El cine de Jean-Pierre
Jeunet, que hizo del gran angular uno de los rasgos del grotesco en que nadaban
sus personajes, fue fijando la peripecia de éstos hasta convertirlos
en sucesivos y reconocibles encarnaciones de un guiñol, cuya cachiporra y mueca
sensible son, veinte años después, un gag paralizado, al que, para dotar de movimiento
en este viaje de T.S. Spivet, hay que subirlo a un tren del que ya solo baja para
ser algo distinto a cualquier otra película de Jeunet, y no a mejor. Construida
para ser una copia mala del molde en que Wes Anderson agota su filón sin que, asombrosamente,
aburra, lo mejor que puede decirse de ella es que éste la habría hecho mucho
mejor. O mejor aún, no la habría hecho.
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