En el prólogo a su compilación de ensayos breves Cómo estar solo, Jonathan Franzen recuerda la idiocía perseverante de los medios estadounidenses cuando, tras publicar un artículo acerca del futuro de la novela norteamericana, mil y una veces corroboró que quienes le preguntaban por él, o no lo habían leído o no lo habían entendido. Referido en el título al problema de “preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae, la cuestión de estar solo” Franzen habla, pues, también de la incapacidad o nula voluntad de saber estar solo, que es decir, de la capacidad de usar ese tiempo privado y calmo para comprender lo que se está leyendo.
En esa pendiente, lo que no sabe estar solo se cruza con lo que lo está cada vez más: cada día se cierran en España 2.5 librerías, y más de la mitad de la población declara no leer nunca o casi nunca. Se quedan solos los libros al tiempo que las redes sociales y los teléfonos de alta gama convencen a la gente de la necesidad de no estar nunca solos. Leer buena literatura es leer, además, frecuentemente sobre gente que está sola. Sobre gente que merece estarlo. O sobre quienes no pueden merecerlo menos.
En el primero de sus ensayos breves, Franzen escribe
que cierta deriva del carácter de su padre –previo a saber del proceso gradual
de Alzheimer que le invadía- “no era de
su incumbencia”. Quiere decirse que antes de las redes sociales, cada uno
era responsable de su vida, que es decir del uso de la privacidad que la
acompaña. Lo que te incumbía era tuyo y lo que no, legítimamente ajeno. No por
desdén, sino porque la vida adulta consiste en ser dueño de tus actos y tus
palabras. Esa independencia tiene un valor y no es el de la misantropía, sino
el de la contribución exacta al ruido global, al sentido global. Y que permitía
sitio para otras voces, entre ellas las que venían de los libros.
Ese límite se disuelve hoy en el océano de datos
irrelevantes que cualquiera comparte con cualquiera. Al contrario que las redes
sociales, la gran literatura se interesa por ti de forma privada, absolutamente
personal: las preguntas que te hace un libro son crudas, hondas, te miran a los
ojos mientras lees. Y solo escuchan la respuesta a sus preguntas. Lo que vienes
de comer, ver, comprar o reír te atañe solo a ti. El libro está para preguntar.
Para el resto están los álbumes de fotos.
La atención, la concentración, la profundidad, la
lentitud son los bacilos que transporta la peste que obliga a estar solo. Y a
la que se combate con el mismo bacilo, enriquecido: el hábito de ver cine,
comprar libros o discos es hoy el de robarlos a solas, delante de una pantalla
de ordenador: cerca del 90% del consumo cultural online es ilegal en nuestro
país. En seis años, ayudado por el iva cultural más alto de los países
europeos, el consumo de bienes culturales ha caído un 28%. Uno de cada cuatro
encuestados en el Observatorio de la piratería y hábitos de consumo de
contenidos digitales dice piratear porque lo hace todo el mundo. El saber estar
solo tiene que ver entre nosotros con la soledad del que roba.
El antídoto a la soledad busca donde no debe: estar
en todas partes, con cuantos más, mejor es un atributo de un dios, copiado por
las redes sociales para agrandar tu huella en el mundo. E incluso eso pudiera
ser erróneo: el dios del Antiguo testamento –cuya ira y modos vengativos se
esparcen en horizontal por la tierra, geográfica y generacionalmente- elige a
Moisés para darle a conocer sus leyes. Éste tarda semanas en bajar del monte
Sinaí. Dios le ha estado dictando un libro.
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