30 julio 2014

el cuarto hombre



John Paxson, Steve Kerr, Danny Ainge. Haber sido la cuarta o quinta opción en el equipo en que jugaras acaso sea, veinte años después, la mejor virtud de un General manager en la NBA: entender cómo la adecuada cuarta o quinta opción de otros equipos a la hora de seleccionar jugadores podría ser, adecuadamente analizada, la diferencia entre hallar a Kwami Leonard o pagar a Kendrick Perkins diez veces lo que vale. Byron Scott fue durante una gloriosa década en los Lakers de Magic, Jabbar y Worthy la cuarta opción de un equipo al que bastaban sus tres superlativas partes previas para ser uno de los mejores equipos de la liga. Pero, como ocurriera en los Bulls de Jordan, Pippen y Grant, o en los Celtics de Bird, Parish Y Mc Hale, suele ser la cuarta opción la que valida o no tus opciones a ganar el título. De eso dependerá la suerte de los Thunder el próximo bienio, por eso los Spurs son los campeones vigentes. Por eso Paxon o Ainge tienen los trabajos que tienen. Y por eso Scott es el nuevo entrenador de los Lakers, porque, obligados a cargar con el ya inconveniente contrato de Bryant hasta que se jubile, cualesquiera que sean sus opciones en el próximo lustro, pasan por evaluar adecuadamente el talento que otros tres antes que tú dejan pasar. Cuando habla de optimizar a Bryant y Nash, se refiere a darle el balón a ese que aún no está.  

28 julio 2014

no lo hay


Termina el Fringe con quien hace tres años lo empezara, y así, en el coloquio, además de Natalio Grueso, están César Antonio Molina y José Manuel Mora. Con la relación de los intelectuales y el poder de tema de fondo, surge el fondo del tema: el nulo interés que despiertan hoy el conocimiento o la sensibilidad cultural elevada. Llamárase Los intelectuales sin poder y se entendería mejor lo que ha ocurrido en los últimos diez años, generalizado el robo de contenidos culturales (con lo que de rebaja de su valor intrínseco conlleva) y, en paralelo, la sustitución de lo cultural como parte de la formación de la conciencia por la inmediatez de una vida pensada para las redes sociales, a las que importa solo la actualización y la brevedad. La gran cultura, es decir, su capacidad de devenir en poder transformador social, ha acabado por ser apenas el eslabón que sucede solo mientras la sociedad no alcanza determinados niveles de comodidad, de consumo, de anestesia bien pagada. La función de la literatura, del teatro, del cine, de la ópera, del arte, que durante siglos pensamos individualmente necesaria, no solo por sí misma, sino para construir una conciencia social que utilizase sus mejores frutos para alimentarse es hoy, con mejores tiendas en las que entrar a terminarse de construir, uno de esos productos que todos ignoran a favor de las marcas blancas, aunque éstas lo sean por el vacío que contienen. Vargas Llosa tarda un día en escribirlo desde otro sitio: “De otro lado, aunque la dura crítica de Tony Judt a lo que llama la “anestesia moral colectiva” de los intelectuales franceses sea, hechas las sumas y las restas, justa, omite algo que, quienes de alguna manera vivimos aquellos años, difícilmente podríamos olvidar: la vigencia de las ideas, la creencia —acaso exagerada— de que la cultura en general, y la literatura en particular, desempeñarían un papel de primer plano en la construcción de esa futura sociedad en que libertad y justicia se fundirían por fin de manera indisoluble. Las polémicas, las conferencias, las mesas redondas en el escenario atestado de la Mutualité, el público ávido, sobre todo de jóvenes, que seguía todo aquello con fervor y prolongaba los debates en los bistrots del Barrio Latino y de Saint Germain: imposible no recordarlo sin nostalgia. Pero es verdad que fue bastante efímero, menos trascendente de lo que creímos, y que lo que entonces nos parecían los grandes fastos de la inteligencia eran, más bien, los estertores de la figura del intelectual y los últimos destellos de una cultura de ideas y palabras, no recluida en los seminarios de la academia, sino volcada sobre los hombres y mujeres de la calle.”. 

27 julio 2014

mártires de la desobediencia



En 2007 Deane Blackler publicó un ensayo sobre W.G. Sebald que, ilustrado en portada por una imagen no completamente reconocible de Robert Walser, debiera haber convertido su título –Reading Sebald. Adventure and disobedience- en el más involucrado –Reading Sebald. Adventure of disobedience. Confinado en un sanatorio para enfermos mentales en la Suiza oriental durante los últimos 23 años de su vida, Walser pasó y paseó casi esos mismos años acompañado eventualmente de Carl Seelig, un filántropo amante de su literatura, y probablemente su único amigo en esos años, que condensó en su maravilloso Paseos con Robert Walser la encarnación del autor suizo como personaje de sí mismo, esencialmente de una desobediencia que en él era incapacidad, poco sospechosa por otro lado, para hallar acomodo social en un tiempo –las notas de Seelig datan de 1936 a 1956- que vio el ascenso y la caída del nazismo.
Alabado por Sebald y por Coetzee entre otros, Walser comparte con el primero una mirada sobre lo que apenas se mueve mientras te rodea, mientras pasas a su lado sin reparar en ello solo porque está ahí cada segundo. La visión de Sebald sentado en el banco de una estación, simplemente esforzándose por sentir el paso engañosamente idéntico del tiempo, es puro Walser. La mezcla de precariedad y desobediencia militante, orgullosa, que emana éste está también en el retrato que Joseph Mitchell hizo de un vagabundo en sus dos relatos publicados en New Yorker, finalmente como libro con el título El secreto de Joe Gould (“tenía condiciones para convertirme en una especie de vagabundo, y apenas me resistí a ello” –diría Walser). También  en el Artista del hambre que a Kafka le diera tiempo a escribir tras haber conocido y admirado a Walser. Y, algo más lejos en el tiempo, en el escribiente torturado y renuente que Melville pusiera a vivir esa obra maestra que, como las anteriores, es Bartebly el escribiente.
La desobediencia de la que fue testigo Mitchell en la forma de una gran, y genial, impostura, incubó en él la renuncia a escribir, de la que ya apenas saldría. Eso le hermana con Walser, y encarna fuera de los libros lo que Kafka (el director de la oficina de seguros en la que trabajó Kafka compararía a éste con los personajes soñadores de Walser) y Melville pusieran en ellos: la desobediencia como una renuncia no conflictiva, reivindicativa o combatiente, sino apaciguada, rendida al mundo. Los artistas del hambre y la escritura que en la ficción prefirieran no hacerlo, sirven de espejo a los que, en la vida real, prefirieron no escribirlo. Kafka, Walser, Mitchell vivieron para ver el horror que las guerras mundiales del siglo XX excavaron como una tumba en las conciencias. No ha de ser casual que el hallazgo de esa renuncia triste y callada tenga también, en ellos o sus personajes, la forma de una rendición por aniquilamiento moral.
Hasta ese instante, la historia de la desobediencia en la literatura es cualquier cosa menos la de un encogerse en la parálisis: de Adán a Prometeo, de Antígona a Alonso Quijano, de Romeo Montesco al ibseniano dr. Stockmann, de la Adela hija de Bernarda Alba al bombero Montag, negarse a obedecer es empezar una guerra en la que se pone todo en juego. La desobediencia como acto de rendición y no de lucha que Melville inicia con su Bartebly en 1853 iba a tardar en anclarse en Kafka setenta años. Y es difícil resistirse a ver en la figura de Seelig, trece años después, la del abogado de posición acomodada que, en un momento del cuento de Melville, pasa de ser el jefe pasmado ante la actitud de Bartebly a ser su protector. O dejar de ver en la descripción primera de éste -pálidamente pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria- la de Walser. En una turbadora mezcla de ambos, la foto que Seelig tomara de Walser en 1954, bajo la nieve, sugiere no a Bartebly sino a su benefactor.
En su conformidad con el encogimiento de su persona pública, que no ha de confundirse con docilidad, Walser encierra también ese otro rasgo literario inmensamente más frecuente, la obediencia, y su rango no escaso de desdichas: la de Jesucristo, la de Hamlet, la de Sancho, la del Cándido de Voltaire, la de Fausto. Cuando Seelig le sugiere la posibilidad de instalarse fuera del sanatorio, Walser responde tener obligaciones para con el resto de pacientes, para con sus propios deberes dentro del hospital. Cuando se le pregunta si volvería a escribir fuera del sanatorio –lo que entre sus muros considera absurdo y cruel, en tanto que privado de libertad- responde Barteblianamente “con esa pregunta solo se puede hacer una cosa: no responderla”. Incluso su actitud durante una indisposición postrera –pasar la mayor parte de su convalecencia mirando a la pared- recuerda tristemente a Bartebly.
El día que se cumplen 70 años exactos desde uno de los paseos de Seelig y Walser, y enmarcado en el festival Fringe, en Madrid, un montaje hispano-argentino permite recorrer parte del suroeste de Madrid –Marcelo Usera y alrededores- acompañando a un actor que recrea ser Walser paseando y hallando personajes y paisajes que identificar con su minuciosa poética, a ratos envarada de amor, a ratos abiertamente crítica con la fealdad circundante. Seguirle en su itinerario es asomarse a dos paseos simultáneos, el que Walser publicara como novela breve, y el que Seelig publicara a su muerte: este Walser se para ante casi todo, observa y con un gesto anima a observar una puerta, la fuga que se abre al desembocar en una calle, un cable, un muro, una ventana, un papel en el suelo. Las escenas interpretadas por un cómplice se mezclan con las que improvisa la gente que lleva días viéndole pasear –traje, sombrero, paraguas. Lo que Seelig describe -“había dos ancianas sentadas arrugadas y una joven. Cuando nos íbamos vinieron a nuestra mesa a estrecharnos la mano”- es casi literalmente lo que ocurre.
Así, una mujer que canta en una terraza mientras se peina extrae de Walser una glosa de amor que pronto deriva en paternalismo de empresario de variedades; un practicante de Badajoz que nos abre las puertas de su diminuto consultorio le toma la tensión; una antigua actriz sentada en un bar que escucha su admirada declaración de afecto y azar se mezcla con la del que sale del bar, corriendo, para avisar a quien pueda abastecer a doce clientes súbitos. Si quienes atienden un supermercado chino no tardan en preguntar qué deseamos con tan obvia actitud no compradora, rezamos para que el dueño de una horterísima peluquería no salga de la misma para escuchar la diatriba feroz de Walser contra la pedantería y el horror estético. Las cámaras de un cajero automático captan su discurso de gratitud envenenada; el bibliotecario que nos acompaña hasta la azotea –vetada al público- le muestra después los libros más solicitados, ahí Walser es inusualmente compasivo.
Terminamos en Kúbik Fábric, sentados a una mesa en la que el infeliz lleva cinco jornadas seguidas tomando una tortilla diaria. Solo al final, con un parque de fondo, el paseo parece a la altura visual del que narrara Seelig –entre montañas, bosques, praderas. Una de las paseantes, una de los Seelig que hemos llegado hasta allí, se tumba hasta simular la posición en la que se le encontrara muerto mientras paseaba. Para quienes no hayan leído el libro de aquel, para aquellos que no tengan la suerte de amar a Walser, es difícil explicar lo que se siente al despedirse éste de uno en uno. Pasear junto a Raskolnikov, junto a Leopold Bloom, junto a Madame Bovary en sus escenarios respectivos ha de ser tan sobrecogedor como lo sea su peripecia fijada, inalterable. E incluso, en tanto que imposible de realizar íntegro en un tiempo teatral, su peripecia sería por fuerza simbólica, resumida, ficticia. Pero Walser era un hombre antes que un personaje. Cuando hace lo que hace, podría no hacerlo. Podría no mirar allí, podría no decir eso. Por eso todo lo que, encarnado en un actor, hace, mira o dice es real. Porque no tiene porqué ser así, porque mañana, incluso a merced de las mismas frases aprendidas, será distinto. E igualmente real. Es decir, porque sabe de sí mismo lo mismo que cada uno de nosotros.

26 julio 2014

los nadadores nocturnos



La soledad acompañada, no para el alivio, sino para vivir una soledad mejor, una que espere de sus miembros, no la integración sino el eslabón último de la soledad –el suicidio- es el agua más obvia en que nadan los personajes de la obra de Jose Manuel Mora, estos días en Matadero, pero no la única. Como una corriente que alternativamente calentara y helara el mundo a la altura del pecho, no hay personaje de este club de seres dañados que no se exponga al amor, lo logre, lo pierda. Desde el más catastróficamente hundido para el mundo –el chico-paloma- a ese eufemismo de la timidez que es la chica invisible, el ansía de amor, de comprensión profunda, funciona como un tren que tan pronto se detiene ante vidas improbablemente destinadas a encontrarse, como pasa de largo ante seres normales y razonables, que confían en sus costumbres mayoritarias como un antídoto ante el abismo íntimo de que no te importe nadie en realidad. Hijos sin padre claro; parejas que se desaman con una naturalidad que llevaran años ensayando; un maestro de vida cuyo logro final, y redundante, es un best seller sobre la coprofagia y otras artes de la defecación. Seres que ven en el ahogarse la ocasión de que el boca a boca simule la vida. Íntimos y simultáneamente impúdicos, el desamparo y el anuncio que pide amar son, en el magnífico montaje de Carlota Ferrer, un naufragio reído, cantado, amado, y al mismo tiempo un canto al salvavidas al que te aferras para hundirte abrazado a algo. Como todos, no son nadadores sino buzos. Toman aire donde se puede, en la superficie o en el fondo. 

25 julio 2014

Euridice en Germania



Comienza justo en este instante el festival de Bayreuth y lo hace con Tannhauser. Que es decir, con una variable sutil de lo que Monteverdi escogió para crear Orfeo en 1607. Wagner compuso una obra sobre la vida que Orfeo pudiera haber gozado en tierra de Euridice, de ser éste el acuerdo previsto con ella y no al revés. Al hacerlo, conservó también ese otro elemento bíblico que en Orfeo es la condena ligada al mirar atrás, y en Tannhauser, la razón de su regreso a la tierra de la que saliera. Como en otras formas artísticas, la añoranza, más aceradamente la impaciencia, es un tema trasladable con todo su impacto desde la mitología griega a la germánica, y de existir la norteamericana, podría hallarse en lo que pierde a Jay Gatsby en la novela homónima de Scott Fitzgerald. Philip Glass, que viene de contar la imposibilidad en la aceptación de la derrota de otro gran símbolo americano del siglo XX, sería una gran opción. Incluso si contada desde esa tradición: el infierno al que se precipita Gatsby al mirar atrás. 

24 julio 2014

siga a esa escena

he visto arder pólizas más allá de Orión



Escribe Ignacio Vidal Folch en el El País 20.7 cómo en mayo de 1964, tras una de las reuniones preparatorias de lo que luego sería 2001, una odisea del espacio, Stanley Kubrick y Arthur Clarke dieron en avistar lo que les pareció una nave extraterrestre (en realidad, el primer satélite de comunicaciones). Y cómo ambos se encontraron temiendo, respectivamente, que el proyecto quedase desfasado en caso de que se estableciese contacto con otras inteligencias alienígenas, y cuán la presencia extraterrestre “no podía ser una coincidencia. Ellos estaban actuando” para impedirles hacer la película. Más asombrosamente, cómo, al intentar contratar Kubrick un seguro que garantizara la viabilidad de la película en caso de que la carrera espacial hallase vida extraterrestre, la compañía de seguros fijó un precio astronómico que hacía imposible su contratación. La hipótesis Kubrickiana era viable para el departamento de análisis de riesgos.
Lo que podría ocurrir es, inverosímilmente, menos fantástico que lo que se decidió que no ocurriera: si para cualquiera que no conociera Espartaco (tres horas largas en su versión final), renunciar al prólogo en blanco y negro que Kubrick ideó para abrir 2001, y en el que científicos, teólogos, astrónomos y filósofos debatían la singularidad humana en el universo, suena lógico, la renuncia a una voz en off que explicara cómo el monolito enterrado en la luna era una señal de alarma dejado por una inteligencia alienígena para avisar de que la raza humana exploraba el espacio, revela una fe pasmosa en la habilidad decodificadora del espectador en una película que regala la información, y esa desde luego, con cuentagotas. Uno ha visto a un físico especializado en astronomía renunciar a verla por incapacidad de hallar la puerta de entrada. Que a Kubrick eso le pareciera aceptable es, de cuanta exploración aventura la película, la que más lejos viaja a sabiendas. 

23 julio 2014

lo que no se gasta


A pocas páginas de la pestilencia que exhalan las páginas de economía o nacional, hinchadas del robo permanente e impune de dinero público, en El País del último domingo se imprime, como una vacuna ignorada por la infección, memoria de cómo el ministerio de exteriores de la República española y el gobierno de México hubieron de comprar en 1940 el hotel de Montauban en que agonizaba Manuel Azaña, a fin de que muriese en el suroeste de Francia, pero en territorio mexicano. 

22 julio 2014

planeta de los si, míos



Como un reverso sintetizado de la saga X-Men, la construida a partir de la novela de Pierre Boulle continúa su explicación de la mutación como diferencial que tanto te separa como te une a aquellos a los que te enfrentas. Si en la novela solo al final se revelaba a cuál de las dos especies pertenecía el futuro, cada una de las secuelas de la película de Franklin Schaffner ha afrontado el problema de partir de a quien tan obviamente pertenece el pasado, que es decir, la extinción. En un cruce con La máquina del tiempo, de Wells, el encuentro de dos especies que en su día fueron la misma podría devenir en la historia de la dominación de una por la otra y de la rebelión eventual del lado débil, liderada por un mesías venido de un tiempo inesperado. Sin Wells funciona igual: la exhumación de la saga por Rupert Wyatt en 2011 y por Matt Reeves en 2014 halla a ese mesías en el lado fugazmente débil. La novedad es que los rasgos que le elevan a esa categoría son también los que más le acercan al lado al que se combate: César es el más humano de los simios, y como se encargan de sugerir los descerebrados que generan el conflicto en ambas historias recientes, no el más simio de los humanos. La imposibilidad de una simpatía total hacia quienes nos aniquilan generó un virus en El origen… (2011) que nos diezma sin que los simios tengan en ello arte o parte, y la cuadratura del círculo solo afila sus esquinas al proponer en esta El amanecer… (2014) dos bandos que son básicamente lo mismo, pelean con idénticas armas y les preocupa la niñez respectiva. Pero Boulle y luego Schaffner plantaron el final al principio, y éste es el que es. Que quienes nos suceden en el gobierno del planeta sean más o menos nosotros es más llevadero que verles sojuzgar, con similares prejuicios y dogmas pueriles, a la especie que evolucionó a partir de ellos, y que les aniquiló en el proceso. En último sentido, Boulle escribió una farsa. Y Schaffner, como Burton décadas después, lo entendió bien. Lo que vienen haciendo Wyatt y ahora Reeves es adaptar a Wells. Si se quiere jugar a la igualdad moral como única victoria posible de una saga condenada a la derrota humana, es buena opción. La moral sangra de forma más reconfortante. 

21 julio 2014

amanecer en la selva de bachmann



Leer a Paul Krugman es advertir uno de los logros dolorosamente permanentes que concurren en el análisis de la política norteamericana: la paradoja de que, en un país donde incluso sus más obtusos voceros reclaman como solución más libertad (aunque con ello solo se refieran a menos intervención gubernamental), los adjetivos que tan explícitamente acaban mereciendo bachmann, perry, palin, cruz, ryan o rubio esquiven la libertad de decir de ellos lo que son, y se refugien, quizá por cansancio, en otros más periféricos, más insólitamente educados dado el contrincante. Escribe Krugman que “la adicción a la inflación nos dice algo sobre el estado intelectual de quienes están a uno de los dos lados de la gran línea divisoria nacional. La preocupación obsesiva de la derecha por un problema que no tenemos, la negativa a replantearse sus premisas a pesar del abrumador fracaso en la práctica, nos dice que en realidad no existe ningún debate racional” y se lee como si la deflación hubiera llegado a la semántica. 

20 julio 2014

El escasamente extraordinario viaje hacia Wes Anderson



El cine de Jean-Pierre Jeunet, que hizo del gran angular uno de los rasgos del grotesco en que nadaban sus personajes, fue fijando la peripecia de éstos hasta convertirlos en sucesivos y reconocibles encarnaciones de un guiñol, cuya cachiporra y mueca sensible son, veinte años después, un gag paralizado, al que, para dotar de movimiento en este viaje de T.S. Spivet, hay que subirlo a un tren del que ya solo baja para ser algo distinto a cualquier otra película de Jeunet, y no a mejor. Construida para ser una copia mala del molde en que Wes Anderson agota su filón sin que, asombrosamente, aburra, lo mejor que puede decirse de ella es que éste la habría hecho mucho mejor. O mejor aún, no la habría hecho.

19 julio 2014

the ladies who die



Mientras viven aquellos que sirven de modelo a quienes, en escritura, lienzo o partitura, les convertirán en inmortales, sus vidas son dobles, y quizá en ello, la longevidad de la persona real parece nutrirse, no pocas veces, de la inmortalidad que espera al personaje escrito para ellos o, como ocurriera con Richard Burbage, para quien Shakespeare escribió no pocos de sus personajes más magníficos, su vida se agota al hacerlo quien le tomara de modelo. Quizá exhausto de vivir tantas vidas, Burbage vivió los mismos años que Shakespeare. La noticia de la muerte de Elaine Stricht, ayer a los 89 años, solo puede entenderse como un despiste irreparable de quien viviera para que Stephen Sondheim, entre otros, le hiciera cantar en Company. 

17 julio 2014

QFWFQ


Dieciséis años después, uno vuelve a la misma sala a ver la misma obra en el mismo montaje. Y dos símbolos afloran que imposiblemente podía apreciar en aquella primera reencarnación: uno, cuán la primera obra que quizá recuerdo –ésta- ha acabado contando lo mismo –cómo el punto previo al Big Bang, que concentrara toda la vida posterior, ya la contenía ahí, agitada y ansiosa- que el teatro ha acabado siendo para mí, cómo la física cosmológica en que se basa la adaptación de Julio Salvatierra a partir del relato de Italo Calvino, Las Cosmicómicas, es, sin necesidad de metáforas, el aleph primigenio del teatro en mi vida. Y dos, cómo la conclusión de ese relato, en la figura de un hombre que, por amor, abandona la tierra para dirigirse a la luna, sin retorno posible, es también el eje de mi primer libro publicado. Para quienes asisten a la representación, estos días en La cuarta pared, sin reconocer esa doble, e insospechada, ansia de premonición, el momento es igualmente gozoso.


A P.
Y a C.

15 julio 2014

The words without Maazel



En el breve texto de Anthony Short que acompaña la edición en dvd de la síntesis wagneriana que Lorin Maazel grabó en 2000 con la Filarmónica de Berlín, aquel enlaza la primera aparición de Maazel en Bayreuth, en 1960, con los lazos nazis que el nieto de Richard Wagner, y gestor del festival en aquellos años, Wieland, había acompañado del intento, no escasamente poco polémico, de despojar la obra de su abuelo de la teatralidad forjada en el XIX y acercarla así a un formato en que la música salida de la orquesta recobrara un protagonismo, una visibilidad, que la parafernalia mitológica, y no tanto la voz que la expresa, arrastraban hacia una suntuosidad escénica que acumulaba dorados en escena, quitándoselos a la partitura. The ring without words (EuroArts 2012) recoge en algo menos de hora y media motivos de la tetralogía wagneriana, que salen de la ópera tal y como la conocemos para contar su historia sin sus narradores. Es esa voz simultáneamente asimilada y hurtada a Wotan, a Brunilda, a Sigfrido, pero también a Wieland Wagner y al nazismo con el que conviviera mientras éste forjaba una mitología en tierra que precisaba justo de los disfraces que Wieland acabaría desterrando, la que desde ayer incluye a Maazel. Sobre la inconfundible voz que eres incluso cuando lo olvidas o lo ocultas, escribe Norman Lebrecht en El País 14.7: “No había otro capaz de espolear a una orquesta para que tocara como la Filarmónica de Viena; sobre todo, si era la Filarmónica de Viena”.

14 julio 2014

Escila en casa de Carabdis




Se anuncia la selección de la que saldrá el equipo estadounidense que jugara el mundial de baloncesto en nuestro país en septiembre, y el más sospechoso de los rendimientos previsibles que haya afrontado la generación dorada española se junta, así, con la mejor oportunidad que tendrá de ganar a un equipo conjuntado en Estados Unidos. Jugando la edad en contra, derrotarles traería además la única medalla que aún no puede colgarse esta generación: la de haber derrotado a Estados Unidos en una competición internacional en diez años, pues de ello se encargó Grecia en semifinales del mundial que luego perdería contra España en Japón en 2006. Siendo muy probablemente la última oportunidad de ver juntos a Pau Gasol, Navarro, Calderón y Reyes, ganar a Estados Unidos cerraría un círculo que empezó el día que la generación española venció a Estados Unidos en el Mundial junior de Lisboa de 1999. Ni uno solo de quienes empezaron el partido representando a Estados Unidos ese día hicieron grandes carreras en la NBA, y dudoso como sea el porvenir de Kyle Korver, Gordon Hayward, Kenneth Faried o Andre Drummond en los años venideros, uno desearía escuchar de nuevo a Pedro Barthe dentro de un par de meses, solo por soñar con criterio.