht-StraBe se instaló la oficina central de la policia secreta del estado (gestapo) y a partir de 1939 fue además la residencia de la recién fundada oficina central de seguridad del reich. El edificio colindante, es decir, el hotel Prinz Albrecht, sirvió como sede de la jefatura de las ss; el servicio de seguridad de la ss se instaló en el palacio Prinz Albrecht en la calle WilhelmstraBe nº 102. En este espacio muy estrecho se hallaba en realidad la verdadera sede del estado policial y ss de los nazis. En este lugar se planificaron el genocidio de los judíos europeos, la persecución sistemática y el asesinato de otros grupos de la población. Fue aquí donde se organizó la persecución de los opositores al sistema nazi, en Alemania y en los países europeos ocupados y fue aquí donde llegaban los informes de los grupos de intervención móviles de la policía de seguridad y del sd, sobre sus misiones homicidas en Polonia y la Unión Soviética. Aquí se hallaba también la prisión de la gestapo, a la que llegaban los prisioneros primeramente interrogados y en algunos casos torturados brutalmente en la oficina central de la gestapo. Los edificios fueron seriamente dañados en ataques aéreos durante la última etapa de la segunda guerra mundial. Después de la guerra, estos edificios fueron sucesivamente demolidos hasta el año 1956. La división de la ciudad hizo que este terreno acabara en la periferia de Berlín Occidental y a partir de 1961 al borde la muralla de Berlín. Su historia fue olvidada. –reza el folleto.
Apenas un pasillo roto que diera a varias habitaciones de proporciones idénticas es reconocible –y visitable- entre la tierra cubierta de vegetación que crece donde hace cincuenta años lo hiciera el dolor de tantos. El resto de la exposición –nombrada Topografía del terror- lo forman varios paneles con la biografía breve y torturada de los edificios y de decenas de sus víctimas. Creo recordar haber leído que las celdas fueron enterradas, y un cuadrado de unos cinco metros de lado sirve de lápida sembrada sobre los restos de las paredes, es una lámina de pequeños escombros rojos, grises, naranjas, y blancos sucios de aspecto tan anónimo y roto como el de quienes murieron en ellas. Mientras escribo tengo uno de esos trozos sobre la mesa, como si al llevarte un fragmento del dolor de otros les dejaras menos.

caronte y el recuerdo

Plutón tuvo una luna hasta ayer, ya no, y en su lugar surge un planeta de la misma masa y el mismo diámetro que aquella, incluso con su mismo nombre. Alemania tuvo un escritor que escribiera la cobardía y la ceguera voluntaria de quienes para poder ver en todo su esplendor la sangre afortunada que les corría dentro hubieron de negarse a ver la que pasaba fuera, empapando el mundo. Pero en tanto el valor de una idea, como el de una esfera inmensa, no reside tanto en lo que fuera durante su formación, sino en lo que dice, contribuye, añade o resta a su entorno, cabe esperar no oír a nadie clamar contra el nuevo planeta porque el nombre que damos a su presencia modifique lo que hasta ahora sabíamos de ella. Gunter Grass no es mejor ni peor escritor por haber militado en las ss, como tampoco han de ser menos dolientes, justas, necesarias las palabras con que llamara cómplices a millones de alemanes por el hecho de que él estuviera, al mismo tiempo, en ambos lados de la oración: en la denuncia y lo denunciado. Inflamarse de indignación por algo que a la vez le arde a uno dentro, oculto, a oscuras, sólo suena desgarrador, decepcionante si se juzga lo que tal discurso debió significar para él en el momento de exhibirlo. Pero eso no tiene nada que ver con la forma en que el mundo merece, necesita esa y mil denuncias más, siquiera vinieran siempre de manos con un pasado sucio. El propio Grass debía saber cuando publicó El tambor de hojalata que este es un mundo de alcances torpes y mezquinos, en el que el juicio acerca de las ideas –cualesfuera- ha de sobrevivir muchas veces a la mirada que lanzamos sobre quien las enuncia. Así el color de piel, la voz, el sexo, la vestimenta son tantas veces la idea que nos habla por mucho que a la vez traten de hacerlo los argumentos que de aquellas surge. Si el dicho bíblico hablara de piedras más fundadas, de ideas lanzadas con más precaución, con más razón en cada dedo, veríamos quizá en la denuncia un acto de justicia cuya validez cabe buscar en las ideas que porta, no en la mano que las lanza. La derrota de Grass no es, hoy, cincuenta años después, la de sus ideas –a salvo, felizmente-, pero pudo haberlo sido entonces. Ese es el riesgo: que ganaran aquellos a los que él denuncia, quienes –con nazismo o sin él, al jalear una cultura de crimen, saltarse un semáforo o admitirse con más derechos que un chino- ahorran juzgarse culpables en la idea de que todos los son, de que todos lo hacen, de que nadie es quién para acusar a otro. Mientras las ideas que él ayudó a mostrar, descarnadas, siguen despidiendo ese olor a la luz de los días, ni los supervivientes de su división le recuerdan.

17 agosto 2006

muros, 3

Todo civismo se basa en la visibilidad del otro, en la forma en que los derechos de uno le rodean aún cuando no los reclame a cada rato. Paseaba uno maravillado estos días de que los trenes, los coches, los tranvías, los peatones berlineses convivieran en quietud con el sinfín de bicicletas que, en marcha o aparcadas, recorta el espacio disponible de aceras y calzadas. Ni una ni otra poseen espacios rácanos y esa generosidad en el urbanismo ha de ayudar a que los derechos de unos y otros convivan sin apreturas, en la idea de que la abundancia contribuye a ser justo con el derecho del otro a que sus pasos lo sean de forma diferente a los de uno. Y quizá la costumbre de la visibilidad del otro a la hora de desplazarse influye en la forma en que se mueven las ideas que salen de nosotros una vez parados, en cómo son escuchadas, en cómo se las permite echar a andar aunque no sean las nuestras. Gobierna en Alemania una coalición de los dos grandes partidos políticos y uno sabe imposible esa idea en España, donde los coches y los peatones –entiéndase aquí derechas e izquierdas, alternables según el carril del poder, rápido o lento, por el que circulen- no sólo hacen lo imposible para que el otro se estrelle lo antes posible, sino que prohibirían la libre circulación de las ideas del otro si pudieran. Ya en Madrid, esperábamos en el aeropuerto la llegada de un taxi, apenas diez personas formaban la cola a esas horas de la noche y un tipo –maletín, aspecto de ejecutivo de alguna compañía- se fue directamente al principio de la cola. No la veía y siguió sin verla cuando, ya echado a un lado, se le recriminó por qué se colaba. Teniendo el atropello, quién necesita bicicletas.

16 agosto 2006

muros, 2

Una superficie de unos doscientos metros cuadrados en el centro de Berlín, sembrada de bloques de hormigón gris oscuro de planta cuadrada y sin inscripción alguna, de un metro de lado y altura creciente a medida que convergen hacia el interior, en perfectas hileras angostas que permiten ver el final de cada pasillo apenas iniciado. Un laberinto de entradas y salidas alineadas, nítidas, perfectas, que en la periferia del conjunto, en sus primeros bloques –alterada la longitud de uno de sus lados- semeja lápidas, cientos de ellas, que van creciendo en altura e igualando la dimensión de sus lados en su camino hacia el centro. Es un cementerio del que uno sale fácilmente vivo, y su simbolismo cambia a medida que se yergue: pasa de ilustrar a través de las tumbas imitadas el holocausto que honra, a representar una opresión –en su parte más alta los bloques miden tres metros de altura- que permite ver en todo momento la salida, las múltiples salidas disponibles en asequible línea recta. Pero algo se pierde entre tan generoso hilo de Ariadna, y lo que obedece seguramente a una medida de seguridad elemental en un sitio tan sombrío y estrecho, no deja, por ello, de privar a quien lo pasea de una sensación más acendrada de angustia y extravío que rememorar la muerte debe éticamente, en ciertas muertes, contar de la vida de quienes la sufrieron por la fuerza. Es, con todo, sobrecogedor en la lisura, en el anonimato de los bloques de una simetría de cosa, tan lejana de la irregular piel de las vidas humanas cuya ruina lamenta. No muy lejos, como parte del Museo Judío y diseñado por Daniel Libeskind, un segundo conjunto escultórico muy similar, compuesto por veinticinco pilares de dimensiones cercanas a las del primero, igualmente alineadas, si bien más altas y con ¿olivos? que crecen sobre ellos- proyecta hacia arriba la generosa interpretación del laberinto pero no tapia una sola de sus salidas. Como si encontradas, diera miedo ocultarlas de nuevo.

15 agosto 2006

muros, 1

Dejan a veces los triunfadores de las guerras figuras que representan, no la victoria o el sufrimiento que causó, sino más desdichadamente el rostro, siempre sombrío, de la dominación por la fuerza, más brutal, menos humana cuando más prolongada la guerra. Antes de ver confinada su imaginería al lado este de la ciudad, el ejército ruso -que entró en Berlín antes que nadie en 1945- dejó la estatua de un soldado ruso sobre un pedestal de unos ¿seis metros? de alto. Flanqueado por sendos cañones y tanques, cabe suponer parte del asedio a la ciudad, incluye una tumba, justo delante de la figura tan elevada como altiva. Sólo junto al pedestal, mirando a la estatua desde ahí, se aprecia cuán asequible, quizás irrenunciable, lo que va de la justicia a la venganza. Aun cuando reconocerlas claras sea a veces difícil, las guerras lo son, en términos generales, en defensa o en ataque propio, y así el gesto de la estatua no habla de atributos, ennoblecidos por la victoria nacida de la respuesta ante una agresión, como son el dolor, el sacrificio, la sangre que siempre exigen las ideas, la memoria por lo caído, por lo perdido y lo salvado. El gesto exhibe, en el pie avanzado, pero sobre todo en la mano izquierda que se adelanta como lo haría un dios cruel, todo el sojuzgamiento, toda la dominación supraterrenal que sobre un país devastado tiene ante sí quien lo derrota. En su rostro, tallado de un material cercano al de los tanques, hay el mismo totalitarismo, la misma opresión, la misma disposición sobre los vivos que las ruinas del mundo mostraban entonces como cementerio a cielo abierto para con los muertos. Dejó la propaganda rusa, como la china o la coreana, bustos de sus líderes como dioses bajados al mundo para ordenar las vidas, y a medida que esas imágenes se alejaban en el tiempo de las revoluciones que las engendraron, sus gestos, las posturas del cuerpo se volvieron más sociables, risueñas, redentoras por la vía de la alegría, ausente en la vida cotidiana de sus pueblos sojuzgados. En mitad de un parque de Berlín, en la avenida principal que atraviesa al mismo tiempo la ciudad y conduce al parlamento, no es el rostro de Stalin el que dicta el mundo desde lo alto de la estatua, sino el de un soldado anónimo, uno que quizá pretende que quien en ese gesto se adueña del destino del mundo no es un hombre sino una idea, y es justo lo contrario: hay carne en esa mano extendida ominosa, la carne fría de los hombres que ven en el derecho de las sociedades a vivir libres el de las estatuas a moverse.

brevedad del hombre holandés

Dada esa figura jurídica transfronteriza que considera el suelo en que se asienta la embajada de un país como parte de su geografía, un aeropuerto, con sus orígenes y destinos, múltiples y mezclados, sugiere la multipropiedad que no termina de ser más de unos que de otros porque nadie pasa en ellos el tiempo suficiente para sentir más pertenencia que la maleta y su idioma –y es una ironía previsible el que para tantos el idioma sea justo eso: una maleta en la que apenas cabe nada. Uno aterriza en Schipol, Ámsterdam, y es al tiempo y momentáneamente un hombre holandés, una niña de Méjico, una mujer de Madrid o Nueva York, y a la vez es la ausencia de todos ellos, la falta de suelo bajo los pies.

13 agosto 2006

tierra-tierra

hezbolá, como cualquier organización terrorista –y se aprecia a escala cuando una lo logra-, agrediría con los medios de que dispone un estado si los tuviera a su alcance, pero en las consecuencias de esa diferencia, es lo cuantitativo y no lo cualitativo lo que separa el daño de uno y otro modelo de agresión: para ambos, al igual que ocurre con cualquier país, organización, facción, grupo o individuo abocado a un conflicto, la sociedad civil –estructuras e individuos- son el camino más directo -por más fácilmente dañable- para afectar a la opinión internacional y acelerar su involucración. No son distintos para israel los ciudadanos libaneses de lo que suponen los civiles israelíes para hezbolá. Cambia el alcance de los medios a su disposición, pero sólo eso: apenas el daño por minuto, no la voluntad de respetar nada que el otro bando no vulnere ya. Y es un juego pueril, por injugable, por imposibilidad de reconocer las casillas de salida, el de señalar quien empezó, quién hizo qué primero. Junto a los misiles explotan los símiles.

ludwig van verbena

Quizá porque a medida que uno se aleja del centro de una idea se hace a la vez más audible los ecos, el alcance de otras, a veces antagónicas, en la plaza mayor de Madrid se escuchaba hace dos noches la periferia de la novena sinfonía de Beethoven y al mismo tiempo el final de tentáculos de todo orden –conversaciones, palmas, otras músicas, gritos, risas. Conlleva la música clásica una condición frágil en el mundo actual, pues el silencio que exige para darse lo hace vulnerable, invisible por momentos, en el instante en que alguien decide no respetar esa norma. Damos por sentado que la democracia nunca va a ser perniciosa –escribe Fareed Zakaria en su El futuro de la libertad. El derecho natural a convivir en un espacio público la opinión propia con la de miles de personas allí congregadas que sostuvieran la contraria es uno que los totalitarismos del siglo pasado y las periferias sordas de un sistema que ni los gritos escucha han hecho del derecho a proferir lo que sea donde sea uno sacrosanto, pero uno cree ver una diferencia entre ese derecho natural –que nace de la igualdad consagrada por la ley- y un no muy avanzado derecho cultural que condicionara las propias apetencias, no al parecer de mayoría alguna, sino a la propia indefensión de lo atendido. Un adagio es una criatura débil que lo es más al aire libre, y la misma concentración de miles de personas, como si rezaran en silencio por su salud, habla de un hábitat delicado y de su ardua preservación, de cómo ciertas formas de cultura –la contemplación de un cuadro es otra- no soportan esa forma de modernidad instalada entre nosotros que huye de los aspectos de absoluto y hace compatible, cohablable, cogritable, cualquier forma de expresión. Violenta el derecho al silencio –este es, acaso, el más cultural de los derechos y al serlo, el que más se siente como una agresión desde el derecho natural- como si su logro fuera, por fuerza, una imposición, un atentado inadmisible a la voluntad individual y sus derechos. No se lee porque exige el mismo silencio y el mundo es de los ruidos. Como pasara en las buhardillas de los totalitarismos, algunas especies de la biosfera cultural –en la densidad y vastedad de sus conocimientos y sensibilidades, las más valiosas- sobreviven en espacios pequeños, paradójicamente como hace dos noches, allí donde sus voces no pueden ser escuchadas por quienes saben que todo lo que se necesita a veces para acallar una voz no es prohibir hablar sino sólo gritar al lado.