24 julio 2014

he visto arder pólizas más allá de Orión



Escribe Ignacio Vidal Folch en el El País 20.7 cómo en mayo de 1964, tras una de las reuniones preparatorias de lo que luego sería 2001, una odisea del espacio, Stanley Kubrick y Arthur Clarke dieron en avistar lo que les pareció una nave extraterrestre (en realidad, el primer satélite de comunicaciones). Y cómo ambos se encontraron temiendo, respectivamente, que el proyecto quedase desfasado en caso de que se estableciese contacto con otras inteligencias alienígenas, y cuán la presencia extraterrestre “no podía ser una coincidencia. Ellos estaban actuando” para impedirles hacer la película. Más asombrosamente, cómo, al intentar contratar Kubrick un seguro que garantizara la viabilidad de la película en caso de que la carrera espacial hallase vida extraterrestre, la compañía de seguros fijó un precio astronómico que hacía imposible su contratación. La hipótesis Kubrickiana era viable para el departamento de análisis de riesgos.
Lo que podría ocurrir es, inverosímilmente, menos fantástico que lo que se decidió que no ocurriera: si para cualquiera que no conociera Espartaco (tres horas largas en su versión final), renunciar al prólogo en blanco y negro que Kubrick ideó para abrir 2001, y en el que científicos, teólogos, astrónomos y filósofos debatían la singularidad humana en el universo, suena lógico, la renuncia a una voz en off que explicara cómo el monolito enterrado en la luna era una señal de alarma dejado por una inteligencia alienígena para avisar de que la raza humana exploraba el espacio, revela una fe pasmosa en la habilidad decodificadora del espectador en una película que regala la información, y esa desde luego, con cuentagotas. Uno ha visto a un físico especializado en astronomía renunciar a verla por incapacidad de hallar la puerta de entrada. Que a Kubrick eso le pareciera aceptable es, de cuanta exploración aventura la película, la que más lejos viaja a sabiendas. 

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