16 agosto 2006
muros, 2
Una superficie de unos doscientos metros cuadrados en el centro de Berlín, sembrada de bloques de hormigón gris oscuro de planta cuadrada y sin inscripción alguna, de un metro de lado y altura creciente a medida que convergen hacia el interior, en perfectas hileras angostas que permiten ver el final de cada pasillo apenas iniciado. Un laberinto de entradas y salidas alineadas, nítidas, perfectas, que en la periferia del conjunto, en sus primeros bloques –alterada la longitud de uno de sus lados- semeja lápidas, cientos de ellas, que van creciendo en altura e igualando la dimensión de sus lados en su camino hacia el centro. Es un cementerio del que uno sale fácilmente vivo, y su simbolismo cambia a medida que se yergue: pasa de ilustrar a través de las tumbas imitadas el holocausto que honra, a representar una opresión –en su parte más alta los bloques miden tres metros de altura- que permite ver en todo momento la salida, las múltiples salidas disponibles en asequible línea recta. Pero algo se pierde entre tan generoso hilo de Ariadna, y lo que obedece seguramente a una medida de seguridad elemental en un sitio tan sombrío y estrecho, no deja, por ello, de privar a quien lo pasea de una sensación más acendrada de angustia y extravío que rememorar la muerte debe éticamente, en ciertas muertes, contar de la vida de quienes la sufrieron por la fuerza. Es, con todo, sobrecogedor en la lisura, en el anonimato de los bloques de una simetría de cosa, tan lejana de la irregular piel de las vidas humanas cuya ruina lamenta. No muy lejos, como parte del Museo Judío y diseñado por Daniel Libeskind, un segundo conjunto escultórico muy similar, compuesto por veinticinco pilares de dimensiones cercanas a las del primero, igualmente alineadas, si bien más altas y con ¿olivos? que crecen sobre ellos- proyecta hacia arriba la generosa interpretación del laberinto pero no tapia una sola de sus salidas. Como si encontradas, diera miedo ocultarlas de nuevo.
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