30 junio 2015

la intimidad no tiene quien la lea



El advenimiento de la intimidad como saldo vía redes sociales, al cabo trueque de la propia por la ajena, conocida o no, confronta en la lectura de los ensayos compilados de Jonathan Franzen –Cómo estar solo/ 2003- la privacidad como una de las bellas artes, a merced del impulso simultáneo de exponerla al contacto con el mundo y de preservarla de éste. 
Por supuesto, si la mirada de un escritor sobre la sobreexposición del yo es sospechosa es porque, a diferencia de la mayoría, su propia ocupación o vocación consiste en ofrecer a quien quiera mirar la más pura intimidad puesta al servicio del tema que sea: pintura barroca o cinematografía antigua, teatro griego o la frecuencia de paso de los camiones de basura.
La intimidad en Franzen, puesta en el prólogo al servicio de la defensa de la soledad justa, conveniente en un mundo que no soporta la mera noción de estar callado o solo, transita de la contemplación de la soledad no deseada de su padre, víctima del Alzheimer, a la suya propia como escritor de novelas que improbablemente ha de esperar alguien, y más hondamente, como alguien a quien escribirlas aporta tanta satisfacción personal como infelicidad y aislamiento.
Cómo estar solo es así, simultáneamente, cómo no estarlo demasiado y cómo no poder evitar estarlo. Cuando escribe que “no aguanto el más mínimo concepto de que la narrativa seria es buena para nosotros, porque no creo que todo lo que está mal en el mundo tengo remedio, y aunque lo tuviera, ¿quién me manda a mí, que me siento enfermo, ofrecer uno?” afirma esa virtud que la literatura comparte con la exposición pública de la intimidad: que acaso solo al hacerla pública, la sentimos existir.
Esa acepción dual y contradictoria –que entregar algo sea empezar a poseerlo- y que está en el núcleo mismo del auge de las redes sociales crea en el escritor a un espectador menos lúdico que sistemático de su propio yo, y la revisión permanente del material que produce acaso multiplica la necesidad de ser escuchado ahí fuera.
Más ambigua es la identificación de las cuitas de quien escribe y de quien lee -“Es difícil, en cualquier caso, considerar la literatura una medicina, cuando leer sirve sobre todo para acrecentar nuestro alejamiento depresivo de la corriente dominante; tarde o temprano, el lector de mentalidad terapéutica acabará acusándola de ser la enfermedad.” Y que, en Franzen como en otros, tiene que ver no con aprender a estar solo sino con verse siéndolo sin más, de niño.
“Hay un segundo tipo de lector” –escribe tras empezar la lista por el que se nutre del ejemplo paterno- “el socialmente aislado, el niño que desde una edad temprana se siente muy diferente de todos los que le rodean. Trasladas a un mundo imaginario ese sentimiento. Pero es un mundo que no puedes compartir con los demás, precisamente porque es imaginario. Y así el diálogo importante que mantienes en tu vida es con los autores de los libros que lees. Aunque no están presentes, se convierten en tu comunidad”. Si le suena al principio opuesto al que rige Facebook, acierta. Si le suena al principio que lo explica, quizá también.
Si las redes sociales son un libro, es uno donde podría importar escribir más que leer, contar más que escuchar. Para un escritor que sufre desde ambos lados del proceso (pues solo quien lee, escribe) la suma de esas soledades admite la narración cruda de Franzen –“la desesperación que yo sentía a causa de la novela era menos el fruto de mi obsolescencia que de mi aislamiento. La depresión se presenta como un realismo respecto de la podredumbre del mundo en general y la de tu vida en particular. Pero el realismo es una mera máscara de la esencia real de la depresión, que es un desapego abrumador de la humanidad. Cuanto más convencido estás de tu acceso único a la podredumbre, tanto más miedo tienes a implicarte en el mundo; y cuanto menos te implicas en el mundo, más pérfidamente feliz parece el resto de la humanidad por seguir implicándose.”
Lo que en el escritor es condición de su trabajo -renunciar a la intimidad para lograr alimentarla, para sentirla en contacto con el mundo- podría compartir con quienes no lo son ese rasgo tan reconocible en quien escribe: cómo lo que tan profundamente necesitas hacer –escribir- en ningún momento te priva de saber que si el mundo diera señales de necesitar lo que escribes, seguramente te habrías enterado. “El novelista tiene cada vez más cosas que decir a lectores que cada vez tienen menos tiempo de leer: ¿dónde encontrar la energía de influir en una cultura en crisis cuando la crisis consiste en la imposibilidad de influir en la cultura?”.
Es cruel llamar error a no ser capaz de vivir sintiendo que lo te llena debiera bastarte, que simplemente emplear tu vida en hacer lo que sientes que quieres hacer debiera llenarte de paz, de sano orgullo, aplacar el miedo al vacío. Pero es justo lo que no tenemos. Y lo que explica que las redes sociales sean al siglo XXI lo que la imprenta fue al XV. Si algo no sabemos hacer es estar solos, incluso cuando más felices somos.
Por eso ni la naturaleza eminentemente solitaria del acto de leer y escribir escapa a la tentación de verse falto del ruido que compense eso. Sin que Franzen hable del auge de Internet en el momento de escribirlo, su dictamen sobre el estatus irreal de la literatura como muro protector que sirve también de pedestal al que subirse anuncia lo irreversible, que es el triunfo de la intimidad desintimidada –“veo la autoridad de la novela en el siglo XIX y principios del XX como un accidente de la historia: del hecho de no tener competidores. En lugar de figuras olímpicas que hablan a las masas a sus pies, tenemos diásporas equiparables.”
Qué sino eso, una diáspora, define el infinito sembrado de imágenes y frases sin sustancia que cualquiera esparce por el gran libro virtual mientras los libros de verdad se mueren de aburrimiento en los anaqueles de las bibliotecas y las librerías. Esa inmunidad al conocimiento, su sustitución por lo anecdótico, inventa su tradición mientras se vuelve incompatible con otra –“los novelistas preservan una tradición de lenguaje preciso y expresivo; una costumbre de mirar a los interiores que hay por debajo de superficies; quizá una comprensión de la experiencia privada y del contexto público tan singular como penetrante; quizá misterios, tal vez conductas.”
Preservando a “una comunidad de lectores y escritores, donde la forma en que los miembros de esa comunidad se reconocen mutuamente en que nada del mundo les parece simple” la literatura como acto de cesión de intimidad camina junto al sendero que las redes sociales han asfaltado con la vida privada que millones de personas regalan cada día en todos sus detalles. Sus caminos no se cruzan porque si en uno ven complejidad en cada rasgo del mundo, la condición para transitar el otro es justo la contraria.
Tuve una comprensión gradual de que mi estado no era una enfermedad, sino una naturaleza. ¿Cómo no iba a sentirme distanciado? Yo era un lector. Mi naturaleza me había estado aguardando todo el tiempo. De repente cobré conciencia de lo ansioso que estaba de construir un mundo imaginado y de habitarlo. Aquel ansia se asemejaba a una soledad que me había estado matando. ¿Cómo podía haber pensado que necesitaba curarme para encajar en el mundo “real”? Ni yo necesitaba curarme ni tampoco lo necesitaba el mundo; lo único que necesitaba un remedio era mi comprensión del lugar que me correspondía en él. Sin esta comprensión –sin un sentimiento de pertenecer al mundo real-, era imposible prosperar en uno imaginario.”
Acaso lo que Franzen escribe acerca de la naturaleza de quien no se halla a gusto en el mundo dice de la intimidad de un escritor lo mismo que de quienes solo teclean en su móvil: que la intimidad que no es feliz dentro de ti acaba buscando su lugar en otro sitio, ya sea un libro o en la página creada en una red social. 

29 junio 2015

arar el agua



Como lo que dijera Alberti de Lorca acerca de los pianos –que estaban allí donde él llegaba-, las guerras parecían hacer cola delante de la puerta de Unamuno a medida que salía por ella para entregar sus textos en los periódicos en que denunciaba la facilidad de un bando para ignorar que lo era, o la de ambos para solventar civilizadamente la guerra que tocara –filológica, jerárquica, política o armada.
En 1887, apenas tres años después de empezar a trabajar de profesor de latín y psicología en un colegio de Madrid, el país se desangraba por el lado que Unamuno iba a escoger para excavar su trinchera: un 71% de analfabetos, un estudiante por cada 10.000 habitantes. Si como diría años después, todo lo sabemos entre todos, su vida iba a estar marcada por el más obvio y español “todo lo ignoramos entre todos”. 
En luchar y perder esa guerra empleó su vida sin dejar, eso sí, sin disparar un solo cartucho de los que segregara su tan prodigiosa como anacrónica inteligencia, que volcó en novelas y teatro un molde social que no llegaba a enfriar lo gestado, y en miles de artículos periodísticos el trazo urgente de lo que no dejaba de hervir por mucha agua, no pocas veces tonta, que se le echara encima.
La guerra que venía tan de dentro hacia fuera como al revés -¿quién me dará la paz del alma si mi alma ha nacido para la guerra? (1888)- era librada dentro de sí junto o contra un dios que no podía existir fuera de él, y simultáneamente contra quienes compartían con él un país y un mundo que solo podía echarse en la cuenta de un dios que se manejara mediante tachones. Como éste, la preocupación por la suerte de sus hijos –nueve- corrió paralela a la figura paterna que amonestaba a su país, por descarriado, impenitente, obtuso, malvado.
Mientras en 1898 reivindicaba un país de Alonsos Quijanos y no de Quijotes, él mismo era ya, indefectiblemente, tanto la esfinge que formulaba preguntas que nadie –Azorín tampoco- entendía, como un Edipo que más se condenaba cuanto más pugnaba por saber, cuanta más luz pedía, exigía, proyectaba fuera. Mientras España cambiaba el último resto de imperio por un espejo más pequeño en que mirarse, el gigante Unamuno escribía contra todo espacio y todo tiempo que “merecemos perder las colonias más que por crueles (que lo somos) por imbéciles y por soberbios”
La guerra que iba a perder del todo en 1935 -“el español rehúye la verdadera y santa guerra civil que cada uno lleva o debe llevar dentro de sí, con su otro yo”- ya la empezaba sin armas suficientes en 1903 -“España está necesitada de una nueva guerra civil, pero civil de veras, no con armas de fuego sino con armas de ardiente palabra.
En ese fuego ardían, junto a los ciegos voluntarios, los “mitólogos, los odiadores de las culturas y las artes y del saber”. Como cuentan Colette y Jean-Claude Rabaté en su biografía de Unamuno “éste pretendía que ni la inquisición, ni la monarquía, ni la iglesia romana hicieron el carácter español, sino que el espíritu colectivo del pueblo dio “su modo y manera al santo oficio español”, fruto de las pasiones provocadas por los tres pecados capitales; la envidia, la soberbia y la ignorancia.
El juicio de Unamuno, que bien podía emanar de cierta autoprivación ascética -“No he conocido el desarreglo nunca, ni he tenido aventuras amorosas ni siquiera bebo vino ni he entrado nunca a una casa de juego. Nada de bohemia nunca”- conciliaba, sin embargo, la honda espiritualidad interior con una visión lúcida de la aportación del catolicismo a la caverna patria -“En un país que se dice cristiano, apenas sirve el evangelio, que casi nadie lee, más que para cortarlo en cachitos, plegarlos dentro de una bolsita y colgárselos del cuello a los niños como amuleto dentro“.
Sin hacer distingos entre quiénes podían devolver tantas balas como recibían, cargó contra la guerra de 1914, contra la idea de la nostalgia del imperio español como ajuar necesario en casa de quien tenía mejores, más urgentes hambres, también contra la monarquía de Alfonso XIII -se mete en negocios turbios, juega, bebe y putea. Poco comparado con lo que guardaba para la aparición de los fascismos.
Si en Salamanca, donde es rector, se proclama la segunda república, que Unamuno acoge y celebra con alborozo de higiene recién adquirida –“no nos asusta el comunismo ya que los Comuneros de Castilla no fueron otra cosa que comunistas”, un año después, en 1932, afilada la euforia en la piedra de lo real, admitirá, de nuevo Edipo, que “la gran masa ciudadana ni era monárquica antes ni es republicana ahora, pues las elecciones no se hicieron a favor de este o del otro partido, sino contra el rey la dictadura”. No trajeron la república sino que ella los trajo”.
Acerca de las JONS, escribía en 1933 que “empieza a predicarse una violencia no juvenil, sino pueril; una violencia de rabieta vocinglera de chiquillos sin acabado uso de razón ni de conciencia… una ofensiva de retrasados mentales, de hombres en la menor edad adulta”. Un año después, dirá de hitler que “¿cabe nada más impersonal, más borroso, que ese pobre fuhrer, un deficiente mental y espiritual? ¿cómo puede fascinar a una masa humana –no digo pueblo- un sujeto de tan escandalosa ramplonería?”
Hilado en línea recta con su vindicación de un país sin imperio y una sociedad sin país si eso creaba un modelo mejor, más sabio, digno y justo, el dictamen sobre la raza que escribiera en 1935 era ya, como siempre, el de un náufrago al paso del galeón –“ya raza empieza a querer significar algo así como lo que significa en la actual Alemania, la del racismo, la del arianismo, la de ese venenoso concepto de los arios –que no es más que un mito de su salvaje resentimiento-, con su escuela de antisemitismo y otros antis tan salvajes como éste. Y es el colmo del despropósito que hasta nosotros empiece a deslizarse que son antiespañoles los judíos, y los masones… el sentimiento de comunidad histórica puede, si ese racismo ortodoxo se extiende, estorbar la convivencia”. Solo la discretísima invocación última sorprende por tímida.
Acogió el golpe de estado con la misma bendición irreal con la que, meses después, en 1936 conciliaba el despropósito impropio de su inteligencia –pedir el suicidio de Azaña como acto patriótico- con la enésima demostración de clarividencia -“cuando todo pase, estoy seguro de que yo, como siempre, me enfrentaré con los vencedores”- o esta:“fue un disparate mandar quitar los crucifijos de las escuelas pues con ello les dieron un sentido que no tenían, y otro disparate cambiar la bandera pues le dieron a la bicolor un sentido que no tenía”. Hallado entre los dos fuegos –el amigo y el enemigo- dirá de ambos que “son como los otros, los de la otra banda, que salen con que ya no estoy con ellos. ¿Y cuándo? Ni cuando se figuraban estar conmigo. Pues al repetir lo mismo que decía yo decían otra cosa”
A meses ya de pasar de pólvora a ceniza, como el país en sí, aún tendría fuerzas y valentía para afrontar la sinrazón que se llegara hasta su propio reino –la universidad- para contestar a un discurso delirante de pemán y Millán astray que “España es un manicomio suelto. Bolchevismo y fascismo son las dos formas –cóncava y convexa- de una misma y sola enfermedad mental colectiva. Y días después, ya por escrito: “Nada hay peor que el maridaje de la dementalidad de cuartel con la de sacristía. Y luego la lepra espiritual de España, el resentimiento, la envidia, el odio a la inteligencia”.

Se pasea por festivales estos días la película de Manuel Manchón -La isla del viento- que narra a Unamuno, hombre isla por excelencia, encarnado por un magnífico José Luis Gómez, durante su exilio en Fuerteventura en el que pasó unos meses antes de exiliarse en Francia mientras el régimen de primo de rivera agotaba su tiempo. Allí, rodeado de mar y sencillez forzosa, acaso engendrara las líneas que iban a aflorar diez años después -“La mar tiene sus galernas; pero su fondo, sus honduras, siempre inmutables… y así el pueblo. Sus revueltas –a las que los pedantes de la política llaman revoluciones, hasta cuando no lo son – le dejan intacto el seno de sus honduras”.

17 junio 2015

Up and behind


The Crimson assurance company, el corto dirigido por Terry Gilliam para los Monty Python´s en 1983. O cómo contar Up, 26 años antes. 

15 junio 2015

mi parte en otra alma



La tierra que habitara la primera obra de José Manuel Mora vista en el CDN, y que se esparcía por esta misma sala hace ahora cuatro años, se ha llenado de seres que siguen sin conservar lo que aman o amaran. Si allí era la mujer que compartes con tu hijo, en los Nadadores nocturnos y en esta Fortune Cookie, lo que no logras sigue siendo lo que perdiste. Tampoco ha cambiado el anhelo de maternidad como motor vital, el desamparo que corroe, la esperanza que riegas mientras te quedas sin agua para beber. Junto a la polifonía y el absurdo eventual que ahora se turnan la acción, el cambio principal es que el secano se ha evaporado en manos de Carlota Ferrer: el hiperrealismo de Mi alma en otra parte es hoy una coreografía donde los cuerpos que se hunden, y fugazmente se salvan, pasan por escena como si el estertor o el baile fueran tan parte del soliloquio como lo que se dice a alguien, o a uno mismo, al propio cuerpo.
Un otro rasgo nuevo podría ser el reverso de eso: cómo, mientras el cuerpo responde con lenguajes propios, el texto sale de la obra para pulsar continuamente su condición de artificio, para ponerse en duda. Que la protagonista de Fortune Cookie juegue a ser la distribuidora del espectáculo es menos relevante que la radiografía del sector que emana. Ya puestos a pulsar el resorte brechtiano, las pullas al tipo de teatro que la gente parece preferir suena a una forma enésimamente frustrada de maternidad: el de engendrar un público a la altura de lo que el teatro, como la política o el orden establecido en los Nadadores, podría hacer por ellos. Ya no quedan personajes –escribía Mora hace un año. Y lo que quiere decir es que acaso quedan los mismos que público exigente. Como una afirmación así merece estar bajo sospecha, ayer la sala pequeña del Valle Inclán estaba llena. Y de gente muy contenta con lo que vio.

14 junio 2015

heroísmo antes del heroísmo


Para quienes esperaran a rendirse una vez más a la Eroica de Beethoven, esta mañana en el Auditorio Nacional, esa otra costumbre sana: la de caer antes a los pies de Anne Sofie Von Otter, hoy con la Rapsodia para contralto, coro masculino y orquesta de Brahms. 

11 junio 2015

La vida de nadie



Incluso si es mediante un texto que rehúye el núcleo real del problema, la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que viene de reconocer que “la retirada de soportes vitales a un enfermo en estado vegetativo no vulnera el artículo del Convenio de Derechos Humanos que consagra el derecho a la vida” –El País/ 9.6- introduce algo de luz al final de lo que tantos preferirían que solo hubiera túnel. Solo que más se ganaría si la apuesta fuera legislar sobre la voluntad íntima –y ninguna lo es más que la postrera- que escoge la eutanasia, en vez de refugiarse en esa mediocridad del derecho humano que es “creer que un estado puede aprobar normas de limitación del esfuerzo terapéutico cuando se considere que el tratamiento es fútil o puede causar un sufrimiento innecesario al paciente”.
Incapaces de entender que lo que el estado crea obligatorio respecto a un ser humano debiera empezar y terminar en sus obligaciones fiscales y el cumplimiento de la ley, es comprensible la perseverancia de unos padres en negarse a aceptar la muerte clínica de un hijo, y acaso ese acto de fe solo debería estar bajo sospecha si media un dios en ello. Pues si negarse a perder a un ser querido, aunque inerte, es perfectamente comprensible, negarse a no tenerlo mientras tampoco lo tiene el dios en que se cree suena raro. O directamente obsceno si lo que se prioriza es la voluntad ajena –sea humana o divina- sobre la de quien no desea vivir, desahuciado o no. En un mundo donde los derechos esenciales de miles de millones de personas son ignorados, maltratados o prohibidos, obligar a seguir vivo a quien ya no puedes quitarle nada más es un derecho inhumano. 

mantra en do


Como un acorde que honrara las dos piezas del concierto, la primera de las piezas que regala el violonchelista armenio Narek Hakhnazaryan incluye la rareza de escuchar al propio solista cantar lo que a ratos parece la imitación de riffs guitarreros, y a ratos un mantra budista que aliviara el dolor de Dvorak al escribir su Concierto para chelo en si menor mientras la hermana de su esposa, de la que también estuviera enamorado, agonizaba, y la agonía propia que Chaikovsky volcara en su sinfonía postrera.

09 junio 2015

from The New Yorker archives

Y es eso mismo.

http://www.newyorker.com/books/page-turner/the-strange-rise-of-the-writers-space?mbid=nl_060915_Daily&CNDID=22280317&mbid=nl_060915_Daily&CNDID=22280317&spMailingID=7810087&spUserID=MjY0MzU4NzYwOTES1&spJobID=701148480&spReportId=NzAxMTQ4NDgwS0

07 junio 2015

cómo no estar solo


En el prólogo a su compilación de ensayos breves Cómo estar solo, Jonathan Franzen recuerda la idiocía perseverante de los medios estadounidenses cuando, tras publicar un artículo acerca del futuro de la novela norteamericana, mil y una veces corroboró que quienes le preguntaban por él, o no lo habían leído o no lo habían entendido. Referido en el título al problema de “preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae, la cuestión de estar solo” Franzen habla, pues, también de la incapacidad o nula voluntad de saber estar solo, que es decir, de la capacidad de usar ese tiempo privado y calmo para comprender lo que se está leyendo.
En esa pendiente, lo que no sabe estar solo se cruza con lo que lo está cada vez más: cada día se cierran en España 2.5 librerías, y más de la mitad de la población declara no leer nunca o casi nunca. Se quedan solos los libros al tiempo que las redes sociales y los teléfonos de alta gama convencen a la gente de la necesidad de no estar nunca solos. Leer buena literatura es leer, además, frecuentemente sobre gente que está sola. Sobre gente que merece estarlo. O sobre quienes no pueden merecerlo menos.
En el primero de sus ensayos breves, Franzen escribe que cierta deriva del carácter de su padre –previo a saber del proceso gradual de Alzheimer que le invadía- “no era de su incumbencia”. Quiere decirse que antes de las redes sociales, cada uno era responsable de su vida, que es decir del uso de la privacidad que la acompaña. Lo que te incumbía era tuyo y lo que no, legítimamente ajeno. No por desdén, sino porque la vida adulta consiste en ser dueño de tus actos y tus palabras. Esa independencia tiene un valor y no es el de la misantropía, sino el de la contribución exacta al ruido global, al sentido global. Y que permitía sitio para otras voces, entre ellas las que venían de los libros.  
Ese límite se disuelve hoy en el océano de datos irrelevantes que cualquiera comparte con cualquiera. Al contrario que las redes sociales, la gran literatura se interesa por ti de forma privada, absolutamente personal: las preguntas que te hace un libro son crudas, hondas, te miran a los ojos mientras lees. Y solo escuchan la respuesta a sus preguntas. Lo que vienes de comer, ver, comprar o reír te atañe solo a ti. El libro está para preguntar. Para el resto están los álbumes de fotos.
La atención, la concentración, la profundidad, la lentitud son los bacilos que transporta la peste que obliga a estar solo. Y a la que se combate con el mismo bacilo, enriquecido: el hábito de ver cine, comprar libros o discos es hoy el de robarlos a solas, delante de una pantalla de ordenador: cerca del 90% del consumo cultural online es ilegal en nuestro país. En seis años, ayudado por el iva cultural más alto de los países europeos, el consumo de bienes culturales ha caído un 28%. Uno de cada cuatro encuestados en el Observatorio de la piratería y hábitos de consumo de contenidos digitales dice piratear porque lo hace todo el mundo. El saber estar solo tiene que ver entre nosotros con la soledad del que roba.
El antídoto a la soledad busca donde no debe: estar en todas partes, con cuantos más, mejor es un atributo de un dios, copiado por las redes sociales para agrandar tu huella en el mundo. E incluso eso pudiera ser erróneo: el dios del Antiguo testamento –cuya ira y modos vengativos se esparcen en horizontal por la tierra, geográfica y generacionalmente- elige a Moisés para darle a conocer sus leyes. Éste tarda semanas en bajar del monte Sinaí. Dios le ha estado dictando un libro.

06 junio 2015

carta de las ovejas


Tentados de encabezar quizá la entrevista a Ada Colau –El País 1.6- con esa frase –“si hay que desobedecer las leyes que nos parezcan injustas, se desobedecerá”- basta avanzar unas páginas para encontrarse con el artículo de Joaquín Estefanía acerca de la indiferencia gubernamental a la pobreza endémica que corroe más allá del 27% de paro, y que tanto se parece a la desobediencia a la realidad. Una página más y el titular arde –“las rentas mínimas apenas llegan a un tercio de los hogares sin ingresos”. En Castilla - La Mancha la ayuda no llega ni al 5% de esas familias. Coincide estos días en la prensa el lamento del pp por verse apartado automáticamente de cualquier negociación para formar gobierno en municipios o comunidades autónomas, y para poner un ejemplo claro, se niega a hablar con Pablo Iglesias. Esa otra estadística imposiblemente actualizada: la de la estupidez no asumida. 

05 junio 2015

mi menor



La tragedia es, en música, un espejo de dos caras: Beethoven puso “patética” a su sonata para piano número 8, escrita en plena juventud, a sus 27 años, entre 1798 y 1799. Mahler escribió su sexta sinfonía -trágica- entre 1902 y 1903 cuando más feliz era, casado con Alma Schindler y recién padre. Tchaikovsky ultimó su sexta, y postrera sinfonía, en 1893, aunque al apodo de “patética”, que en ruso más refiere a “apasionado” o “emotivo”, más le adecue el que se suicidara una semana después de su estreno. Calificar de trágica la existencia de los tres –Beethoven sordo, Mahler más aceptado como director que como compositor, Tchaikovsky inmerso en una lucha permanente por ocultar su identidad sexual- solo simplifica el destino probable de cualquiera que viviera en el siglo XVIII. En una sala de conciertos, tanto la sexta de Mahler como la de Tchaikovsky suenan, por momentos, exultantes. Quizá como la tragedia que no se advierte.

04 junio 2015

De las páginas de Wells



Cervantinamente, en nuestro país el límite de una ciudad lo marcan las grúas que se creen gigantes demasiado tiempo. Recorrer Valdebebas en bicicleta permite rodar durante horas por la idea cuidadosamente asfaltada de un país que envía avanzadillas para un ejército que no puede permitirse avanzar un metro más, estancado muchos metros por detrás. También por ese postfuturo de las distopías noveladas que imaginan un mundo sin habitantes, solo que aquí los que ya no están son los que no llegaron a habitarlo. Formado por parcelas inmensas de las que hubieran huido los pocos edificios que hay para refugiarse, y consolarse, los unos cerca de los otros, sus calles impolutas tienen la pulcritud, la perfección teórica de los planos a los que se hubiera añadido árboles solo para que la recreación en 3D sea más verosímil. Incluso la visión cercana del aeropuerto permite escuchar el sonido de aviones que no se ven despegar o aterrizar. Recorrer Marte no ha de ser muy distinto. Solo más barato.

03 junio 2015

a lomos del problema


Escribe César Antonio Molina en El País 18.4 que “la biblioteca es una identidad individual, y el archivo de Internet es una memoria masiva, una posibilidad nueva que se da a quienes siempre la tuvieron y tampoco antes la utilizaron”. Y lo que quiere decir es quizá que la propiedad del conocimiento, que caracteriza a una biblioteca propia, se distingue de la que permite Internet en que por fuerza obliga a desechar diez, cien opciones cada vez que una llega a las estanterías del salón. Solo que eso no implica su opuesto: que quien surca Internet lo haga para quedarse un minuto en cada página, o que todo lo que oferta Google constituya un camino de baldosas amarillas. Una biblioteca individual es, logrado cierto tamaño, también una memoria masiva, y cada libro nuevo que se incorpora a ella, una posibilidad nueva que se da a quienes antes no la utilizaron porque ese libro no había sido escrito. En su posibilidad de crear un nuevo libro en función de por qué página se escoja abrirlo cada día, Internet se parece más a Rayuela o a la Biblia, que necesariamente a un creador de banalidad, brevedad y fugacidad. La utilidad de un caballo para desplazarse por una ciudad no caduca solo porque las calles estén asfaltadas para coches. Basta con dar a caballos y coches establos diferentes. 

01 junio 2015

lest we forget



Como si la vida sobreviviera frente a un espejo, mientras las guerras se suceden, alguien escribe ballets, alguien pinta cuadros, escribe novelas, compone óperas. 100 años después de que la Primera guerra mundial saliese al mundo a devorarlo, The English National Ballet trae a Madrid Lest we forget, trenzado de dos piezas escritas mucho después de ese tiempo, enhebradas por El pájaro de fuego, compuesta por Stravinsky cuatro años de que empezara la guerra. El tema tiene una amplísima bibliografía, pero es dudoso que todo el mundo que llena los Teatros del Canal venga de leerla, y sin embargo predomina la honda, exultante sensación de haber asistido a algo tan obviamente magnífico como dotado de un dolor antiguo pero reconocible, vivo. El ballet tiene una expresividad más subjetiva que la literatura, la ópera o la pintura, por eso la emoción que perméa el programa dirigido por Tamara Rojo tiene, a 100 años del conflicto que la engendró, y del que España estuvo ausente, una rareza de dolor ajeno, lejano, y sin embargo poderosamente presente como los cuerpos enterrados en tierra de nadie que afloraban, y eran enterrados sucesivamente, por las artillerías respectivas en una guerra que el ballet recrea a partir de su opuesto exacto: la parálisis que consumió a millones de hombres en trincheras y asaltos suicidas mientras las armas nuevas sustituían a la muerte antigua sin que las balas dejaran de bailar alrededor.