17 agosto 2006

muros, 3

Todo civismo se basa en la visibilidad del otro, en la forma en que los derechos de uno le rodean aún cuando no los reclame a cada rato. Paseaba uno maravillado estos días de que los trenes, los coches, los tranvías, los peatones berlineses convivieran en quietud con el sinfín de bicicletas que, en marcha o aparcadas, recorta el espacio disponible de aceras y calzadas. Ni una ni otra poseen espacios rácanos y esa generosidad en el urbanismo ha de ayudar a que los derechos de unos y otros convivan sin apreturas, en la idea de que la abundancia contribuye a ser justo con el derecho del otro a que sus pasos lo sean de forma diferente a los de uno. Y quizá la costumbre de la visibilidad del otro a la hora de desplazarse influye en la forma en que se mueven las ideas que salen de nosotros una vez parados, en cómo son escuchadas, en cómo se las permite echar a andar aunque no sean las nuestras. Gobierna en Alemania una coalición de los dos grandes partidos políticos y uno sabe imposible esa idea en España, donde los coches y los peatones –entiéndase aquí derechas e izquierdas, alternables según el carril del poder, rápido o lento, por el que circulen- no sólo hacen lo imposible para que el otro se estrelle lo antes posible, sino que prohibirían la libre circulación de las ideas del otro si pudieran. Ya en Madrid, esperábamos en el aeropuerto la llegada de un taxi, apenas diez personas formaban la cola a esas horas de la noche y un tipo –maletín, aspecto de ejecutivo de alguna compañía- se fue directamente al principio de la cola. No la veía y siguió sin verla cuando, ya echado a un lado, se le recriminó por qué se colaba. Teniendo el atropello, quién necesita bicicletas.

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