16 abril 2016

puerta trasera del sueño americano


Cincuenta años después de que Kim Philby fuera reclutado por la KGB junto a cuatro de sus compañeros en Cambridge, Michael Cimino imaginó que sendos estudiantes de Harvard de 1870 terminaban sus días convertidos en bandos de una guerra fría por fuera, hirviente por dentro. Contando una guerra dentro de otra, la de muchos expuesta a la de pocos, la propia película –La puerta del cielo- acabó por convertirse en una: cuadruplicado su presupuesto, arruinó a United Artists y lanzó la película a un pozo de críticas destructoras del que solo salió bien entrado el siglo XXI, cuando la versión que inicialmente proyectara Cimino –casi cuatro horas- vio la luz.
La penumbra que venía de fuera, de su pésima acogida, venía también de dentro: los propios materiales que la formaban eran pura oscuridad escupida a la cara de un país que se lanzaba ese mismo año al lifting ideológico del liberalismo sin pudor en la era republicana inaugurada por Reagan, elegido presidente dos semanas antes del estreno de la película.
El cielo abierto a la nación más poderosa del mundo era, en la versión de Cimino, el infierno que hubieron de arrostrar quienes, procedentes de otras partes del mundo, recorrían América a finales del siglo XIX en busca de las oportunidades que la vieja Europa, agotada en guerras desde hacía siglos, no podía ya ofertar. Y que, como en lo sucedido en Wyoming en 1890, desembocó en la guerra desigual entre los propietarios de ganado y de amplias franjas de tierra, y los inmigrantes que malvivían en condiciones de precariedad cuando no de la semiesclavitud tan cara a ese país.
Cimino no fue tímido mostrando la crueldad de los colonos hacia quienes bajaban de los trenes con tanto polvo acumulado en el alma como en sus pertenencias traídas desde el otro lado del mundo. Para equilibrar, instaló a un sheriff a la antigua usanza –idealista, honrado, a prueba de rendición- liderando la resistencia de los débiles. Y enfrente, indolentemente del lado de los criminales, a quien fuera su compañero en Harvard, unas tres horas antes.
Como relato del malestar de una nación consigo misma, la historia del combate desesperado de un grupo de granjeros centroeuropeos contra un centenar de pistoleros a sueldo es menos relevante que el origen de quienes simbolizan los dos extremos: quienes, a igualdad de formación, derechos y posición acomodada, acaban viviendo en países al parecer distintos, tan alejados de sí que una bala puede cruzar de uno a otro y alcanzar en el camino a cuantos pasen por allí.
Sin que lo sepamos aún, una de las partes más crueles de la película sucede al principio, sin pistas aún de lo que habrá de suceder: cuando, en la ceremonia de graduación en Harvard, escuchamos el discurso del rector acerca del valor sagrado de la educación, de cómo ésta, adecuadamente exigida, creará un país mejor, de valores mejores y misiones más elevadas. Como un prefacio para la historia opuesta.
La miseria humana, hecha en cualquier lugar de miedo y de ambición, restalla en el permiso presidencial que valida la ejecución de cuantos inmigrantes se consideren sospechosos de robo de ganado, que resulta ser la lista misma de habitantes –hombres y mujeres- de un pequeño poblado de Wyoming. Pero también en la respuesta del alcalde –acaso polaco, húngaro o suizo, como los amenazados de muerte- al ofrecer al sheriff entregar a cuantos demanden los asesinos.
Mayoritariamente lírica incluso si entreverada de devastación, y atravesada por un trío amoroso que recuerda a esa otra obra magnífica y singularísima que es La leyenda de la ciudad sin nombre (1969), entre la puerta cerrada que ve la Asociación de ganaderos y el cielo al que piden ayuda los inmigrantes, un tercer personaje, salido también de Harvard junto a los otros, surge para aportar el espacio entre el héroe y el miserable.
Empobrecido a diferencia de sus dos compañeros de aula, empleado misérrimamente en el apeadero del ferrocarril, donde vive refugiado en la indiferencia ante la injusticia que ve a diario, y que acaso no juzga muy distinta de la suya, cuando su conciencia le impulsa finalmente a actuar, su heroísmo resulta el más valioso de cuantos contiene la película: porque, fácilmente actualizable a nuestros días, sin hacer nada salvo asistir al crimen podría verse favorecido por el descenso de la mano de obra disponible.
Y porque, no yéndole en ello ni las motivaciones a sueldo del sheriff ni las que defiende la oligarquía ganadera, su sacrificio es genuino. Siendo el que más razones tiene para haber olvidado el discurso que escuchara el día de su graduación, veinte años atrás, es el que mejor parece recordarlo.

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