09 noviembre 2016

live



04 noviembre 2016

16 octubre 2016

Go down, Kubrick

Dirigida y coescrita por Romeo Castellucci, su Go Down, Moses que se ha podido ver en los Teatros del Canal este fin de semana asciende hacia el espectador con poquísimas frases a las que agarrarse, y que, contando el abandono de un recién nacido bajo auspicios de redención, pasa del símil con el antiguo testamento a una escena anclada en el principio de la vida humana en el planeta, encerrada en cuevas en las que dar a la luz, enterrar o comerse al mismo niño. Sumida en sonido, mostrada como una parábola que más pregunta cuanto más se abre, mejor parece una misa que una representación teatral. Muchos salían descontentos, sin saber a lo que habían asistido. Quizá demasiada fe en la ortodoxia teatral no ayuda a reconocer la religión cuando sus ritos parecen inventarse los evangelios en vez de recitarlos.

09 octubre 2016

vacuna retroactiva


Una posibilidad que explique el reciente voto contrario al proceso de paz con las farc es que, sabiéndoles sentados a la mesa en que negociar su renuncia a las armas, pensar en renunciar al castigo del perro rabioso lograda la domesticación se antoja difícil. En el chantaje que todo terrorismo aplica al estado con el que negocia, la igualdad de derechos es el primer eslabón que se busca garantizar. Los estados ceden porque lo que es obvio para un ser humano normal, viniendo de un chacal es un prodigio y no hay que desperdiciar la ocasión de lograr que entregue los dientes. Pero una vez en la jaula, es decir, sentado a la mesa de negociaciones, tratarle como lo que es podría ser el primer instinto de cualquiera. Al fin y al cabo, el perdón no exime del castigo, no es incompatible con la justicia.
Pocos de quienes vienen de votar no a su integración social sin penas de cárcel han de pensar que quienes, logrado el supremo esfuerzo de no parecer alimañas durante el tiempo que han durado las negociaciones, podrían volver a la selva si el pacto fracasa. Es como pensar que quien prueba una ducha y una cama caliente preferirá después dormir a la intemperie.
Si desde aquí tampoco termina de sonar extraño es porque, sin un referéndum en que preguntar si los asesinos merecen dejar de serlo por decreto, no pocos de quienes, desde el pnv sin ir más lejos o más cerca de la bala, jalearan a los asesinos de eta gozan hoy de derechos plenos para seguir disculpando sus crímenes en pro de la estabilidad del negocio que, casualidad, regentan ellos en base a vestir camisas mejor planchadas.
La diferencia es, por supuesto, que quienes mataban en eta lo hacían amparados en la mayoría nacionalista de la democracia vasca, y quienes en las farc, en selvas literalmente más frondosas. Hay que estar en la piel de quienes viven amenazados de muerte, aquí y allá, para calibrar la necesidad del chantaje infecto que supone ver pasear a cara descubierta a asesinos cuyos únicos méritos democráticos son rendirse a condición de que el estado acepte perder de forma menos sangrienta.
Pero ha de quedar claro que la única razón por la que criminales son invitados a sentarse a la mesa a ser tratados como seres humanos es porque la domesticación de una alimaña solo es posible en habitaciones iluminadas, bajo la misma promesa que ellos presumen: la de no dispararles nada más aparecer. Una vez salidos de la selva, visibles, al alcance de la ley, cómo pedirle a la bombilla que les muestre como no son.

01 octubre 2016

a cada grandeza, su cubo


En el mundo en que reinó Reagan, los representantes del equipo contrario tenían la longevidad que se le deseaba a sus ideas: Yuri Andrópov y Konstantin Chernenko presidieron la Unión Soviética en dos mandatos sucesivos del que dimitieron, al tiempo que de la vida, en apenas quince y once meses respectivamente. Cuando Mijail Gorbachov se hizo cargo de la empresa, Reagan cruzaba ya el ecuador de la década en que iba a sentar las bases del modo republicano de pensar hasta la fecha, con parada posterior en su vicepresidente, George Bush sr. y fonda interminable en su hijo.
La grandeza del país que presidió el primero miraba hacia el peso del estado en la Rusia comunista para amputar la que, en territorio estadounidense, recortaba impuestos a los ricos en la ilusión de que serían estos quienes devolverían a la sociedad lo que el estado se negaba a pedirles.
donald trump es hijo o espectro de ese plan, y tan bien podría éste haberlo entendido que la impresión obvia de no haber ido al colegio en su vida podría ser solo la de considerarse, no heredero, que a algo obliga, sino encarnación del espíritu conservador que Reagan trajo el mundo mientras otra eclosión, la de la publicidad que no llamaba idiota a quien la veía (encarnada en Bill Bernbach y su equipo), declinaba para lanzarse, en los ochenta, en manos del videoclip que iba a moldear millones de anuncios en esa década y aún la siguiente.
trump cumplió sus cuarenta años en medio de esa transformación social que hizo de Estados Unidos un país más próspero e infinitamente más injusto, y que con Reagan en el poder aún tuvo hasta bien entrada la década de los noventa para elevar el privilegio del empresario sobre la sombra del socialismo que no solo dictaba la vida de sus ciudadanos sino que, atrocidad, les impedía enriquecerse con ella.
Que, entrada la campaña presidencial actual, trump imite menos a Reagan que al último de los zares que la revolución bolchevique interrumpió, es una ironía que, en su delirio permanente sobre casi cualquier tema, ha de ignorar en su forma de dirigirse a la mano de obra extranjera, cuán se asemeja a la que practicara aquel Romanov con los derechos de los campesinos rusos de principios del siglo XX.
Sumado el apoyo de los supremacistas blancos –ku klux klan-, el de la asociación americana del rifle y el de empresarios como los hermanos Koch, arracimados en el molde del nazi henry ford, la grandeza a la que trump arrastra a tan infame eslogan, es, en su ataque al socialismo que enmascara el ideario demócrata, el de una dictadura barnizada de espíritu empresarial, en el que basta mentir con énfasis e insultar con energías inacabables para merecer el respeto que un jefe de estado como Obama, que basa el suyo en la inteligencia, la sensatez y la oratoria, no merece si se puede elegir a un cowboy como trump, es decir como Reagan, como Bush jr. Como cualquiera que no sabe la más mínima noción de la fiscalidad de multinacionales, pero por qué preocuparse si la grandeza está a la vuelta de la esquina, como la basura que cualquiera saca a medianoche.

12 septiembre 2016

carta de la noche al día


Algunas preguntas sirven para que entiendas mejor las respuestas que crees tener domesticadas. Pregunta P. qué es lo que no me gusta de Paulo Coelho y la pregunta se convierte en otra cosa en la respuesta: como con otras áreas, uno esperaría que el mundo apreciara lo que la literatura vino a hacer por nosotros, y esa decepción crea un hueco, que es el del desdén por sus esfuerzos. Justo en ese hueco germina lo que Coelho, y muchos otros, crean para aliviar parte del sufrimiento que el mundo soporta y la literatura tan explícitamente recrea. Literatura y Coelho son cosas distintas, pero comparten el canal en que se expresan, y el auge del segundo no es culpable del fracaso de la primera. Las razones por las que se lee a Coelho son distintas de las que llevan a ignorar a Coetzee, Magris, Sebald o Roth. Pero ambos pelean en las librerías por explicar el mundo o por salvarlo. Acaso el rechazo que Coelho genera en quien ama la literatura es solo el de quien no entiende querer la noche después de despreciar el día. Obvio que la noche quiere del hombre cosas distintas.

01 mayo 2016

Ficción pedida a la verdad


Entrando por la puerta de Goya del Museo del Prado, se accede a una galería que todo el que acudía a las muestras temporales atravesaba hasta que la ampliación de los Jerónimos vino a cambiarlo. Si se resiste la tentación de pasarse a Velázquez y Goya, cuyas salas se abren a la izquierda, José Ribera es el primer pintor que sale al encuentro, y siendo uno de los pintores con menos retratados por metro cuadrado, la repetición de modelos, que en otros es indistinguible, en él es algo que se ve antes, o al menos no después, que la obra en sí. A la izquierda hay un monográfico que junta un San Andrés (1631), un San Bartolomé (1641) y un San Jerónimo (1644) en el mismo anciano que posara para todos ellos, y aún en la pared de enfrente repite como San Bartolomé (1630). Un poco más adelante, también en el lado izquierdo, un San Pablo (1635-1640) y un San Pedro, libertado por un ángel (1639) cruzan miradas con el Isaac (1637) que les contempla con los mismos ojos, la misma nariz, el mismo todo. Arquímedes (1630) y la mujer barbuda (1631) son casi el mismo cuadro de tan juntos y de tan el mismo filósofo griego amamantando a un niño. En sus ratos libres es también, unos metros más allá, San Simón (1630), y todos ellos casi uno de los borrachos sacados de la sala de enfrente, con Velázquez. Finalmente, lo que podría haber sido un boticario reencarna –al menos eso- por tres veces en San Pedro (1630, 1632 y 1615 por orden de aparición, aunque la última de ellas lo sea como apóstol inserto en un grupo sin nombres asociados).
No muy lejos, en una de las salas de la Fundación Mapfre, estos días puede verse una muestra del trabajo fotográfico de Julia Margaret Cameron. Recreación frecuente de imágenes medievales o renacentistas, y más frecuentemente de mitos literarios o religiosos en pos de cuya simulación grave –ni una sonrisa cruza las docenas de fotografías expuestas- hiciera posar a nietos, sirvientes y amigos de 1863 a 1879, permite ver a su sirvienta Mary Hillier como virgen en tres obras de 1865 y como la poetisa griega Safo apenas unos meses después. Su sobrina Mary Prinsep encarna a San Juan en una fotografía de 1866. Marie Spartali, hija del cónsul de Grecia en Londres, posa como Hipatia, la filosofa griega de Alejandría. El poeta Henry Taylor fue, entre otros, fray Lorenzo acompañando a Julieta; el Shakesperiano Próspero junto a Miranda, o el rey bíblico Asuero al lado de la reina Ester. Su propio esposo, Charles Hay Cameron, malogró no pocas instantáneas mientras posaba, muerto de risa, como el mago Merlín para un libro de versos de Alfred Tennyson. El propio Lewis Carroll, fotógrafo aficionado, que a partir de sus retratos de niños modelaría a Alicia en el país de las maravillas, veía pocas en la obra de Cameron.
Uno de las escasos retratos en que el modelo mira a cámara sin más aparejo añadido muestra a Julia Jackson, quien llegado el día, engendraría a Virginia Woolf, y ésta, a su vez, el primer libro sobre Cameron en 1926, sesenta años cumplidos de su muerte. Aunque sería otro libro suyo –Una habitación propia-, publicado tres años más tarde, el que, incluso si hablando de literatura escrita por mujeres con el trasfondo de la mudez histórica de la expresión femenina, más claramente hable del mundo al que Cameron arrojó su visión del arte, recién hallado, de la fotografía.
Referido a negativos o a letra garabateada en un papel a escondidas, no hay un ápice menos de verdad en el diagnóstico que Woolf cita, de manos de Arthur Quiller-Couch –“lo cierto es que, debido a alguna falta de nuestro sistema social y económico, el poeta pobre no tiene hoy día (1916), ni ha tenido durante los pasados doscientos años, la menor oportunidad. Hablamos mucho de democracia, pero de hecho en Inglaterra un niño pobre no tiene muchas más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esa libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias”. Curiosamente, posando como niño en manos de la virgen, el nieto de Cameron tanto parece eso como un niño ateniense.
El alegato de Quiller-Couch contra la responsabilidad del arte en manos de las clases acomodadas pudo haber conocido en la España de la inquisición a principios del siglo XVII tiempos pioneros. Lo recoge Fuga mundi 1609, la obra de María del Mar Gómez, premio Beckett de teatro en 2007, que cuenta la peripecia de una escultora a merced de su protectora –una dama de la nobleza- quien cree ver en el rostro tallado de una virgen el de una modelo morisca, a escasos meses de la expulsión de los árabes de la España de Felipe III. Cuando, meses después de encargada una nueva talla que recoja la fe a que obliga la cristiandad, la escultora presenta de nuevo la misma que fuera condenada, y pensada destruida, la noble señora con ojos de hoguera cae postrada ante ella, afirmando, esta vez sí, la verdad simbólica del arte adecuado. 
Como Cameron pidiendo de sus amigos y familiares una gravedad a la altura de los temas tratados, y obteniendo de su marido carcajadas sin fin en el intento de ser un gran mago, la relación de los modelos con lo representado habla también de las fugas que contiene una fotografía o una escultura sacra.

29 abril 2016

Cuando todo esté hecho



Han pasado ocho años desde que el gran Pablo Vázquez, desde dentro de Sí, pero no lo soy, de Alfredo Sanzol, sufriera en alta mar la añoranza de los Sanfermines, un dolor “de animal herido” que conjuraba, y perdía, en el escenario que simulaba una discoteca en la sala pequeña del María Guerrero. Vázquez es estos días, espléndidamente, el bufonesco Costra en el montaje de Trabajos de amor perdidos, en los Teatros del Canal. Que es decir, el encargado de procurar el amor de los personajes, saboteándolo. Extrañamente, ni una sola de las no escasas veces en que el motto de la obra –“Navarra será el asombro del mundo”- se repite, lo es en presencia de Vázquez. Como si, a medida que las vanas promesas de negación del amor naufragan, el que más supiera de ellas estuviera en otra parte. Probablemente en Pamplona.

22 abril 2016

21 abril 2016

y nada más que la verdura


Hay algo en la propuesta de Luis Felipe Blasco Vilches en El jurado, estos días en Matadero, que escoge no emplear lo mejor que ofrece. Sustentado en nueve personas que, como jurado popular, han de decidir sobre la suerte de cierto político juzgado por corrupción, pasa del primer impulso colectivo –dictar sentencia sin evaluar una sola de las pruebas que se les pide analicen- a la idea más poderosamente nítida –cómo al menos la mitad de ellos podrían no estar ni remotamente cualificados para el trabajo que se les encomienda.
Espejo no tan paródico de pasotas a los que solo les interesa acabar pronto para llegar al fútbol, de semiadolescentes que solo saben reír y fumar, de amas de casa de contundente ignorancia, o empresarios de colmillo fácil, el patetismo del grupo, su déficit de compromiso democrático y judicial pronto da paso a un argumento personalizado que, uno a uno, va cayendo en su propia incapacidad para juzgar, dado que no parece haber un solo inocente entre ellos.
El proceso sibilino de socavación del jurado, paralelo al que una y otra vez renuncia a evaluar las pruebas contra el acusado en la fe de que “todo el mundo sabe que es culpable” desemboca en un retruécano, por el que quien más íntegro parece acaba siendo el mismo tumor que se han reunido para extirpar. El fracaso de la sentencia, ligado a la duda razonable sobre las pruebas, se encarna forzosamente en la de quienes le juzgan sin preparación o libertad de juicio sobre lo que juzgan.
La justicia acaba, así, contando de sí misma lo mismo que de la política: la dependencia tanto de las pruebas como de las personas adecuadas para encarnar la mirada justa. Cuán si no hay política sino políticos, pudiera no haber justicia sino jueces, no países sino ciudadanos. No ciudadanos sino seres con necesidades o prioridades cambiantes.

de la materia de los sueños iguales


De las vidas secretas que James Thurber fabuló en las páginas de The New Yorker durante tres décadas, la de Walter Mitty –un hombre con la capacidad de soñar despierto en plena calle, mientras hace cola en una tienda o espera a que el semáforo cambie de color- adoptó en su primera encarnación en cine, en 1947, el aspecto, más liviano, de la primera actividad de Thurber –el dibujo- y la en la segunda, de 2013, el más denso de la escritura.
La película dirigida por Norman Z. McLeod hace casi setenta años, una comedia musical al servicio de las dotes gestuales de Danny Kaye, y cuyo personaje clonaría Donald O´Connor seis años después en Cantando bajo la lluvia, es un catálogo de ensoñaciones, generalmente musicales, como sombra irreal de la vida aventurera que el hombre cotidiano de 1947 había cambiado por un trabajo a horario completo.
La actualización que Ben Stiller dirigió, protagonizó y escribió en 2013 eliminó la parte cantada y añadió el desasosiego de la soledad del hombre inmerso en esa otra ensoñación moderna, las redes sociales. A igualdad de infelicidad con las rutinas de su vida, el Mitty del siglo XXI se transmutó en el espejo inverso del Cándido de Voltaire: alguien que a medida que fracasa, gana, aunque no lo advierta. Qué sino la cartera olvidada en casa de su madre es el jardín que espera tu regreso en el relato de Voltaire.
Si la vida de actor era, a mediados de siglo pasado, una de las ansiadas a ojos de quien fabulaba sus días siempre distintos, la versión de Stiller actualizó el ideal sustituyendo la autoparodia de Kaye –un cómico haciendo de cómico tras la cara de un hombre anodino- por la del fotógrafo de viajes, escasamente localizable, críptico, ajeno a los ritmos del mundo. Y cuyo rastro acaba obligando a Mitty a llevar la vida que nunca soñó que llevaría, aunque no parezca consciente de ello hasta el final.
Lograda la revelación personal y ampliada hasta desdeñar lo que te hace mantener el empleo, la capacidad de Mitty para la ensoñación desaparece a medida que su vida consiste en sobrevivir despierto a lo que le ocurre. Al contrario que en la película de 1947, el Mitty contemporáneo deja de serlo cuando la película termina. O eso piensa.
Y no es que el ajuste sea sencillo, en 1947 o 2013: en otro de sus relatos, Thurber cuenta cómo los “libros sobre eficiencia mental no regatean detalles acerca de cómo conseguir un ajuste magistral… pequeños altercados en la mesa del desayuno, inconvenientes rutinarios en la oficina, familiares ansiedades causadas por el dinero y la salud, el conjunto de las contrariedades cotidianas con las que todos topamos y que usualmente superamos sin excepcionales dificultades”. Y que tienen en los Walter Mitty los héroes de los inadaptados.
Sin el uso desastrado de las redes sociales en sus manos en la versión de Stiller, casi podría parecer que la normalidad, el equilibrio finalmente logrado entre lo que tiene y lo que quiere, es una ensoñación más, una que compartir, en un bar, con el Theodore Twombly de Her, la película de Spike Jonze, que ve las mismas visiones que Mitty con solo mirar su teléfono móvil.

20 abril 2016

Numancia manque pierda


Si Eurípides retrocedió ochocientos años para narrar en Las troyanas el asedio de la ciudad a manos griegas entre el siglo XII o XIII A.C., Cervantes duplicó la distancia al narrar en El cerco de Numancia el asedio romano en el siglo II A.C. El griego anexó la ira de Posidón y de Atenea contra la flota que regresaría a Grecia tras diez años de asedio, y el español introdujo dos dioses –España y el Duero- que profetizan el auge de la raza entonces derrotada a manos de Felipe II en tiempos cervantinos. Si la intención de Eurípides era condenar la guerra sin distinción de bandos, la de Cervantes fue honrar el espíritu de quien regresa a la conquista (esta vez de las Indias) para vengar pasadas derrotas.
Se representa estos días en el Español el texto cervantino, y junto a lo suprimido –matar y comerse a los prisioneros romanos que atesoran- reluce, como compensación, una ampliación de la profecía a manos de los adaptadores, Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño: sus visiones sobrepasan la era cervantina y llegan hasta la nuestra: se aventura la pérdida del Imperio con que Cervantes compensara la pérdida de Numancia, se augura la guerra civil (ese otro asedio sin ayudas), la pacificación europea, el tiempo de bonanzas, crisis y amenazas actuales.
El resultado, amén de escénicamente logrado, es paradójico: lo que en el texto salva a los Numantinos de su muerte absoluta –la esperanza de ser vengados en el futuro- es, en escena una idea más humana que patriótica, y también más cara a Eurípides: la derrota cíclica. Cómo perder en el siglo II, ganar en el XVII, perder en el XIX, perder de nuevo en el XX o ganar en el XXI pudieran ser solo caras que se turnan la moneda.
No hay imperios sino rachas de buena suerte –parece decir el augur. Y los desdichados que, como Escipión, sitian una ciudad para no mancharse las manos ya manchadas, o los que, como los Numantinos, se matan para no ser rendidos, para no ultrajar a una noción de patria al mismo tiempo que sus vidas, son apenas actores. Distinguir entre público y ejército contrario, tan claro a ojos de Eurípides, debió serlo tanto más a mano de Cervantes, que purgó en cárcel argelina el desdén de un país hacia sus héroes cuando pierden, y ya en tierra propia, vivió el desamparo económico como alguien sitiado dentro de su propia impotencia.
Es un alivio para éste que la versión de Mariño y de Cuenca haya esperado cuatrocientos años para no clavar el cuchillo en carne tan aseteada como la de Cervantes.

19 abril 2016

plan b

Allí donde más improbable es no advertirlo, en un escenario, Denise Desperoux parece haber lidiado con ese trauma de la decisión literaria que es al elegir un tema, desechar sus variantes próximas. Pues dos de sus textos que vienen de ser representados, o aún siguen en cartel, tocan los mismos temas, con parecida sorna y mirada compasiva sobre sus efectos. Uno puede entrar estos días a ver Carne viva en La pensión de las pulgas y seguir viendo Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales, hasta hace nada en el María guerrero. El mismo universo, conspirando para que no recuerdes de qué te suena todo esto.

16 abril 2016

puerta trasera del sueño americano


Cincuenta años después de que Kim Philby fuera reclutado por la KGB junto a cuatro de sus compañeros en Cambridge, Michael Cimino imaginó que sendos estudiantes de Harvard de 1870 terminaban sus días convertidos en bandos de una guerra fría por fuera, hirviente por dentro. Contando una guerra dentro de otra, la de muchos expuesta a la de pocos, la propia película –La puerta del cielo- acabó por convertirse en una: cuadruplicado su presupuesto, arruinó a United Artists y lanzó la película a un pozo de críticas destructoras del que solo salió bien entrado el siglo XXI, cuando la versión que inicialmente proyectara Cimino –casi cuatro horas- vio la luz.
La penumbra que venía de fuera, de su pésima acogida, venía también de dentro: los propios materiales que la formaban eran pura oscuridad escupida a la cara de un país que se lanzaba ese mismo año al lifting ideológico del liberalismo sin pudor en la era republicana inaugurada por Reagan, elegido presidente dos semanas antes del estreno de la película.
El cielo abierto a la nación más poderosa del mundo era, en la versión de Cimino, el infierno que hubieron de arrostrar quienes, procedentes de otras partes del mundo, recorrían América a finales del siglo XIX en busca de las oportunidades que la vieja Europa, agotada en guerras desde hacía siglos, no podía ya ofertar. Y que, como en lo sucedido en Wyoming en 1890, desembocó en la guerra desigual entre los propietarios de ganado y de amplias franjas de tierra, y los inmigrantes que malvivían en condiciones de precariedad cuando no de la semiesclavitud tan cara a ese país.
Cimino no fue tímido mostrando la crueldad de los colonos hacia quienes bajaban de los trenes con tanto polvo acumulado en el alma como en sus pertenencias traídas desde el otro lado del mundo. Para equilibrar, instaló a un sheriff a la antigua usanza –idealista, honrado, a prueba de rendición- liderando la resistencia de los débiles. Y enfrente, indolentemente del lado de los criminales, a quien fuera su compañero en Harvard, unas tres horas antes.
Como relato del malestar de una nación consigo misma, la historia del combate desesperado de un grupo de granjeros centroeuropeos contra un centenar de pistoleros a sueldo es menos relevante que el origen de quienes simbolizan los dos extremos: quienes, a igualdad de formación, derechos y posición acomodada, acaban viviendo en países al parecer distintos, tan alejados de sí que una bala puede cruzar de uno a otro y alcanzar en el camino a cuantos pasen por allí.
Sin que lo sepamos aún, una de las partes más crueles de la película sucede al principio, sin pistas aún de lo que habrá de suceder: cuando, en la ceremonia de graduación en Harvard, escuchamos el discurso del rector acerca del valor sagrado de la educación, de cómo ésta, adecuadamente exigida, creará un país mejor, de valores mejores y misiones más elevadas. Como un prefacio para la historia opuesta.
La miseria humana, hecha en cualquier lugar de miedo y de ambición, restalla en el permiso presidencial que valida la ejecución de cuantos inmigrantes se consideren sospechosos de robo de ganado, que resulta ser la lista misma de habitantes –hombres y mujeres- de un pequeño poblado de Wyoming. Pero también en la respuesta del alcalde –acaso polaco, húngaro o suizo, como los amenazados de muerte- al ofrecer al sheriff entregar a cuantos demanden los asesinos.
Mayoritariamente lírica incluso si entreverada de devastación, y atravesada por un trío amoroso que recuerda a esa otra obra magnífica y singularísima que es La leyenda de la ciudad sin nombre (1969), entre la puerta cerrada que ve la Asociación de ganaderos y el cielo al que piden ayuda los inmigrantes, un tercer personaje, salido también de Harvard junto a los otros, surge para aportar el espacio entre el héroe y el miserable.
Empobrecido a diferencia de sus dos compañeros de aula, empleado misérrimamente en el apeadero del ferrocarril, donde vive refugiado en la indiferencia ante la injusticia que ve a diario, y que acaso no juzga muy distinta de la suya, cuando su conciencia le impulsa finalmente a actuar, su heroísmo resulta el más valioso de cuantos contiene la película: porque, fácilmente actualizable a nuestros días, sin hacer nada salvo asistir al crimen podría verse favorecido por el descenso de la mano de obra disponible.
Y porque, no yéndole en ello ni las motivaciones a sueldo del sheriff ni las que defiende la oligarquía ganadera, su sacrificio es genuino. Siendo el que más razones tiene para haber olvidado el discurso que escuchara el día de su graduación, veinte años atrás, es el que mejor parece recordarlo.

15 abril 2016

El hombre que sabía lo que debía


Parece irreal hoy pero en 1954, en Francia, aún era posible tardar en leer una revista sobre cine mucho más de lo que se tardaba en ver una película. François Truffaut comenzó a dirigir cine apenas un año después de empezar a escribir en Cahiers du Cinéma. También Jean Luc Godard. No Eric Rohmer o Jacques Rivette, que habían empezado a dirigir antes de la fundación de la revista. Todos ellos parecían saberse a Hitchcock de memoria. Es curioso considerar a éste como uno de los padres fundadores de la Nouvelle vague.
La escritura como acto fílmico –“la crítica para mí era hacer cine” -diría Godard- necesitaba de modelos vigentes y algunos fueron hallados allí donde pocos miraban en esa década. Hitchcock fue uno de ellos. Y como Howard Hawks, uno de los más extrañamente anunciados: mientras Cahiers du Cinéma buscaba en Hollywood, en éste era imposible encontrar aquella. La condición de autor mayor adjudicada a Hitchcock era acaso un concepto que, más allá de Orson Welles, la industria norteamericana tenía dificultades comprensibles para entender: durante tres décadas Hitchcock hizo ganar mucho dinero a los grandes estudios en los que trabajó. ¿Cómo podía ser un autor un director que llenaba cines con cada película que hacía? ¿alguien que necesitó rodar dos veces algunas de sus películas para saberlas logradas?
El principal rasgo de un autor –generar escuela o quien te honre- llegaba demasiado pronto para ser advertido: algunos de los que luego admitirían sentirse influidos por Hitchcock -Polanski, Scorsese, Lynch, Spielberg o de Palma- no empezarían a rodar hasta una o dos décadas después. “Escribir con la cámara”, como dijera Truffaut, partía de un trauma de base en una industria como la estadounidense en la que escribir era una actividad a sueldo sometida al férreo control de los productores. Un año después de que Truffaut publicara su reivindicación del estatus de autor, William Faulkner aún escribía guiones pagados por el dinero que crecía en Hollywood. Había que ser francés para entender el matiz. O inglés.
Quizá esa sensación de pertenencia explica el entendimiento que Truffaut y Hitchcock consolidaron en 1962 en una entrevista que aquel solicitó para analizar la filmografía de éste y que se prolongó durante ocho días. Lo inusual del formato –un director de éxito y filmografía oceánica a sueldo de los grandes estudios, contrastando su visión de las posibilidades expresivas del medio en conversación con un representante treintañero de una forma de impresionismo cinematográfico- vio la luz en un libro magnífico. Es una ironía no menos grandiosa el que, tratando de la autoría como vector de la escritura artística, cincuenta años después ese libro fuera llevado a cine por Kent Jones en 2015, con resonancias de best seller.
Veinticinco años después de aquel libro, Guillermo del Toro escribió el suyo a instancias de una colección auspiciada por la Universidad de Guadalajara. A la manera de Truffaut: iniciando como crítico su carrera de cineasta. La enumeración de los rasgos morales del cine de Hitchcock –“la culpabilidad del inocente, la culpa como situación necesaria para la redención por amor, la transferencia de culpa o el padecimiento resignado”- hablan también de lo que Truffaut advirtiera: la sombra de la virtud –autoría- inserta en el corazón mismo del pecado –la rentabilidad comercial.
Es un rasgo que subsiste hoy, férreamente anclado en literatura, cine, teatro o música: cuán la autoría, la pureza inmaculada de la expresión artística, parece requerir de un cierto fracaso para no levantar sospechas. Si la libertad artística tenía como función conjurar la transformación de la obra en producto, del Toro la advirtió ya en la naturaleza misma del cine de Hitchcock, basado en la irrupción del malestar en un entorno apaciblemente ganado: “Hitchcock supo que el caos y el orden necesitan uno del otro para existir y que la ausencia de uno de los dos es enfermiza. El orden sostenido durante largo tiempo conduce inevitablemente al caos y éste adquiere a la larga rasgos sospechosamente predecibles, para desembocar en una especie de orden”.
Incluso sin considerar que Hitchcock era, en sí mismo, como persona y como cineasta, un producto perfectamente acabado en 1962 y décadas antes, si el propio Truffaut se vio tentado a reconsiderar su postura, no necesitaba mirar muy lejos: entre la publicación de sus textos en Cahiers du Cinéma en 1954 y la realización de la entrevista en 1962, la autoría del Hitchcock cineasta se había transformado en la fábrica Hitchcock de episodios televisivos a sueldo literal –él mismo citaba, con no poca sorna, al patrocinador de cada capítulo- de un medio que vivía y vive de encapsular formatos sabidos, predecibles, mil veces repetidos. Y eso ocurrió en medio de la época en la que entregó obras maestras como ¿Pero quién mató a Harry?, El hombre que sabía demasiado, Vértigo, Con la muerte en los talones o Psicosis.
Educado en la crítica cinematográfica uno, en el cine mudo el otro, el gesto les unía: el de reivindicar un lenguaje que podía ser simultáneamente personal y universal, hablar de millones de espectadores sin dejar de hablar de quien lo firmaba. Ese lenguaje, actualizado por el documental de Jones, contiene, mayoritariamente en inglés, lo que sesenta años antes el francés arduamente persiguió: muchos de los directores que aparecen en el documental hablan de Hitchcock a través del libro de Truffaut que leyeron de niños. Quienes entramos al cine a verlo en versión original también leemos mientras hablan.