11 junio 2015

La vida de nadie



Incluso si es mediante un texto que rehúye el núcleo real del problema, la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que viene de reconocer que “la retirada de soportes vitales a un enfermo en estado vegetativo no vulnera el artículo del Convenio de Derechos Humanos que consagra el derecho a la vida” –El País/ 9.6- introduce algo de luz al final de lo que tantos preferirían que solo hubiera túnel. Solo que más se ganaría si la apuesta fuera legislar sobre la voluntad íntima –y ninguna lo es más que la postrera- que escoge la eutanasia, en vez de refugiarse en esa mediocridad del derecho humano que es “creer que un estado puede aprobar normas de limitación del esfuerzo terapéutico cuando se considere que el tratamiento es fútil o puede causar un sufrimiento innecesario al paciente”.
Incapaces de entender que lo que el estado crea obligatorio respecto a un ser humano debiera empezar y terminar en sus obligaciones fiscales y el cumplimiento de la ley, es comprensible la perseverancia de unos padres en negarse a aceptar la muerte clínica de un hijo, y acaso ese acto de fe solo debería estar bajo sospecha si media un dios en ello. Pues si negarse a perder a un ser querido, aunque inerte, es perfectamente comprensible, negarse a no tenerlo mientras tampoco lo tiene el dios en que se cree suena raro. O directamente obsceno si lo que se prioriza es la voluntad ajena –sea humana o divina- sobre la de quien no desea vivir, desahuciado o no. En un mundo donde los derechos esenciales de miles de millones de personas son ignorados, maltratados o prohibidos, obligar a seguir vivo a quien ya no puedes quitarle nada más es un derecho inhumano. 

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