15 junio 2015

mi parte en otra alma



La tierra que habitara la primera obra de José Manuel Mora vista en el CDN, y que se esparcía por esta misma sala hace ahora cuatro años, se ha llenado de seres que siguen sin conservar lo que aman o amaran. Si allí era la mujer que compartes con tu hijo, en los Nadadores nocturnos y en esta Fortune Cookie, lo que no logras sigue siendo lo que perdiste. Tampoco ha cambiado el anhelo de maternidad como motor vital, el desamparo que corroe, la esperanza que riegas mientras te quedas sin agua para beber. Junto a la polifonía y el absurdo eventual que ahora se turnan la acción, el cambio principal es que el secano se ha evaporado en manos de Carlota Ferrer: el hiperrealismo de Mi alma en otra parte es hoy una coreografía donde los cuerpos que se hunden, y fugazmente se salvan, pasan por escena como si el estertor o el baile fueran tan parte del soliloquio como lo que se dice a alguien, o a uno mismo, al propio cuerpo.
Un otro rasgo nuevo podría ser el reverso de eso: cómo, mientras el cuerpo responde con lenguajes propios, el texto sale de la obra para pulsar continuamente su condición de artificio, para ponerse en duda. Que la protagonista de Fortune Cookie juegue a ser la distribuidora del espectáculo es menos relevante que la radiografía del sector que emana. Ya puestos a pulsar el resorte brechtiano, las pullas al tipo de teatro que la gente parece preferir suena a una forma enésimamente frustrada de maternidad: el de engendrar un público a la altura de lo que el teatro, como la política o el orden establecido en los Nadadores, podría hacer por ellos. Ya no quedan personajes –escribía Mora hace un año. Y lo que quiere decir es que acaso quedan los mismos que público exigente. Como una afirmación así merece estar bajo sospecha, ayer la sala pequeña del Valle Inclán estaba llena. Y de gente muy contenta con lo que vio.

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