Escribe Ignacio Vidal
Folch en el El País 20.7 cómo en mayo de 1964, tras una de las reuniones
preparatorias de lo que luego sería 2001, una odisea del espacio, Stanley
Kubrick y Arthur Clarke dieron en avistar lo que les pareció una nave
extraterrestre (en realidad, el primer satélite de comunicaciones). Y cómo
ambos se encontraron temiendo, respectivamente, que el proyecto quedase
desfasado en caso de que se estableciese contacto con otras inteligencias
alienígenas, y cuán la presencia extraterrestre “no podía ser una
coincidencia. Ellos estaban actuando” para impedirles hacer la película. Más asombrosamente, cómo, al intentar contratar Kubrick un seguro que garantizara
la viabilidad de la película en caso de que la carrera espacial hallase vida
extraterrestre, la compañía de seguros fijó un precio astronómico que hacía
imposible su contratación. La hipótesis Kubrickiana era viable para
el departamento de análisis de riesgos.
Lo que podría ocurrir
es, inverosímilmente, menos fantástico que lo que se decidió que no ocurriera: si
para cualquiera que no conociera Espartaco (tres horas largas en su versión final),
renunciar al prólogo en blanco y negro que Kubrick ideó para abrir 2001, y en
el que científicos, teólogos, astrónomos y filósofos debatían la singularidad
humana en el universo, suena lógico, la renuncia a una voz en off que explicara
cómo el monolito enterrado en la luna era una señal de alarma dejado por una
inteligencia alienígena para avisar de que la raza humana exploraba el espacio,
revela una fe pasmosa en la habilidad decodificadora del espectador en una
película que regala la información, y esa desde luego, con cuentagotas. Uno ha
visto a un físico especializado en astronomía renunciar a verla por incapacidad
de hallar la puerta de entrada. Que a Kubrick eso le pareciera aceptable es, de
cuanta exploración aventura la película, la que más lejos viaja a sabiendas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario