La tierra que habitara la
primera obra de José Manuel Mora vista en el CDN, y que se esparcía por esta
misma sala hace ahora cuatro años, se ha llenado de seres que siguen sin
conservar lo que aman o amaran. Si allí era la mujer que compartes con tu hijo,
en los Nadadores nocturnos y en esta Fortune Cookie, lo que no logras sigue
siendo lo que perdiste. Tampoco ha cambiado el anhelo de maternidad como motor
vital, el desamparo que corroe, la esperanza que riegas mientras te quedas sin
agua para beber. Junto a la polifonía y el absurdo eventual que ahora se turnan
la acción, el cambio principal es que el secano se ha evaporado en manos de
Carlota Ferrer: el hiperrealismo de Mi alma en otra parte es hoy una
coreografía donde los cuerpos que se hunden, y fugazmente se salvan, pasan por
escena como si el estertor o el baile fueran tan parte del soliloquio como lo
que se dice a alguien, o a uno mismo, al propio cuerpo.
Un otro rasgo nuevo podría
ser el reverso de eso: cómo, mientras el cuerpo responde con lenguajes propios,
el texto sale de la obra para pulsar continuamente su condición de artificio,
para ponerse en duda. Que la protagonista de Fortune Cookie juegue a ser la
distribuidora del espectáculo es menos relevante que la radiografía del sector
que emana. Ya puestos a pulsar el resorte brechtiano, las pullas al tipo de
teatro que la gente parece preferir suena a una forma enésimamente frustrada de
maternidad: el de engendrar un público a la altura de lo que el teatro, como la
política o el orden establecido en los Nadadores, podría hacer por ellos. Ya no
quedan personajes –escribía Mora hace un año. Y lo que quiere decir es que
acaso quedan los mismos que público exigente. Como una afirmación así merece estar
bajo sospecha, ayer la sala pequeña del Valle Inclán estaba llena. Y de gente
muy contenta con lo que vio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario