Hay algo en la propuesta de Luis Felipe Blasco Vilches en El jurado, estos días en Matadero, que escoge no emplear lo mejor que ofrece. Sustentado en nueve personas que, como jurado popular, han de decidir sobre la suerte de cierto político juzgado por corrupción, pasa del primer impulso colectivo –dictar sentencia sin evaluar una sola de las pruebas que se les pide analicen- a la idea más poderosamente nítida –cómo al menos la mitad de ellos podrían no estar ni remotamente cualificados para el trabajo que se les encomienda.
Espejo no tan paródico de pasotas a los que solo les
interesa acabar pronto para llegar al fútbol, de semiadolescentes que solo
saben reír y fumar, de amas de casa de contundente ignorancia, o empresarios de
colmillo fácil, el patetismo del grupo, su déficit de compromiso democrático y
judicial pronto da paso a un argumento personalizado que, uno a uno, va cayendo
en su propia incapacidad para juzgar, dado que no parece haber un solo inocente
entre ellos.
El proceso sibilino de socavación del jurado, paralelo al
que una y otra vez renuncia a evaluar las pruebas contra el acusado en la fe de
que “todo el mundo sabe que es culpable”
desemboca en un retruécano, por el que quien más íntegro parece acaba siendo el
mismo tumor que se han reunido para extirpar. El fracaso de la sentencia,
ligado a la duda razonable sobre las pruebas, se encarna forzosamente en la de
quienes le juzgan sin preparación o libertad de juicio sobre lo que juzgan.
La justicia acaba, así, contando de sí misma lo mismo que
de la política: la dependencia tanto de las pruebas como de las personas
adecuadas para encarnar la mirada justa. Cuán si no hay política sino
políticos, pudiera no haber justicia sino jueces, no países sino ciudadanos. No
ciudadanos sino seres con necesidades o prioridades cambiantes.
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