Las puertas de la nueva cárcel en la que entramos dan a
espacios que parecieran seguir viviendo décadas atrás. El primer funcionario
que nos atiende parece un conserje o un ascensorista. Los pasillos dan a otros
pasillos como si compitieran en vejez, en estanqueidad a una mirada actual. Incluso
los reclusos que asisten al taller, algunos de ellos de avanzada edad, parecen más
vivos, más jóvenes que el lugar que los encierra. Al tratarse de una prisión escasamente
poblada, la sensación es de desamparo, de olvido del tiempo además de condena a
un solo espacio. Al contrario que en otras cárceles, uno siente aquí el peso de
una repetición de las conductas disponibles que se parece demasiado a cómo el
silencio se parece a sí mismo. Como si en vez de encerrar vidas, encerrasen un
país que fuera de sus muros ya existe. Quizá es eso lo que hemos venido a ver:
una cierta idea de un país condenado a no salir de sí. En el que sus hormigas
quieren escribir.
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