18 agosto 2006
caronte y el recuerdo
Plutón tuvo una luna hasta ayer, ya no, y en su lugar surge un planeta de la misma masa y el mismo diámetro que aquella, incluso con su mismo nombre. Alemania tuvo un escritor que escribiera la cobardía y la ceguera voluntaria de quienes para poder ver en todo su esplendor la sangre afortunada que les corría dentro hubieron de negarse a ver la que pasaba fuera, empapando el mundo. Pero en tanto el valor de una idea, como el de una esfera inmensa, no reside tanto en lo que fuera durante su formación, sino en lo que dice, contribuye, añade o resta a su entorno, cabe esperar no oír a nadie clamar contra el nuevo planeta porque el nombre que damos a su presencia modifique lo que hasta ahora sabíamos de ella. Gunter Grass no es mejor ni peor escritor por haber militado en las ss, como tampoco han de ser menos dolientes, justas, necesarias las palabras con que llamara cómplices a millones de alemanes por el hecho de que él estuviera, al mismo tiempo, en ambos lados de la oración: en la denuncia y lo denunciado. Inflamarse de indignación por algo que a la vez le arde a uno dentro, oculto, a oscuras, sólo suena desgarrador, decepcionante si se juzga lo que tal discurso debió significar para él en el momento de exhibirlo. Pero eso no tiene nada que ver con la forma en que el mundo merece, necesita esa y mil denuncias más, siquiera vinieran siempre de manos con un pasado sucio. El propio Grass debía saber cuando publicó El tambor de hojalata que este es un mundo de alcances torpes y mezquinos, en el que el juicio acerca de las ideas –cualesfuera- ha de sobrevivir muchas veces a la mirada que lanzamos sobre quien las enuncia. Así el color de piel, la voz, el sexo, la vestimenta son tantas veces la idea que nos habla por mucho que a la vez traten de hacerlo los argumentos que de aquellas surge. Si el dicho bíblico hablara de piedras más fundadas, de ideas lanzadas con más precaución, con más razón en cada dedo, veríamos quizá en la denuncia un acto de justicia cuya validez cabe buscar en las ideas que porta, no en la mano que las lanza. La derrota de Grass no es, hoy, cincuenta años después, la de sus ideas –a salvo, felizmente-, pero pudo haberlo sido entonces. Ese es el riesgo: que ganaran aquellos a los que él denuncia, quienes –con nazismo o sin él, al jalear una cultura de crimen, saltarse un semáforo o admitirse con más derechos que un chino- ahorran juzgarse culpables en la idea de que todos los son, de que todos lo hacen, de que nadie es quién para acusar a otro. Mientras las ideas que él ayudó a mostrar, descarnadas, siguen despidiendo ese olor a la luz de los días, ni los supervivientes de su división le recuerdan.
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