29 junio 2015

arar el agua



Como lo que dijera Alberti de Lorca acerca de los pianos –que estaban allí donde él llegaba-, las guerras parecían hacer cola delante de la puerta de Unamuno a medida que salía por ella para entregar sus textos en los periódicos en que denunciaba la facilidad de un bando para ignorar que lo era, o la de ambos para solventar civilizadamente la guerra que tocara –filológica, jerárquica, política o armada.
En 1887, apenas tres años después de empezar a trabajar de profesor de latín y psicología en un colegio de Madrid, el país se desangraba por el lado que Unamuno iba a escoger para excavar su trinchera: un 71% de analfabetos, un estudiante por cada 10.000 habitantes. Si como diría años después, todo lo sabemos entre todos, su vida iba a estar marcada por el más obvio y español “todo lo ignoramos entre todos”. 
En luchar y perder esa guerra empleó su vida sin dejar, eso sí, sin disparar un solo cartucho de los que segregara su tan prodigiosa como anacrónica inteligencia, que volcó en novelas y teatro un molde social que no llegaba a enfriar lo gestado, y en miles de artículos periodísticos el trazo urgente de lo que no dejaba de hervir por mucha agua, no pocas veces tonta, que se le echara encima.
La guerra que venía tan de dentro hacia fuera como al revés -¿quién me dará la paz del alma si mi alma ha nacido para la guerra? (1888)- era librada dentro de sí junto o contra un dios que no podía existir fuera de él, y simultáneamente contra quienes compartían con él un país y un mundo que solo podía echarse en la cuenta de un dios que se manejara mediante tachones. Como éste, la preocupación por la suerte de sus hijos –nueve- corrió paralela a la figura paterna que amonestaba a su país, por descarriado, impenitente, obtuso, malvado.
Mientras en 1898 reivindicaba un país de Alonsos Quijanos y no de Quijotes, él mismo era ya, indefectiblemente, tanto la esfinge que formulaba preguntas que nadie –Azorín tampoco- entendía, como un Edipo que más se condenaba cuanto más pugnaba por saber, cuanta más luz pedía, exigía, proyectaba fuera. Mientras España cambiaba el último resto de imperio por un espejo más pequeño en que mirarse, el gigante Unamuno escribía contra todo espacio y todo tiempo que “merecemos perder las colonias más que por crueles (que lo somos) por imbéciles y por soberbios”
La guerra que iba a perder del todo en 1935 -“el español rehúye la verdadera y santa guerra civil que cada uno lleva o debe llevar dentro de sí, con su otro yo”- ya la empezaba sin armas suficientes en 1903 -“España está necesitada de una nueva guerra civil, pero civil de veras, no con armas de fuego sino con armas de ardiente palabra.
En ese fuego ardían, junto a los ciegos voluntarios, los “mitólogos, los odiadores de las culturas y las artes y del saber”. Como cuentan Colette y Jean-Claude Rabaté en su biografía de Unamuno “éste pretendía que ni la inquisición, ni la monarquía, ni la iglesia romana hicieron el carácter español, sino que el espíritu colectivo del pueblo dio “su modo y manera al santo oficio español”, fruto de las pasiones provocadas por los tres pecados capitales; la envidia, la soberbia y la ignorancia.
El juicio de Unamuno, que bien podía emanar de cierta autoprivación ascética -“No he conocido el desarreglo nunca, ni he tenido aventuras amorosas ni siquiera bebo vino ni he entrado nunca a una casa de juego. Nada de bohemia nunca”- conciliaba, sin embargo, la honda espiritualidad interior con una visión lúcida de la aportación del catolicismo a la caverna patria -“En un país que se dice cristiano, apenas sirve el evangelio, que casi nadie lee, más que para cortarlo en cachitos, plegarlos dentro de una bolsita y colgárselos del cuello a los niños como amuleto dentro“.
Sin hacer distingos entre quiénes podían devolver tantas balas como recibían, cargó contra la guerra de 1914, contra la idea de la nostalgia del imperio español como ajuar necesario en casa de quien tenía mejores, más urgentes hambres, también contra la monarquía de Alfonso XIII -se mete en negocios turbios, juega, bebe y putea. Poco comparado con lo que guardaba para la aparición de los fascismos.
Si en Salamanca, donde es rector, se proclama la segunda república, que Unamuno acoge y celebra con alborozo de higiene recién adquirida –“no nos asusta el comunismo ya que los Comuneros de Castilla no fueron otra cosa que comunistas”, un año después, en 1932, afilada la euforia en la piedra de lo real, admitirá, de nuevo Edipo, que “la gran masa ciudadana ni era monárquica antes ni es republicana ahora, pues las elecciones no se hicieron a favor de este o del otro partido, sino contra el rey la dictadura”. No trajeron la república sino que ella los trajo”.
Acerca de las JONS, escribía en 1933 que “empieza a predicarse una violencia no juvenil, sino pueril; una violencia de rabieta vocinglera de chiquillos sin acabado uso de razón ni de conciencia… una ofensiva de retrasados mentales, de hombres en la menor edad adulta”. Un año después, dirá de hitler que “¿cabe nada más impersonal, más borroso, que ese pobre fuhrer, un deficiente mental y espiritual? ¿cómo puede fascinar a una masa humana –no digo pueblo- un sujeto de tan escandalosa ramplonería?”
Hilado en línea recta con su vindicación de un país sin imperio y una sociedad sin país si eso creaba un modelo mejor, más sabio, digno y justo, el dictamen sobre la raza que escribiera en 1935 era ya, como siempre, el de un náufrago al paso del galeón –“ya raza empieza a querer significar algo así como lo que significa en la actual Alemania, la del racismo, la del arianismo, la de ese venenoso concepto de los arios –que no es más que un mito de su salvaje resentimiento-, con su escuela de antisemitismo y otros antis tan salvajes como éste. Y es el colmo del despropósito que hasta nosotros empiece a deslizarse que son antiespañoles los judíos, y los masones… el sentimiento de comunidad histórica puede, si ese racismo ortodoxo se extiende, estorbar la convivencia”. Solo la discretísima invocación última sorprende por tímida.
Acogió el golpe de estado con la misma bendición irreal con la que, meses después, en 1936 conciliaba el despropósito impropio de su inteligencia –pedir el suicidio de Azaña como acto patriótico- con la enésima demostración de clarividencia -“cuando todo pase, estoy seguro de que yo, como siempre, me enfrentaré con los vencedores”- o esta:“fue un disparate mandar quitar los crucifijos de las escuelas pues con ello les dieron un sentido que no tenían, y otro disparate cambiar la bandera pues le dieron a la bicolor un sentido que no tenía”. Hallado entre los dos fuegos –el amigo y el enemigo- dirá de ambos que “son como los otros, los de la otra banda, que salen con que ya no estoy con ellos. ¿Y cuándo? Ni cuando se figuraban estar conmigo. Pues al repetir lo mismo que decía yo decían otra cosa”
A meses ya de pasar de pólvora a ceniza, como el país en sí, aún tendría fuerzas y valentía para afrontar la sinrazón que se llegara hasta su propio reino –la universidad- para contestar a un discurso delirante de pemán y Millán astray que “España es un manicomio suelto. Bolchevismo y fascismo son las dos formas –cóncava y convexa- de una misma y sola enfermedad mental colectiva. Y días después, ya por escrito: “Nada hay peor que el maridaje de la dementalidad de cuartel con la de sacristía. Y luego la lepra espiritual de España, el resentimiento, la envidia, el odio a la inteligencia”.

Se pasea por festivales estos días la película de Manuel Manchón -La isla del viento- que narra a Unamuno, hombre isla por excelencia, encarnado por un magnífico José Luis Gómez, durante su exilio en Fuerteventura en el que pasó unos meses antes de exiliarse en Francia mientras el régimen de primo de rivera agotaba su tiempo. Allí, rodeado de mar y sencillez forzosa, acaso engendrara las líneas que iban a aflorar diez años después -“La mar tiene sus galernas; pero su fondo, sus honduras, siempre inmutables… y así el pueblo. Sus revueltas –a las que los pedantes de la política llaman revoluciones, hasta cuando no lo son – le dejan intacto el seno de sus honduras”.

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