En 2007 Deane Blackler
publicó un ensayo sobre W.G. Sebald que, ilustrado en portada por una imagen no
completamente reconocible de Robert Walser, debiera haber convertido su título
–Reading Sebald. Adventure and disobedience- en el más involucrado –Reading
Sebald. Adventure of disobedience. Confinado en un sanatorio para enfermos
mentales en la Suiza oriental durante los últimos 23 años de su vida, Walser pasó
y paseó casi esos mismos años acompañado eventualmente de Carl Seelig, un
filántropo amante de su literatura, y probablemente su único amigo en esos
años, que condensó en su maravilloso Paseos con Robert Walser la encarnación
del autor suizo como personaje de sí mismo, esencialmente de una desobediencia que
en él era incapacidad, poco sospechosa por otro lado, para hallar acomodo
social en un tiempo –las notas de Seelig datan de 1936 a 1956- que vio el
ascenso y la caída del nazismo.
Alabado por Sebald y por
Coetzee entre otros, Walser comparte con el primero una mirada sobre lo que
apenas se mueve mientras te rodea, mientras pasas a su lado sin reparar en ello
solo porque está ahí cada segundo. La visión de Sebald sentado en el banco de
una estación, simplemente esforzándose por sentir el paso engañosamente
idéntico del tiempo, es puro Walser. La mezcla de precariedad y desobediencia militante,
orgullosa, que emana éste está también en el retrato que Joseph Mitchell hizo de
un vagabundo en sus dos relatos publicados en New Yorker, finalmente como libro
con el título El secreto de Joe Gould (“tenía condiciones para convertirme
en una especie de vagabundo, y apenas me resistí a ello” –diría Walser). También en el Artista del hambre que a Kafka le
diera tiempo a escribir tras haber conocido y admirado a Walser. Y, algo más
lejos en el tiempo, en el escribiente torturado y renuente que Melville pusiera
a vivir esa obra maestra que, como las anteriores, es Bartebly el escribiente.
La desobediencia de la
que fue testigo Mitchell en la forma de una gran, y genial, impostura, incubó
en él la renuncia a escribir, de la que ya apenas saldría. Eso le hermana con
Walser, y encarna fuera de los libros lo que Kafka (el director de la oficina de
seguros en la que trabajó Kafka compararía a éste con los personajes soñadores
de Walser) y Melville pusieran en ellos: la desobediencia como una renuncia no
conflictiva, reivindicativa o combatiente, sino apaciguada, rendida al mundo.
Los artistas del hambre y la escritura que en la ficción prefirieran no
hacerlo, sirven de espejo a los que, en la vida real, prefirieron no
escribirlo. Kafka, Walser, Mitchell vivieron para ver el horror que las guerras
mundiales del siglo XX excavaron como una tumba en las conciencias. No ha de
ser casual que el hallazgo de esa renuncia triste y callada tenga también, en
ellos o sus personajes, la forma de una rendición por aniquilamiento moral.
Hasta ese instante, la
historia de la desobediencia en la literatura es cualquier cosa menos la de un
encogerse en la parálisis: de Adán a Prometeo, de Antígona a Alonso Quijano, de
Romeo Montesco al ibseniano dr. Stockmann, de la Adela hija de Bernarda Alba al
bombero Montag, negarse a obedecer es empezar una guerra en la que se pone todo
en juego. La desobediencia como acto de rendición y no de lucha que Melville
inicia con su Bartebly en 1853 iba a tardar en anclarse en Kafka setenta años. Y
es difícil resistirse a ver en la figura de Seelig, trece años después, la del
abogado de posición acomodada que, en un momento del cuento de Melville, pasa
de ser el jefe pasmado ante la actitud de Bartebly a ser su protector. O dejar
de ver en la descripción primera de éste -pálidamente
pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria- la de Walser. En una turbadora mezcla de ambos, la
foto que Seelig tomara de Walser en 1954, bajo la nieve, sugiere no a Bartebly
sino a su benefactor.
En su conformidad con el
encogimiento de su persona pública, que no ha de confundirse con docilidad,
Walser encierra también ese otro rasgo literario inmensamente más frecuente, la
obediencia, y su rango no escaso de desdichas: la de Jesucristo, la de Hamlet, la
de Sancho, la del Cándido de Voltaire, la de Fausto. Cuando Seelig le sugiere
la posibilidad de instalarse fuera del sanatorio, Walser responde tener
obligaciones para con el resto de pacientes, para con sus propios deberes
dentro del hospital. Cuando se le pregunta si volvería a escribir fuera del
sanatorio –lo que entre sus muros considera absurdo y cruel, en tanto que
privado de libertad- responde Barteblianamente “con esa pregunta solo se
puede hacer una cosa: no responderla”. Incluso su actitud durante una
indisposición postrera –pasar la mayor parte de su convalecencia mirando a la
pared- recuerda tristemente a Bartebly.
El día que se cumplen 70
años exactos desde uno de los paseos de Seelig y Walser, y enmarcado en el festival
Fringe, en Madrid, un montaje hispano-argentino permite recorrer parte del
suroeste de Madrid –Marcelo Usera y alrededores- acompañando a un actor que
recrea ser Walser paseando y hallando personajes y paisajes que identificar con
su minuciosa poética, a ratos envarada de amor, a ratos abiertamente crítica
con la fealdad circundante. Seguirle en su itinerario es asomarse a dos paseos
simultáneos, el que Walser publicara como novela breve, y el que Seelig
publicara a su muerte: este Walser se para ante casi todo, observa y con un
gesto anima a observar una puerta, la fuga que se abre al desembocar en una
calle, un cable, un muro, una ventana, un papel en el suelo. Las escenas
interpretadas por un cómplice se mezclan con las que improvisa la gente que
lleva días viéndole pasear –traje, sombrero, paraguas. Lo que Seelig describe -“había
dos ancianas sentadas arrugadas y una joven. Cuando nos íbamos vinieron a
nuestra mesa a estrecharnos la mano”- es casi literalmente lo que ocurre.
Así, una mujer que canta
en una terraza mientras se peina extrae de Walser una glosa de amor que pronto
deriva en paternalismo de empresario de variedades; un practicante de Badajoz
que nos abre las puertas de su diminuto consultorio le toma la tensión; una
antigua actriz sentada en un bar que escucha su admirada declaración de afecto
y azar se mezcla con la del que sale del bar, corriendo, para avisar a quien
pueda abastecer a doce clientes súbitos. Si quienes atienden un supermercado
chino no tardan en preguntar qué deseamos con tan obvia actitud no compradora,
rezamos para que el dueño de una horterísima peluquería no salga de la misma
para escuchar la diatriba feroz de Walser contra la pedantería y el horror estético.
Las cámaras de un cajero automático captan su discurso de gratitud envenenada; el
bibliotecario que nos acompaña hasta la azotea –vetada al público- le muestra
después los libros más solicitados, ahí Walser es inusualmente compasivo.
Terminamos en Kúbik Fábric,
sentados a una mesa en la que el infeliz lleva cinco jornadas seguidas tomando
una tortilla diaria. Solo al final, con un parque de fondo, el paseo parece a
la altura visual del que narrara Seelig –entre montañas, bosques, praderas. Una
de las paseantes, una de los Seelig que hemos llegado hasta allí, se tumba
hasta simular la posición en la que se le encontrara muerto mientras paseaba. Para
quienes no hayan leído el libro de aquel, para aquellos que no tengan la suerte
de amar a Walser, es difícil explicar lo que se siente al despedirse éste de
uno en uno. Pasear junto a Raskolnikov, junto a Leopold Bloom, junto a Madame
Bovary en sus escenarios respectivos ha de ser tan sobrecogedor como lo sea su
peripecia fijada, inalterable. E incluso, en tanto que imposible de realizar
íntegro en un tiempo teatral, su peripecia sería por fuerza simbólica,
resumida, ficticia. Pero Walser era un hombre antes que un personaje. Cuando
hace lo que hace, podría no hacerlo. Podría no mirar allí, podría no decir eso.
Por eso todo lo que, encarnado en un actor, hace, mira o dice es real. Porque
no tiene porqué ser así, porque mañana, incluso a merced de las mismas frases
aprendidas, será distinto. E igualmente real. Es decir, porque sabe de sí mismo
lo mismo que cada uno de nosotros.
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