Como lo que dijera Alberti de Lorca acerca de los
pianos –que estaban allí donde él llegaba-, las guerras parecían hacer cola
delante de la puerta de Unamuno a medida que salía por ella para entregar sus textos
en los periódicos en que denunciaba la facilidad de un bando para ignorar que
lo era, o la de ambos para solventar civilizadamente la guerra que tocara
–filológica, jerárquica, política o armada.
En 1887, apenas tres años después de empezar a
trabajar de profesor de latín y psicología en un colegio de Madrid, el país se
desangraba por el lado que Unamuno iba a escoger para excavar su trinchera: un 71%
de analfabetos, un estudiante por cada 10.000 habitantes. Si como diría años
después, todo lo sabemos entre todos,
su vida iba a estar marcada por el más obvio y español “todo lo ignoramos entre
todos”.
En luchar y perder esa guerra empleó su vida sin
dejar, eso sí, sin disparar un solo cartucho de los que segregara su tan
prodigiosa como anacrónica inteligencia, que volcó en novelas y teatro un molde
social que no llegaba a enfriar lo gestado, y en miles de artículos
periodísticos el trazo urgente de lo que no dejaba de hervir por mucha agua, no
pocas veces tonta, que se le echara encima.
La guerra que venía tan de dentro hacia fuera como
al revés -¿quién me dará la paz del alma
si mi alma ha nacido para la guerra? (1888)- era librada dentro de sí junto
o contra un dios que no podía existir fuera de él, y simultáneamente contra
quienes compartían con él un país y un mundo que solo podía echarse en la
cuenta de un dios que se manejara mediante tachones. Como éste, la preocupación
por la suerte de sus hijos –nueve- corrió paralela a la figura paterna que
amonestaba a su país, por descarriado, impenitente, obtuso, malvado.
Mientras en 1898 reivindicaba un país de Alonsos
Quijanos y no de Quijotes, él mismo era ya, indefectiblemente, tanto la esfinge
que formulaba preguntas que nadie –Azorín tampoco- entendía, como un Edipo que
más se condenaba cuanto más pugnaba por saber, cuanta más luz pedía, exigía,
proyectaba fuera. Mientras España cambiaba el último resto de imperio por un
espejo más pequeño en que mirarse, el gigante Unamuno escribía contra todo
espacio y todo tiempo que “merecemos
perder las colonias más que por crueles (que lo somos) por imbéciles y por
soberbios”
La guerra que iba a perder del todo en 1935 -“el español rehúye la verdadera y santa
guerra civil que cada uno lleva o debe llevar dentro de sí, con su otro yo”- ya
la empezaba sin armas suficientes en
1903 -“España está necesitada de una
nueva guerra civil, pero civil de veras, no con armas de fuego sino con armas
de ardiente palabra.
En ese fuego ardían, junto a los ciegos
voluntarios, los “mitólogos, los odiadores
de las culturas y las artes y del saber”. Como cuentan Colette y
Jean-Claude Rabaté en su biografía de Unamuno “éste pretendía que ni la inquisición, ni la monarquía, ni la iglesia
romana hicieron el carácter español, sino que el espíritu colectivo del pueblo
dio “su modo y manera al santo oficio español”, fruto de las pasiones
provocadas por los tres pecados capitales; la envidia, la soberbia y la
ignorancia.
El juicio de Unamuno, que bien podía emanar de
cierta autoprivación ascética -“No he
conocido el desarreglo nunca, ni he tenido aventuras amorosas ni siquiera bebo
vino ni he entrado nunca a una casa de juego. Nada de bohemia nunca”- conciliaba,
sin embargo, la honda espiritualidad interior con una visión lúcida de la aportación
del catolicismo a la caverna patria -“En
un país que se dice cristiano, apenas sirve el evangelio, que casi nadie lee,
más que para cortarlo en cachitos, plegarlos dentro de una bolsita y
colgárselos del cuello a los niños como amuleto dentro“.
Sin hacer distingos entre quiénes podían devolver
tantas balas como recibían, cargó contra la guerra de 1914, contra la idea de
la nostalgia del imperio español como ajuar necesario en casa de quien tenía
mejores, más urgentes hambres, también contra la monarquía de Alfonso XIII -se mete en negocios turbios, juega, bebe y putea.
Poco comparado con lo que guardaba para la aparición de los fascismos.
Si en Salamanca, donde es rector, se proclama la segunda
república, que Unamuno acoge y celebra con alborozo de higiene recién adquirida
–“no nos asusta el comunismo ya que los
Comuneros de Castilla no fueron otra cosa que comunistas”, un año después, en 1932, afilada la euforia en la piedra de lo real, admitirá, de nuevo
Edipo, que “la gran masa ciudadana ni era
monárquica antes ni es republicana ahora, pues las elecciones no se hicieron a
favor de este o del otro partido, sino contra el rey la dictadura”. No trajeron
la república sino que ella los trajo”.
Acerca de las JONS, escribía en 1933 que “empieza a predicarse una violencia no
juvenil, sino pueril; una violencia de rabieta vocinglera de chiquillos sin
acabado uso de razón ni de conciencia… una ofensiva de retrasados mentales, de
hombres en la menor edad adulta”. Un año después, dirá de hitler que “¿cabe nada más impersonal, más borroso,
que ese pobre fuhrer, un deficiente mental y espiritual? ¿cómo puede fascinar a
una masa humana –no digo pueblo- un sujeto de tan escandalosa ramplonería?”
Hilado en línea recta con su vindicación de
un país sin imperio y una sociedad sin país si eso creaba un modelo mejor, más
sabio, digno y justo, el dictamen sobre la raza que escribiera en 1935 era ya,
como siempre, el de un náufrago al paso del galeón –“ya raza empieza a querer significar algo así como lo que significa en
la actual Alemania, la del racismo, la del arianismo, la de ese venenoso
concepto de los arios –que no es más que un mito de su salvaje resentimiento-,
con su escuela de antisemitismo y otros antis tan salvajes como éste. Y es el
colmo del despropósito que hasta nosotros empiece a deslizarse que son
antiespañoles los judíos, y los masones… el sentimiento de comunidad histórica
puede, si ese racismo ortodoxo se extiende, estorbar la convivencia”. Solo
la discretísima invocación última sorprende por tímida.
Acogió el golpe de estado con la misma bendición
irreal con la que, meses después, en 1936 conciliaba el despropósito impropio
de su inteligencia –pedir el suicidio de Azaña como acto patriótico- con la enésima
demostración de clarividencia -“cuando
todo pase, estoy seguro de que yo, como siempre, me enfrentaré con los vencedores”-
o esta:“fue un disparate mandar quitar
los crucifijos de las escuelas pues con ello les dieron un sentido que no
tenían, y otro disparate cambiar la bandera pues le dieron a la bicolor un
sentido que no tenía”. Hallado entre los dos fuegos –el amigo y el enemigo-
dirá de ambos que “son como los otros,
los de la otra banda, que salen con que ya no estoy con ellos. ¿Y cuándo? Ni
cuando se figuraban estar conmigo. Pues al repetir lo mismo que decía yo decían
otra cosa”
A meses ya de pasar de pólvora a ceniza, como
el país en sí, aún tendría fuerzas y valentía para afrontar la sinrazón que se
llegara hasta su propio reino –la universidad- para contestar a un discurso
delirante de pemán y Millán astray que “España
es un manicomio suelto. Bolchevismo y fascismo son las dos formas –cóncava y
convexa- de una misma y sola enfermedad mental colectiva. Y días después,
ya por escrito: “Nada hay peor que el
maridaje de la dementalidad de cuartel con la de sacristía. Y luego la lepra
espiritual de España, el resentimiento, la envidia, el odio a la inteligencia”.
Se pasea por festivales estos días la película
de Manuel Manchón -La isla del viento- que narra a Unamuno, hombre isla por
excelencia, encarnado por un magnífico José Luis Gómez, durante su exilio en
Fuerteventura en el que pasó unos meses antes de exiliarse en Francia mientras
el régimen de primo de rivera agotaba su tiempo. Allí, rodeado de mar y sencillez
forzosa, acaso engendrara las líneas que iban a aflorar diez años después -“La mar tiene sus galernas; pero su fondo,
sus honduras, siempre inmutables… y así el pueblo. Sus revueltas –a las que los
pedantes de la política llaman revoluciones, hasta cuando no lo son – le dejan
intacto el seno de sus honduras”.
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