Cincuenta años después de que Kim Philby fuera reclutado
por la KGB junto a cuatro de sus compañeros en Cambridge, Michael Cimino
imaginó que sendos estudiantes de Harvard de 1870 terminaban sus días convertidos
en bandos de una guerra fría por fuera, hirviente por dentro. Contando una
guerra dentro de otra, la de muchos expuesta a la de pocos, la propia película
–La puerta del cielo- acabó por convertirse en una: cuadruplicado su presupuesto,
arruinó a United Artists y lanzó la película a un pozo de críticas destructoras
del que solo salió bien entrado el siglo XXI, cuando la versión que
inicialmente proyectara Cimino –casi cuatro horas- vio la luz.
La penumbra que venía de fuera, de su pésima acogida,
venía también de dentro: los propios materiales que la formaban eran pura
oscuridad escupida a la cara de un país que se lanzaba ese mismo año al lifting
ideológico del liberalismo sin pudor en la era republicana inaugurada por Reagan,
elegido presidente dos semanas antes del estreno de la película.
El cielo abierto a la nación más poderosa del mundo era,
en la versión de Cimino, el infierno que hubieron de arrostrar quienes,
procedentes de otras partes del mundo, recorrían América a finales del siglo
XIX en busca de las oportunidades que la vieja Europa, agotada en guerras desde
hacía siglos, no podía ya ofertar. Y que, como en lo sucedido en Wyoming en
1890, desembocó en la guerra desigual entre los propietarios de ganado y de
amplias franjas de tierra, y los inmigrantes que malvivían en condiciones de
precariedad cuando no de la semiesclavitud tan cara a ese país.
Cimino no fue tímido mostrando la crueldad de los colonos
hacia quienes bajaban de los trenes con tanto polvo acumulado en el alma como
en sus pertenencias traídas desde el otro lado del mundo. Para equilibrar,
instaló a un sheriff a la antigua usanza –idealista, honrado, a prueba de
rendición- liderando la resistencia de los débiles. Y enfrente, indolentemente
del lado de los criminales, a quien fuera su compañero en Harvard, unas tres
horas antes.
Como relato del malestar de una nación consigo misma, la
historia del combate desesperado de un grupo de granjeros centroeuropeos contra
un centenar de pistoleros a sueldo es menos relevante que el origen de quienes
simbolizan los dos extremos: quienes, a igualdad de formación, derechos y
posición acomodada, acaban viviendo en países al parecer distintos, tan
alejados de sí que una bala puede cruzar de uno a otro y alcanzar en el camino
a cuantos pasen por allí.
Sin que lo sepamos aún, una de las partes más crueles de
la película sucede al principio, sin pistas aún de lo que habrá de suceder:
cuando, en la ceremonia de graduación en Harvard, escuchamos el discurso del
rector acerca del valor sagrado de la educación, de cómo ésta, adecuadamente
exigida, creará un país mejor, de valores mejores y misiones más elevadas. Como
un prefacio para la historia opuesta.
La miseria humana, hecha en cualquier lugar de miedo y de
ambición, restalla en el permiso presidencial que valida la ejecución de
cuantos inmigrantes se consideren sospechosos de robo de ganado, que resulta
ser la lista misma de habitantes –hombres y mujeres- de un pequeño poblado de
Wyoming. Pero también en la respuesta del alcalde –acaso polaco, húngaro o suizo,
como los amenazados de muerte- al ofrecer al sheriff entregar a cuantos
demanden los asesinos.
Mayoritariamente lírica incluso si entreverada de
devastación, y atravesada por un trío amoroso que recuerda a esa otra obra
magnífica y singularísima que es La leyenda de la ciudad sin nombre (1969),
entre la puerta cerrada que ve la Asociación de ganaderos y el cielo al que
piden ayuda los inmigrantes, un tercer personaje, salido también de Harvard
junto a los otros, surge para aportar el espacio entre el héroe y el miserable.
Empobrecido a diferencia de sus dos compañeros de aula,
empleado misérrimamente en el apeadero del ferrocarril, donde vive refugiado en
la indiferencia ante la injusticia que ve a diario, y que acaso no juzga muy
distinta de la suya, cuando su conciencia le impulsa finalmente a actuar, su heroísmo
resulta el más valioso de cuantos contiene la película: porque, fácilmente
actualizable a nuestros días, sin hacer nada salvo asistir al crimen podría
verse favorecido por el descenso de la mano de obra disponible.
Y porque, no yéndole en ello ni las motivaciones a sueldo
del sheriff ni las que defiende la oligarquía ganadera, su sacrificio es
genuino. Siendo el que más razones tiene para haber olvidado el discurso que
escuchara el día de su graduación, veinte años atrás, es el que mejor parece
recordarlo.
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