La tragedia es, en
música, un espejo de dos caras: Beethoven puso “patética” a su sonata para
piano número 8, escrita en plena juventud, a sus 27 años, entre 1798 y 1799. Mahler
escribió su sexta sinfonía -trágica- entre 1902 y 1903 cuando más feliz era, casado con
Alma Schindler y recién padre. Tchaikovsky ultimó su sexta, y postrera sinfonía,
en 1893, aunque al apodo de “patética”, que en ruso más refiere a “apasionado”
o “emotivo”, más le adecue el que se suicidara una semana después de su
estreno. Calificar de trágica la existencia de los tres –Beethoven sordo, Mahler
más aceptado como director que como compositor, Tchaikovsky inmerso en una
lucha permanente por ocultar su identidad sexual- solo simplifica el destino
probable de cualquiera que viviera en el siglo XVIII. En una sala de conciertos,
tanto la sexta de Mahler como la de Tchaikovsky suenan, por momentos,
exultantes. Quizá como la tragedia que no se advierte.
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